– Duerme, cara mia. No tengo intención de enfadarme contigo o con Rolando. Al contrario, estoy en deuda con él. -Rozó una caricia hacia abajo por el pelo de ella, inclinándose para rozarle un beso en la sien-. El Capitán Bartolmei está investigando como puede haber ocurrido algo semejante y me informará. No tienes nada de que preocuparte. Duerme, piccola. Yo velaré por ti. -Nicolai abandonó la silla para estirarse junto a ella sobre la cama, curvando su cuerpo protectoramente alrededor del de ella.

– Creo que esto te ganará otro sermón -se burló suavemente, su aliento le caldeó la nuca-. Pero no tengo intención de que tengas pesadillas, bellezza, así que voy a quedarme un rato y apartarlas de ti.

– Estoy demasiado cansada para conversar -dijo ella sin abrir los ojos, complacido porque él la había llamado hermosa. Había consuelo en la fuerza de sus brazos, en la dura forma de su cuerpo. Pero Isabella no quería hablar o pensar. Quería escapar al interior de su sueño.

– Estonces deja de hablar, Isabella -Le acarició el pelo con la barbilla-. Tengo a cuatro dignatarios esperando a ser recibidos, y estoy aquí contigo. Eso debería indicarte lo mucho que significas para mí. Necesito estar contigo ahora mismo. Duerme, y déjame observarte.

Donde había habido frío hielo, por dentro y por fuera, floreció y se extendió el calor. Se acurrucó más profundamente bajo los covertores y cayó dormida con una sonrisa curvando su boca.

CAPITULO 8

En los días que siguieron, nadie mencionó el incidente con el Capitán Bartolmei. Si alguien había reparado en el aspecto desarreglado de Isabella y el abrigo del capitán sobre sus hombros, estaban siendo discretos. No vio a Don DeMarco, ya que él tenía muchas obligaciones y con frecuencia estaba reunido con sus dos capitanes y sus consejeros. La gente se presentaba continuamente ante el don, pidiendo favores, esperando que resolviera problemas desde disputas domésticas a asuntos de estado. Isabella pasó el tiempo aprendiendo el camino a través del palazzo. Trabajó en conocer a los sirvientes, aprendiéndose sus nombres y caras, sus fortalezas y debilidades. Sarina estaba con frecuencia junto a Isabella, explicando cómo se hacían las cosas, lo que se consideraba una ley inalterable, las preferencias personales del don, y lo que podría cambiarse si Isabella decidía que así lo prefería.

Terminaban de llevar cabo una inspección de despensas cuando oyeron una conmoción en el vestíbulo inferior. Voces alzadas con furia, y un niño chillando y llorando. Juntas, Sarina e Isabella bajaron rápidamente las escaleras para ver a Betto sacudiendo a un chico. La cara de Betto estaba retorcida por la rabia, una terrible máscara de malicia mientras gritaba acusaciones al niño. Una multitud de sirvientes lo rodeaba, pero ninguno se atrevía a desafiar su autoridad. Sarina agarró el brazo de Isabella, sus dedos se hundieron en la piel de la joven.

– ¿Qué le pasa? Él nunca levanta la voz. Betto siempre se muestra tranquilo y confiable. Nunca actuaría de semejante manera, especialmente delante de los sirvientes. -El ama de llaves estaba horrorizada. Se quedó congelada, con la boca abierta de par en par y los ojos desencajados por la sorpresa-. ¿Qué le ha poseído? Este no es mi Betto. Esto no es propio de él en absoluto.

Las palabras resonaron en los oídos de Isabella. Ella había visto a Bello, un alma amable, recorriendo el palazzo en el curso de sus obligaciones. Digno. Eficiente. El epítome del mayordomo discreto. Este no es Betto. Sarina había estado casada con él la mayor parte de su vida. Le conocía íntimamente. Su comportamiento estaba tan fuera de su carácter, era tan raro, que su propia mujer no le reconocía.

Isabella permaneció muy quieta, estudiando los movimientos tensos y corcoveantes de Betto. Los rasgos del sirviente mayor estaban distorsionados por el odio y la rabia. Sacudía un puño huesudo hacia el muchachito, tirando de la oreja del niño. Un torrente de maldiciones explotaba de su boca, palabras sucias, viciosas y cortantes. Este no es Betto.

Las lágrimas corrían por la cara del niño, y luchaba salvaemente por apartarse del anciano. Su madre, una joven bonita llamada Brigita, permanecía en pie retorciéndose las manos y llorando.

– Déjale, Betto. Por favor suelta a Dantel. Solo estaba jugando. Él nunca robaría a Don DeMarco.

– Si le hubieras estado vigilando como debías, tú hija de una puta, el mocoso bueno para nada no habría estado robando las cosas del Amo.

Sarina jadeó y se tapó la boca con la mano. Se tambaleó y se puso tan pálida que Isabella temió que fuera a desmayarse. Isabella rodeó la cintura del ama de llaves con un brazo para ayudarla a mantenerse en pie.

– Betto -Sarina susurró su nombre suavemente, con lágrimas brillando en sus ojos. Su voz estaba rota, reflejando el estado de su corazón.

Isabella podía sentir la hostilidad en la habitación. La ansiedad de la madre y la furia que se alzaba rápidamente en proporción directa al extraño comportamiento de Betto. El ruido de los llantos y gritos había atraído a otros sirvientes a la carrera. Estaban todos murmurando, algunos apoyaban a la madre afligida y otros a Betto. Isabella permaneción inmóvil, buscando algo más allá de lo que estaba viendo con los ojos. Bloqueó los sonidos de la furia, las palabras ruidosas y encolerizadas, hasta que fueron un simple zumbido de abejas furiosas como telón de fondo.

Lo encontró entonces. Sutil. Insidioso. El toque era tan delicado que resultaba casi imposible de detectar. No era tan fuerte como antes, como si hubiera cambiado de táctica, pero la mancha de maldad estaba allí igualmente. Fluía a través de la habitación, tocándo a todos a su paso. Alimentaba las emociones, alimentándose de la furia y la hostilidad. Estaba infundiendo odio dentro del palazzo, volviendo a amigo contra amigo. Sintió su regocijo, sintió la oleada de poder cuando se extendió como veneno a través de la habitación.

Isabella alzó una mano pidiendo silencio. Uno por uno los sirvientes se giraron para mirarla. Era una aristicratica, nacida en el escalafón más alto, y estaba prometida con su don. Nadie se atrevió a desobedecerla. Cuando las caras se volvieron hacia ella, la rabia de la habitación se oscureció a una negra y fea malevolencia, más potente que nada que ella hubiera enfrentado nunca. Era tangible, llenando el aire hasta los techos abovedados. Podía ver la animosidad en las caras que la miraban. Su corazón empezó a palpitar cuando la furia se retorció y dirigió directamente hacia ella.

– Sarina, tú conoces realmente a Betto, a través de los ojos del amor -Isabella dirigió sus declaraciones a su única aliada en la habitación pero habló en voz alta para que todos la oyeran-. Algo debe ir terriblemente mal. Quizás está enfermo y necesita nuestra ayuda. Ve con él, y utiliza tu amor para guiarle de vuelta. Todos ayudaremos. -Sonrió a los sirvientes y se alejó de Sarina para dirigirse hacia la joven madre. Tomó las dos manos frías y nerviosas entre las suyas para conectarlas.

– Piensa, Brigita. Betto normalmente no te diría semejantes insultos. ¿Alguna vez te ha tratado a ti o a tu hijo con tanta crueldad? ¿Ha sido tan rudo? -Para mantener la atención de la doncella en ella en vez de en el niño lloroso, Isabella habló suavemente, persuasivamente, mirando directamente a los ojos de la joven.

Brigita sacudió la cabeza.

– Él siempre ha sido amable con Dantel y conmigo. Esto es tan impropio de él. Cuando mi marido murió, él nos proporcionó comida y me dio un trabajo aquí. -Su voz vaciló, y estalló en lágrimas frescas.

– Es impropio de Betto, ¿verdad? -recalcó Isabella-. Creo que hay algo más en esto -Palmeó la espalda de Brigita alentadoramente-. Betto es un buen hombre. Sarina tiene mucho miedo de que le pase algo. Quizás está enfermo. Ahora todos debemos ir en su ayuda, cuando más nos necesita.


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