Por un momento creyó estar sola cuando la pesada puerta se cerró, encerrándola en la habitación. Entonces le sintió. Sabía que era él. El don. Misterioso. Lejano. Le sentía allí en la oscuridad, el peso de su mirada. Intensa. Calculadora. Ardiente. Temiendo cruzar el amplio espacio del suelo de mármol hasta una de las sillas de respaldo alto, Isabella se extremeció apesar de su determinación de no mostrar su temor.

Entonces se congeló, permaneciendo perfectamente inmóvil, su mirada recorrió las sombras más profundas, un nicho oscurecido donde divisó la forma de un hombre. Era alto, y sobre su antebrazo se posaba un halcón, un ave de presa de pico curvado y garras que podrían perforar, rasgar y arañar piel delicada. Sus ojos redondos como abalorios estaban intensamente fijos en ella. El pájaro cambió de posición como si fuera a volar hacia su cara, pero el hombre le habló suavemente, su voz tan baja que ella no pudo captar las palabras. Él acarició el cuello y la espalda del halcón, y lo calmó, aunque nunca apartó la mirada de Isabella.

No importaba cuan duramente intentara penetrar la oscuridad para ver al hombre con claridad, no podía. Cuando él se giró ligeramente para tocar al pájaro, le pareció que tenía pelo largo, echado hacia atrás de su cara y asegurado en la nuca con una tira de cuero, pero aún así salvaje y despeinado, como una melena alborotada. Pero la capa de oscuridad le ocultaba la mayor parte de él así que no podía decir que aspecto tenía realmente. Su cara estaba completamente oculta, de forma que no tenía ni idea de su edad o rasgos. Pero mientras continuaba mirando, las llamas de la chimenea parecieron saltar en los ojos de él, y por un momento pudo ver el reflejo brillando a través de la oscuridad.

Los ojos de él relucían de un rojo feroz, y no eran humanos. El frío la aferró, e Isabella quiso darse la vuelta y huir de la habitación.

– Usted es Isabella Vernaducci -dijo él desde el oscuro nicho-. Por favor siéntese. Sarina ha traído té para tranquilizar sus nervios.

Su voz era bastante agradable, pero sus palabras inmediatamente picaron el orgullo de Isabella.

Se deslizó a través de la habitación regiamente, una mujer de estatura, de importancia, manteniendo la cabeza alta.

– No recuerdo tener nervios inestables, Signor DeMarco. Sin embargo, si usted se siente nervioso, me alegrará servirle una taza. Confío en que el té esté libre de cualquier hierba que pudiera causar que se sintiera… adormecido -Isabela se sentó en una silla de respaldo alto, tomándose su tiempo para arreglar remilgadamente la larga falda sobre sus piernas y tobillos. Se maldijo silenciosamente. Su orgullo podía echar a perder su audiencia duramente ganada con el don. ¿Qué pasaba con ella que se encrespaba en su compañía? ¿Qué importaba lo que él dijera, lo que pensara de ella? Le dejaría creer que era nerviosa y débil si era eso lo que quería. Mientras se saliera con la suya.

Don DeMarco permitió que el silencio entre ellos se alargara. Podía sentir el peso de su desaprovación, el peso de su mirada desde las sombras.

Intentando salvar la situación, Isabella bajó la mirada a sus manos.

– Gracias por las ropas. Tuve muy poca oportunidad en el camino de traer ropa adecuada. La habitación que me ha ofrecido es hermosa y la cama confortable. No podía haber pedido un cuidado mejor. La Signora Sincini ha cuidado de mí excelentemente.

– Me alegra ver que los vestidos le quedan bien. ¿Ha descansado de su viaje?

– Si, grazie -dijo ella tímidamente.

– Fue una tontería por su parte aventurarse al peligro, y si su padre estuviera vivo, estoy seguro de que se ocuparía de que fuera castigada por semejante locura. Me siento inclinado a tomar yo mismo la responsabilidad -La voz de él era suave terciopelo, jugueteando a lo largo de sus terminaciones nerviosas como el roce de yemas de dedos, caldeó su piel, y agradeció el calor del fuego para explicar el rubor que invadió su cara. Él la regañaba, pero su voz era casi una caricia física, y por alguna razón, Isabella se encontraba extremadamente susceptible a ella.

– Se le advirtió repetidamente que no viniera a este lugar. ¿Qué clase de mujer es usted que arriesgaría su reputación, su vida, haciendo semejante viaje?

Los dedos de ella se cerraron en dos apretados puños, y las uñas se enterraron profundamente en sus palmas. Tenía la sensación de que él la estaba observando atentamente desde las sombras, de que sus ojos captaban esa diminuta muestra de rebelión. Subrepticiamente apartó las manos de la vista colocándolas bajo la falda de su vestido.

– Soy una mujer desesperada -admitió ella, intentando sin éxito penetrar la oscuridad. Él parecía un ser grande y poderoso, no del todo humano. El pájaro de presa posado en su brazo, mirándola con ojos redondos de abalorio, aumentaba su nerviosismo-. Tenía que verle. Implorar por la vida del mio fratello. Envié mensajeros, pero fueron incapaces de alcanzarle. Sabía que usted podía ayudarle.

Tragó el inesperado sollozo que amenazaba con estrangularla.

– Está en las mazmorras de Don Rivello. Ha sido sentenciado muerte. El mio fratelo, Lucca Vernaducci, ha estado prisionero durante casi dos años, y en condiciones abrumadoras. He oído que está enfermo, y vine aquí a suplicarle que salve su vida. Sé que tiene usted el poder para que le perdonen. Una palabra suya, y Don Rivello le soltará. Si no desea pedir abiertamente semejante favor, e possibile que pueda arreglar su escapada. -Barbotó las palabras desesperadamente, incapaz de contenerlas un momento más, y se inclinó hacia adelante hacia la esquina oscura-. Por favor hágalo, Don DeMarco. El mio fratello es un buen hombre. No permita que muera.

Se hizo un largo silencio. Nada se movía en la habitación, ni siquiera el halcón. Don DeMarco suspiró suavemente.

– ¿De qué se le acusa?

Ella dudó, su estómago era un apretado nudo. Debería haber sabido que él preguntaría. ¿Cómo podría no hacerlo?

– Traición. Se dijo que conspiró contra el rey. -Era justo responderle la verdad.

– ¿Es culpable? ¿Conspiró contra el rey? -preguntó él, el más suave de los gruñidos emergió de su garganta.

Su corazón saltó salvajemente. Sus dientes tiraron del labio inferior.

– Si -Su voz fue baja-. Lucca creía que debíamos arrasar con los otros países que buscaban controlarnos, que ningún gobierno extranjero se preocuparía por nuestra gente. ¿Pero qué daño puede hacer ahora? Está enfermo. Nuestras tierras, nuestras propiedades… todo lo que teníamos… ha sido confiscado y entregado a Don Rivello. El don quiere a Lucca muerto para que no quepa duda de que retendrá nuestras propiedades. En realidad Don Rivellio tiene a Lucca arrestado por sus propias razones, y se ha beneficiado ampliamente. Está en ventaja para deshonrar nuestro nombre y disponer del mio fratello.

– Al menos tiene a bien decir la verdad sobre el crimen de su hermano.

Ella alzó la barbilla arrogantemente.

– Nuestro nombre es un nombre honorable.

– Eso fue hasta que el tuo fratello se volvió demasiado ruidoso en su profesión de conspirador secreto. Semejantes cosas no son para contar a alguien en una taberna.

Isabella balanceó la cabeza, retorciendo los dedos. Su padre y su hermano había sido inflexibles en afirmar que su sociedad estaba ganando terreno, pequeños grupos de hombres amasaban poder para derrotar a los extranjeros. Se negaban a doblegarse ante ningún gobernante, desconfiando de los motivos de suplicantes aliados extranjeros. Juraron omerta… un voto de muerte.

– ¡No hubo pruebas! -dijo ella-. ¡Don Rivellio pagó a esos hombres para que dijeran lo que dijeron! Lucca nunca habló. Don Rivellio quería que los demás integrantes del círculo secreto creyeran que lo había hecho para poder asesinarle. Se le acusó de traición y se le sentenció a muerte. -Su mirada era ardiente por la furia contenida contra el don-. Lucca fue torturado, pero no dio nombres, no incriminó a otros. Él nunca habló.


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