Sarina sacudió la cabeza y limpió cuidadosamente la cara de Isabella.

– Es bueno que sea usted tan comprensiva. La mayoría habría exigido que fuera azotada.

– Yo no tengo más estatus que usted, signora -confesó Isabella, desvergonzada-. Y no creo en los azotes. Bueno, -murmuró por lo bajo-, quizás a Don Rivello le vendrían bien unos buenos azotes.

La boca de Sarina se retorció, pero no sonrió.

– Vamos, no debemos llegar tarde. Don DeMarco tiene una agenda apretada. Ciertamente es usted apropiadamente considerada.

Isabella la miró, segura de que la mujer mayor se estaba riendo de ella, pero Sarina dirigía el camino a través de amplios corredores y pasajes abovedados. Se apresuraron pasando junto a varios sirvientes que trabajaban. Notó que todos ellos la miraban con caras solemnes, algunos con tensas sonrisas. Todos hicieron el signo de la cruz hacia ella como si la bendigeran.

Agua bendita y bendiciones de los sirvientes. Isabella se aclaró la garganta.

– Signora, ¿Don DeMarco es miembro de la Santa Iglesia? -Se voz vaciló un poco, pero Isabella estaba orgullosa del hecho de que se las hubiera arreglado para pronunciar las palabras sin tartamudear. Tenía el mal presentimiento de que quizás todos los rumores sobre el don eran verdad después de todo. Envió una rápida y silenciosa plegaria porque Don DeMarco y Dios estuvieran en buenos términos.

Sarina Sincini no respondió sino que caminó rápidamente delante de ella, abriendo el camino a través de un gran patio abierto con escaleras de caracol alzándose en varias direcciones. En el centro del patio había una fuente que se alzaba casi hasta el segundo piso. Proporcionó a Isabella cierto alivio el ver que cada sección separada de la fuente estaba coronada por una cruz. En la base de cada columna circular, sin embargo, estaba el inevitable león, grande y musculoso, con una melena leonada veteada de negro. Aún así, el sonido del agua salpicando resultaba consolador, y las intrincadas tallas de amigables figuras en lo alto de la fuente proporcionaba más seguridad.

Isabella quiso demorarse y examinar la gran escultura, pero Sarina estaba a medio camino subiendo una de las escaleras de caracol. Mientras Isabella se apresuraba a subir las escaleras aparentemente interminables, contempló la serie de retratos de la pared. Uno, la cara de un hombre, era tan hermoso que hizo que le doliera algo por dentro. Sus ojos contenían dolor, profunda pena. Isabella quedó hipnotizada por sus ojos, deseando abrazarle y consolarle. Sentía la fuerte sensación de que le conocía, de que reconocía esos ojos. Isabella pasó al siguiente retrato. Reconoció esa cara inmediatamente. Los ojos risueños de Francesca le devolvían la mirada, traviesos y felices. La pintura debía haberse hecho bastante recientemente, ya que Francesca parecía tener casi la misma edad que tenía ahora. Quién era ella exactamente, se preguntó Isabella. ¿Una joven prima del don? El artista había capturado su esencia, su calidez y disposición alegre. Isabella reunió coraje solo mirando esa dulce cara. Cuadró los hombros y se apresuró tras Sarina.

Tomaron muchos recodos y esquinas a través de numerosos salones y alcovas oscurecidas, pasando más ventanas de vidrieras y arcos intrincadamente tallados. Isabella quería explorarlo todo. A la luz del día el castello parecía más abierto y aireado y mucho menos amenazador de lo que había parecido la noche antes. Ya no sentía la pesada y aceitosa impresión de maldad.

Finalmente alcanzaron el extremo más alejado del palazzo, a gran distancia de los aposentos principales. Captó vistazos de habitaciones llenas de libros y esculturas y toda clase de cosas intrigantes que le habría gustado examinar, pero Sarina continuaba apresurándose a través del laberinto de corredores. Isabella estaba verdaderamente perdida cuando subieron un tercer tramo de amplios y arqueados escalones hasta un balcón y se encontraron directamente ante unas puertas dobles. Isabella se detuvo bruscamente ante ellas, no necesitaba que Sarina le dijera que estaba en la guarida privada de Don DeMarco.

– Todo esto es el hogar del Amo. No se permite la entrada a nadie a menos que él haya emitido una invitación.

– ¿Y qué hay de los sirvientes? -preguntó Isabella, curiosa. Miraba fijamente a las enormes e intrincadamente talladas puertas dobles adornadas con una cabeza de león de melena despeinada y ojos penetrantes. El morro parecía salir directamente de la escultura, una boca abierta mostrando dientes afilados. Pero había algo diferente en este león, algo muy diferente de los otros. Este león parecía inteligente, astuto, amenazador. Era casi como si el retrato del hombre hubiera sido convertido en la escultura de un león. Casi podía ver al humano tras la espantosa máscara.

– Debe entrar -animó Sarina.

Isabella continuó mirando fijamente la escultura, apenas oyendo a la mujer mayor. Extendió la mano y tocó el feroz morro con la yema de un dedo gentil, casi acariciándolo, algo dentro de ella respondía a la mirada de esos ojos.

– Signorina, sujete la manilla y entre -la urgió Sarina con un suave siseo.

El corazón de Isabella empezó a palpitar cuando miró con horror el pomo de la puerta… otra rugiente cabeza de león. Tenía miedo, ahora que ya estaba aquí, de que el don la rechazase y no tuviera ningún otro sitio adonde ir.

– Venga conmigo -susurró suavemente al ama de llaves, una súplica que le costó gran cantidad de orgullo.

– Debe entrar sola, piccola. -Sarina le palmeó el hombro alentadoramente-. Él la espera. Tenga valor. -Empezó a alejarse.

Isabella se extendió hacia ella antes de poder contenerse, aferrando desesperadamente el vestido de la mujer.

– ¿Es él como dicen los rumores?

– Es a la vez terrible y amable -respondió Sarina-. Nosotros estamos acostumbrados a sus modales, a su apariencia. Otros no. Para algunos puede ser también amable. No es muy paciente, así que entre rápidamente. Se la ve hermosa, y ha demostrado mucho valor -Extendió la mano pasando a Isabella, agarró el pomo ornamentado, y lo retorció.

Isabella no tuvo elección. Entró en la habitación lentamente. Su corazón estaba latiendo demasido ruidosamente, temió que él pudiera oirlo. Intentó no parecer intimidada o tensa de cólera. Necesitaba mostrarse humilde. Repitió eso para sí misma varias veces. Tenía que ser humilde, no mostrar sus intenciones o dar rienda suelta a su lengua caprichosa. No podía permitirse ser la chica salvaje que rompía cada norma en la casa de su padre, huyendo a las montañas cuando nadie miraba, gastando bromas a su amado hermano a cada paso, ganándose continuamente el ceño desaprovador de su padre mientras este le volvía la espalda desilusionado.

Retuvo firmemente sus recuerdos de su hermano, Lucca. Con frecuencia él la había ayudado en sus rebeliones, su mejor amigo y confidente apesar de las súplicas de su padre de que actuara como una dama. Sabía que habría estado casada hacía mucho de haber sido por su padre, vendida a algún viejo don para ayudar al esfuerzo de guerra. Lucca no había querido oir hablar de ello. Varias veces ella se había vestido de chico y le había acompañado en sus expediciones de caza. Él le había enseñado a esgrimir espada y estilete, a montar como un hombre, incluso a nadar en las frías aguas de los ríos y lagos. Mucho después de que su padre muriera, su hermano la había protegido, amado y cuidado de ella. Incluso cuando estaban desesperados por dinero, ni una vez había pensado en venderla a uno de los muchos pretendientes. Y ella nunca, jamás abandonaría a Lucca en su hora de necesidad.

Isabella alzó la barbilla. Lucca le había enseñado a tener valor, y no le fallaría ahora en su último y desesperado intento de salvarle. Penetró en el interior oscurecido de la habitación. Un fuego resplandecía en el hogar, pero no podía competir con los pesados cortinajes que bloqueaban cualquier vestigo de luz de las ventanas. Vio dos sillas de respaldo alto ante el fuego, pero la habitación era enorme, con techos altos y abovedados y tantas alcovas y arcos que un ejército podría haberse ocultado en ella. Ni siquiera la llama de la chimenea tenía esperanza de derramar luz en los rincones oscuros.


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