– ¿Se ha atraído la atención de Don DeMarco sobre esto? La mujer necesitará trabajadores que le presten ayuda -Isabella ya estaba calculando que ayuda necesitaría la viuda para su familia.

– Está ocupado reuniéndose con los hombres de Don Rivellio. Betto está en los barracones, y Sarina está en la cocina ayudando a Cook a preparar comidas para todo el mundo. No sabía que más hacer -gimió Brigita-. La ayudará, ¿verdad, signorina? No podía enviarla lejos.

– Por supuesto que no podías -dijo Isabella enérgicamente.

Brigita la condujo a una pequeña habitación saliendo por la entrada de servicio. La cara de la viuda todavía mantenía una sorpresa estupefacta. Parecía delgada y desesperanzada. Se inclinó inmediatamente y estalló en lágrimas ante la visión de Isabella.

– Debe ayudarme a ver al don, signorina. No tengo comida para mis bambini. Soy la Signora Bertroni. Debe ayudarme. ¡Debe hacerlo! -Se aferró a Isabella, sus gritos aumentando de volumen.

– Brigita, té de inmediato, y por favor pide a Cook que incluya panecillos dulces. Haz que Sarina te de la llave del almacén, y envía a dos criados a encontrarse con nosotras allí en pocos minutos -Isabella ayudó a la mujer a colocarse en una silla.

Brigita osciló en una rápida reverencia y se apresuró a alejarse de la viuda gemebunda. Isabella murmuró tranquilizadoras condolencias hasta que Brigita volvió con el té.

– Ahora basta, Signora Bertroni. Debemos poner manos a la obra se vamos salvar su granja para sus hijos. Seque sus ojos, y planeemos su futuro.

Las palabras y el tono tranquilizador de Isabella dieron fin al llanto salvaje y abandonado de la mujer.

– ¿Dónde está su hijo mayor? ¿Es lo bastante mayor para ayudarla?

– Está esperando fuera con los pequeños.

– Brigitta se ocupará de los pequeños mientras yo les llevo a usted y a su hijo al almacen en busca de suministros. Tengo dos hombres esperando para ayudarnos a cargar su carreta. Enviaré trabajadores a plantar sus cultivos cuando sea el momento, y su hijo puedo trabajar con ellos y aprender.

– Grazie, grazie, signorina.

En su prisa por completar su tarea, Isabella no se tomó tiempo para ponerse una capa antes de arrostrar el aire libre. Nubes grises se extendían por el cielo y lanzaban sombras oscuras por la tierra. El viento tiraba de su fino vestido, batiendo su pelo, y entumeciendo sus dedos.

El almacén estaba a alguna distancia del palazzo pero todavía dentro de los muros exteriores. Miró alrededor en busca de sus dos guardias, y entonces recordó que se los había enviado a Sarina. Brigitta no había venido con ella, así que no tenía a nadie a quien enviar de vuelta a la cocina en busca de sus guardias y su capa. Suspirando, Isabella se resignó a un frío viaje y un sermón de Don DeMarco cuando los guardias informaran de que no había permanecido donde había prometido.

El almacén era enorme, un edificio grande, gigantesco, que se erguía amenazadoramente hacia arriba muy cerca del muro exterior. Los dos sirvientes estaban esperando cuando Isabella y la Signora Bertroni se apresuraron a subir hasta ellos.

Tomó algo de tiempo encontrar antorchas y lámparas para iluminar adecuadamente el cavernoso almacén a fin de encontrar los suministros que necesitaban. Después Isabella dirigió a los dos hombres y al joven hijo de la Signora Bertram para cargar grano y frutos seco en suficiente cantidad como para mantener a la familia a través de la fría estación. Anotó cuidadosamente cada artículo en un pergamino que entregar a Don DeMarco. La tarea llevó más de lo que esperaba, y la noche había caído para cuando la carreta estuvo cargada.

Isabella se percató justamente de lo fría que estaba realmente cuando se giró para extinguir las antorchas. Llegó poco a poco entonces. Lento. Insidioso. Ese terrible conocimiento que retorcía el estómago de que no estaba sola. Miró alrededor cuidadosamente, pero sabía que la entidad la había encontrado.

Le parecía mal enviar a la viuda y sus hijos solos a la granja sin una escolta cuando el viento estaba aullando una vez más y la carreta estaba pesadamente cargada. Temía por ellos en la oscuridad con el rencoroso y malevolente ser esperando para golpear.

– Será mejor que vayáis con la Signora Bertroni -dijo a los dos sirvientes-. Escoltad la carreta hasta la granja, descargadla, y permanecer por la noche si es necesario e informad de vuelta en la mañana.

La molestia cruzó la cara del hombre más joven.

– Yo tengo una casa a la que ir. Una mujer esperando por mí. Hace frío y es tarde. Deje ir a Carlie -Señaló al hombre más viejo con un tirón de su pulgar.

– Deben ir ambos -dijo Isabella severamente, su expresión en cada pedazo la de una aristocratica-. No podeis permitir que esta mujer y sus hijos viajen sin escolta en la oscuridad. No oiré nada más sobre ello.

El hombre la miró fijamente, sus ojos negros chasqueando con furia reprimida. Por un momento su boca trabajó haciendo pensar que estallaría en una protesta, pero apretó los labios en una dura línea y la pasó rozando, golpeándola con fuerza suficiente como para hacerla trastibar. Siguió adelante sin una disculpa, sin mirar atrás.

Isabella le miró fijamente, preguntándose si de algún modo había puesto a la viuda en peligro al proporcionarle una escolta amargada y renuente. Estremeciéndose incontrolablemente, se apresuró a apagar de un soplo el resto de las luces, con la excepción de una linterna que necesitaba para iluminar su camino de vuelta al castello.

Através de la puerta abierta pudo ver la neblina cubriendo el terreno. La niebla era espesa y se arremolinaba como un sudario gris y blanco en la oscuridad.

– Justo lo que necesito -masculló en voz alta, tanteando en su bolsillo en busca de la llave de la puerta del almacén. No estaba allí.

Sostuvo la linterna en alto, buscando por el suelo alrededor, intentando localizar el punto exacto donde el sirviente más joven había tropezado bruscamente con ella. La llave debía haberse deslizado de su falda cuando la envió tambaleando hacia atrás.

Un torrente de inyectivas explotó en el umbral, llenas de odio y aterradoras. El corazón de Isabella saltó, y se dio la vuelta para ver al joven sirviente, su cara retorcida por la malicia, cerrando la pesada puerta.

– ¡No! -Isabella se abalanzó hacia él, su corazón palpitando de miedo. La puerta se cerró de golpe sólidamente, aislándola del mundo exterior, aprisionándola dentro del enorme almacén sin calor y sin capa.

Colocando cuidadosamente la linterna en el suelo, Isabella intentó empujar la pesada puerta. Estaba cerrada, el misterio de la llave perdida estaba resuelto. El sirviende debía ser un adepto en vaciar bolsillos y la había extraído limpiamente cuando la había golpeado. Se quedó muy quieta, temblando en el aire frío, consciente de lo húmedos que estaban sus zapatos. Sus pies estaban congelados. Descansó la cabeza contra la puerta, cerrando los ojos brevemente con desmayo. La luz de la linterna lanzaba un círculo oscuro alrededor de ella pero no se extendia más de unos escasos centímetros más allá del ruedo de su vestido.

Tuvo miedo de moverse más profundamente hacia el interior del almacén. Quería ser capaz de gritar pidiendo ayuda si oía a alguien cerca. El frío había entrado a rastras en sus huesos, y era incapaz de detener sus indefensos estremecimientos. Frotándose las manos arriba y abajo por los brazos generó la ilusión de calidez pero poco más. Se puso en pie, paseó de acá para allá, y movió los brazos, pero sus pies estaban tan fríos que creyó que podrían hacerse pedazos.

Isabella se negó a entretenerse en la idea de que podía morir de frío. Nicola vendría a por ella. En el momento en que encontrara a su hermano con Francesca, en el momento en que viera su cama vacía, pondría la finca patas arriba buscándola, y la encontraría. Se aferró a ese conocimiento.


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