Evitó deliberadamente mirar el negro y vacío espacio del edificio oscurecido. Producía una sensación perturbadora, como si cientos de ojos la miraran desde el interior sombrío. Cada vez que su mirada saltaba inadvertidamente en esa dirección, las sombras se movían alarmantemente, y ella apartaba la mirada. Solo el silencio se extendía interminamente ante ella. Detestaba la falta de sonido, demasiado consciente del castañeteo de sus dientes y lo sola que estaba.

Un susurró de movimiento captó su atención, y su corazón se inmovilizó. Se giró para atisvar la oscuridad. El ruido llegó de nuevo. Una carrera apresurada de pies diminutos. Su corazón empezó a palpitar fuera de ritmo de terror. Acercó su mano a la linterna. Cuando sus dedos se cerraron alrededor de ella, alzó más la luz, esperando ampliar el círculo de iluminación.

Las vio entonces, un destello de cuerpos peludos corriendo a lo largo de los estantes. Su cuerpo entero se estremeció de horror. Detestaba las ratas. Podía ver sus ojos de abalorio mirándola fijamente. Las ratas deberían haberse alejado de la linterna, pero continuaban corriendo hacia ella.

Comprendió que estaban agitadas, espantadas por un depredador. Por aterradoras que fueran las ratas, lo que fuera que las asustaba lo era incluso más. Las ratas se apresuraron alrededor de sus pies, escurriéndose hacia un agujero que ella no podía ver. Chilló cuando las sintió rozar contra sus zapatos, sus tobillos, en su apresurado éxodo. Isabella aferró la linterna y estudió el cavernoso interior, intentando perforar el velo de oscuridad para ver que había hecho correr a las ratas en busca de seguridad.

Solo entonces se le ocurrió. Por mucho que detestara a las ratas, con grano y comida en el almacén, había visto solo un puñado de ellas. Debería haber habido muchas, muchas más. ¿Dónde estaban? Alzó más alto la linterna, con la boca seca de miedo. ¿Por qué no hay más ratas y ratones? ¿Donde podrían estar todas? ¿Y qué las había asustado más que su linterna, más que un humano?

Un gato aulló. Un grito agudo como el de una mujer aterrada. Otro gato contestó. Después otro. Tantos que Isabella temió que el edificio estuviera invadido de felinos. Se colocó la mano libre sobre una oreja para ahogar el creciente volumen de los gritos de los gatos. La linterna se balanceó precariamente, titilando y vacilando, y contuvo el aliento, temiendo que la llama se apagara. Cuando enderezó cuidadosamente la lámpara, estallaron las luchas, los gatos se daban zarpazos unos a otros, un continuo aullido de animales muertos de hambre desesperados por comida.

Los gatos la asechaban, ojos brillantes en la oscuridad. Uno saltó a los estantes sobre su cabeza, siseando y arañando el aire.

Aterrada, Isabella se presionó contra la puerta, intentando permanecer fuera del camino del animal. Con las orejas gachas en la cabeza, el gato gruñó hacia ella, exponiendo largas y afiladas garras y dientes puntiagudos. Aunque penosamente pequeño en comparación con un león, el animal era todavía peligroso. El gato siseó y escupió, con ojos fieros. Sin previo aviso, se lanzó al aire, extendiendo las garras hacia su cara. Isabella gritó. Balanceó la linterna hacia el gato, conectando sólidamente y lanzando al animal lejos de ella. Por un momento que le detuvo el corazón, la luz se oscureció, vaciló, la céra líquida salpicó por el suelo. Contuvo el aliento, rezando, hasta que la llama se estabilizó.

El gato chilló, aterrizó sobre sus pies, y volvió a gruñir, encorvándose mientras la observaba. Los ojos gatos sisearon y aullaron, el estrépito fue espantoso. Isabella no se atrevía a apartar los ojos del gato que la acechaba. Era pequeño, pero salvaje y hambriento. Podía hacer mucho daño. Sabía que si permanecía donde estaba, acobardada contra la puerta, los otros se unirían al atrevido atacándola. Reuniendo cada pizca de coraje que poseía, Isabella comenzó a abrise paso centímetro a centímetro hacia la antorcha más cercana.

Con su movimiento, los gatos comenzaron a agitarse, arañando el aire con sus garras, escupiendo, siseando, el pelo en su lomo y cola erizado. Algunos de ellos atacaron a los otros. Dos dieron un salto mortal desde un estante y aterrizaron con un golpe a sus pies. Uno golpeó hacia ella, arañando sus zapatos antes de alejarse de un salto. Mientras se extendía en busca de la antorcha anclada en la estantería, uno de los gatos golpeó hacia su brazo, desgarrando la manga y dejando un largo arañazo.

Encendió la antorcha con la llama de la linterna y la sostuvo en alto. Al momento los gatos gritaron en protesta, la mayor parte deslizándose de vuelta a las sombras. Pero unos pocos de los gatos más atrevidos avanzaron hacia ella, siseando su desafio. Balanceó la antorcha en un semicírculo, retirándose hacia la puerta. Después hizo unos cuantos pases vertiginosos, incluso los animales más agresivos permanecieron atrás. Solo cuando colocó la linterna sobre el suelo comprendió que ella misma estaba todavía gritando.

Isabella se deslizó hacia abajo por la puerta para sentarse sobre el suelo, colocándose una mano sobre la boca, avergonzada de su incapacidad de permanecer en calma. La pérdida de control nunca estaba permitida. Repitió las palabras en su mente, utilizando la voz de su padre. En silencio, se acurrucó en el suelo, temblando de frío, sus manos y pues entumecidos. Sostenía la antorcha como un arma, aterrada de que se consumiera antes de que Nicolai viniese a por ella.

No tenía ni idea de cuanto tiempo había pasado realmente en el almacén, parecía como si la mayor parte de la noche hubiera pasado. La vela de la linterna había ardido hasta quedar del tamaño de su pulgar, la llama vacilaba. La antorcha se había reducido a un ascua encendida. Los gatos se aventuraban ocasionalmente a acercarse a ella, pero la mayor parte de ellos se mantenían a una respetuosa distancia del círculo de luz. Estaba demasiado fría, demasiado asustada para moverse cuando la puerta finalmente empezó a abrirse rechinando.

– ¿Signorina Vernaducci? -La alta forma del Capitán Bartolmei llenaba el umbral, sus ojos se entrecerraron cuando divisó a Isabella.

Isabella alzó la cabeza, temiendo estar oyendo cosas. Sus músculos estaban dormidos, y no podía encontrar suficientes fuerzas para ponerse en pie.

El Capitán Bartolmei pronunció una imprecación sobresaltada cuando su luz se deslizó sobre ella. Al instante entró, agachándose a su lado.

– Todo el mundo está buscándola. Don DeMarco envió una partida a la granja para encontrar a la mujer a la que Brigita dijo que estaba ayudando. Él está buscándola en el bosque cercano mientras los demás recorren la ciudad.

Isabella simplemente le miró, temiendo que fuera a pedirle que se pusiera en pie. Era físicamente imposible.

– Está congelada, signorina -El Capitán Bartolmei se quitó el abrigo y se lo puso alrededor de los hombros, arrastrándola cerca de él para compartir su calor corporal.

– Parece que colecciono sus abrigos, signore -Isabella hizo un débil intento de humor, pero sus temblores no se detuvieron.

Bartolmei tuvo que levantarla, otro momento impropio y humillante en su joven vida. No pudo arreglárselas más que para rodearle el cuello con los brazos para sujetarse.

– ¡Encontrada! -gritó el Capitán Bartolmei.

– Encended el fuego de aviso en las almenas. La Signorina Vernaducci ha sido encontrada.

Isabella podía oir el grito, llevado de hombre a hombre, hablando a los buscadores de su rescate, alertando a los sirvientes de que prepararan su llegada. La palabra se extendió rápido, un fuego salvaje de rumores. Rolando Bartolmei se apresuró a cruzar el terreno accidentado y cubierto de nieve. La linterna se balanceaba alocadamente mientras la llevaba en brazos.

Se acercaron a la entrada del enorme palazzo. Nubes blancas de vapor salían de sus monturas. El niebla se arremolinaba alrededor de sus pies. Sin advertencia un enorme león saltó a lo alto de la escalera, la peluda melena salvaje, los ojos de un rojo feroz en la noche, la boca gruñendo. Rolando se quedó congelado en el lugar, después bajó lentamente a Isabella a sus pies y la empujó tras él, una pequeña protección si la bestia atacaba.


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