– ¿Qué está haciendo aquí, Signor DeMarco? -sonó sin aliento, incluso a sus propios oídos.

– Me gusta verte dormir -replicó él suavemente, sin arrepentimiento. Sus manos le enmarcaron la cara allí entre las sombras- Vengo a tu habitación cada noche y solo me siento y te observo dormir tan pacíficamente. Me encanta observar la forma en que duermes. Nunca habías tenido un mal sueño hasta esta noche -sonaba arrepentido-. Yo hice esto, Isabella, y lo siento, nunca debería haberte expuesto a semejante peligro.

– Sueño con frecuencia -cerró los ojos de nuevo, extrañamente segura ahora que sabía que él estaba a su lado. Inhaló profundamente, arrastrando la salvaje y masculina fragancia de él profundamente a sus pulmones. La pesadilla la había sacudido, pero la noche era el mundo de Nicolai, y sabía que él podría protegerla como ningún otro. Él podía temer que le haría daño, pero Isabella se sentía segura en sus brazos.

– ¿No temes que Sarina pueda venir y encontrarte aquí? -Había una nota burlona en su voz.

Acercó la cabeza para presionar sus labios contra las sienes de ella. Su aliento fue cálido contra el oído.

– Tengo toda intención de tratarte honorablemente, por dificil que eso pruebe ser -había una burla de sí mismo en tu tono tierno. Envolvió un brazo a su alrededor- Vuelve a dormir. Me hace feliz verte tan en paz.

– ¿Por qué no estás durmiendo tú? -Su voz era adormilada.

El cuerpo de él se endureció, haciendo urgentes demandas, cuando todo lo que había venido a buscar era satisfacción.

– Yo no duermo de noche -dijo suavemente, sus dedos en enredaron en el pelo de ella. Cerró los ojos contra el recuerdo de sus propias pesadillas, fluyendo inesperadamente, como si su corazón necesitara contarle cada terror de su niñez- Nunca.

Como si pudiera leer su pensamiento, ella encajó su cuerpo más cerca del de él, protectoramente. Su mano salió furtivamente de debajo de la colcha para acunarle la mejilla, su palma cálida contra las cicatrices de su niñez.

– Puedes dormir aquí, Nicolai. Yo velaré por ti -las palabras fueron tan bajas que él apenas pudo captarlas.

Sus entrañas se derritieron. Habían pasado años desde que alguien había pensado siquiera en protegerle o preocuparse por él o consolarle. Ella le estaba poniendo del revés sin proponérselo. Enterró la cara en su pelo, cerró los ojos, y respiró en él. Ella había dicho que él era el aliento de su cuerpo, la alegría y calidez de su corazón. Bueno, ella era el aire que respiraba en sus pulmones. Era su alma.

Don Nicolai DeMarco cerró sus brazos posesivamente alrededor de ella y cerró los ojos, yendo a la deriva mientras escuchaba su suave respiración. Allí en la oscuridad, entre los brazos de una mujer dormida, encontró paz.

CAPITULO 12

La habitación situada profundamente bajo el palazzo estaba llena de vapor. Isabella agradecía la humedad y el vapor que se alzaba de la superficie del baño caliente. En el último momento, justo antes de entrar en su dormitorio, había bajado la mirada a sus manos y había quedado consternada ante el hollín y la mugre. Pequeños temblores casi la habían puesto de rodillas. Lo más importante del mundo en ese momento era eliminar toda huella del incidente. Sarina no había discutido cuando había suplicado ser conducida al baño hermosamente alicatado.

Isabella dejó su vestido arruinado en un montón sobre el mármol pulido y lentamente bajó los escalones, permitiendo que el agua lamiera su cuerpo. La piel le picaba en ciertos lugares, pero el agua era deliciosamente consoladora. Cediendo al terrible temblor, Isabella se hundió en el baño. Al momento Sarina comenzó a soltar las intrincadas trenzas de su pelo.

La puerta se abrió de repente, y Don DeMarco entró. Parecía poderoso, enfadado, lleno de turbulentas emociones. No dijo nada al principio. En vez de eso, paseó arriba y abajo por la habitación, sus largas zancadas traicionaban su agitación, un bajo y amenazador gruñido emergía de su garganta.

Intimidada por el genio apenas contenido del don, Isabella miró a Sarina en busca de coraje, pero el ama de llaves parecía más asustada que ella. Isabella podía decir por los ojos esquivos de Sarina que era incapaz de ver a Nicolai en su verdadera forma.

Nicolai dejó de pasearse y posó toda la fuerza de sus ojos ámbar sobre Isabella.

– Déjanos, Sarina -Era una orden, y su tono no admitía discusión.

El ama de llaves apretó el hombro de Isabella en silenciosa camaradería y permitió que el pelo de la joven a su cargo cayera suelto, esperando, sin duda, que las largas trenzas actuaran como alguna suerte de cubierta. Se retiró sin una palabra. Nicolai la siguió, cerrando con llave la pesada puerta, sellando a Isabella en la habitación a solas con él.

Isabella contó los latidos de su propio corazón, después, incapaz de soportar el suspense, se deslizó bajo la superficie para limpiar la mugre de su cara y enjuagar el olor a humo de su pelo. Quería escapar, simplemente desaparecer. Cuando subió en busca de aire, Nicolai estaba de pie en lo alto de los escalones, con aspecto salvaje, indómito, y muy poderoso. Le quitaba el aliento.

Se paseó por los azulejos, su cara ensombrecida, oscurecida por sus peligrosos pensamiento y confusión interna. Fue tan silencioso como cualquier león cuando se acercó al borde del agua, hacia su vestido arruinado. La miró una vez, después se agachó junto al vestido y lo levantó con dos dedos, clavando los ojos en las manchas negras y los grandes agujeros. Nicolai se enderezó, un rápido y fluido movimiento, naturalmente grácil. Animal. Tragando visiblemente, dejó caer el vestido ennegrecido sobre los azulejos y posó su brillante mirada ámbar en la cara de ella.

– Ven aquí conmigo.

Ella parpadeó. Esa era la última cosa que esperaba que él dijera. Un estremecimiento bajó por su espina dorsal a pesar del calor del agua. Su corazón se aceleró, y a pesar de todo lo que había ocurrido desde se llegada al palazzo, saboreó el deseo en su boca. Floreció bajo y se acumuló, un dolor caldeado tan intenso que tembló. Isabella envolvió los brazos alrededor de sus pechos y levantó la mirada hacia él.

– No llevo ropa encima, Nicolai -Tenía intención de sonar desafiante. O apacible. O cualquier cosa menos lo que pareció, cansada, con una ronquera que convertía a su voz en suave y seductora tentación.

Un músculo saltó en la mandíbula de él. Sus ojos se hicieron más ardientes, más vivos.

– No fue una petición, Isabella. Quiero ver cada centímetro de ti. Necesito ver cada centímetro de ti. Ven aquí ahora.

Estudió su cara. Estaba infinitamente cansada de tener miedo. De lidiar con situaciones poco familiares.

– ¿Y si no obedezco? -preguntó suavemente, sin preocuparse de lo que él pudiera pensar, sin preocuparse de que fuera uno de los don más poderosos del país, sin preocuparle que pronto fuera a ser su marido- Márchese, Don DeMarco. No puedo con esto ahora mismo. -Sus ojos estaban ardiendo, y no podía, no podía, llorar de nuevo.

– Isabella -él respiró su nombre. Eso fue todo. Solo su nombre. Salió como una dolencia. Terrible. Hambrienta. Afilada de deseo, con miedo por ella.

Su corazón se contrajo, y su cuerpo se tensó. Todo lo femenino en ella se extendió en busca de él.

– No me hagas esto, Nicolai -susurró, una súplica de cordura, de piedad.- Solo quiero irme a casa -No tenía casa. No tenía tierras. Su vida como la había conocido había desaparecido. No tenía nada excepto un amor que todo lo consumía y que tarde o temprano la destruiría.

Su mirada quemó sobre ella. Ardiente. Posesiva. Los ojos despiadados de un depredador. La línea dura de su boca se suavizó, y su expresión cambió a una de preocupación, de consuelo.

– Estás en casa, bellezza.


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