Lucca arqueó una ceja a su guardiana.

– Un Vernaucci nunca está gruñón. O fuera de lugar. Apenas puedo ir al servicio por mí mismo, y ella se niega, se niega, a llamar a un sirviente masculino. Lo siguiente que sabré es que me pedirá que la deje asistirme. -Sonaba ultrajado.

Francesca intentó mostrarse indiferente.

– Si te avergüenza tu aspecto, sopongo que puedo darte algo para cubrirte.

– ¿No tienes vergüenza? -casi rugió Lucca. Eso provocó otro espasmo de tos. Francesca le sostuvo diligentemente-. ¿Pasas mucho tiempo mirando cuerpos desnudos de hombres? -Su mirada ardiente debería haberla chamuscado-. Tengo intención de tener unas palabras con el tuo fratello. Tiene mucho por lo que responder.

Francesca ocultó una sonrisa tras de su mano.

– Yo no soy asunto suyo, signore.

– Lucca, se está burlando de ti -explicó Isabella, ocultando su propia sonrisa. Lucca parecía débil y delgado, pero había sido siempre de personalidad enérgica, y estaba feliz de verle emerger bajo las cadenas de su enfermedad-. Eres un paciente terrible.

– ¿Isabella? -Sarina abrió la puerta después de un golpe mecánico-. Don DeMarco desea una audiencia inmediatamente en su ala.- Condujo a la joven a su cargo al salón, bajando la voz para evitar que Lucca oyera-. Los sirvientes han llegado de la granja junto con la Viuda Bertroni.

Francesca las siguió hasta el salón.

– Tiene al hombre que te encerró en el almacén. Nicolai le condenará a muerte.

El aliento de Isabella se atascó en su garganta. Miró fijamente a su hermano a través de la puerta abierta. Lucca intentaba incorporarse por sí mismo.

– ¿Qué pasa, Isabella? ¿Algo va mal?

Ella sacudió la cabeza.

– Debo ir con Don DeMarco. Tú solo descansa, Lucca. Francesca cuidará de ti.

– No soy un bambino, Isabella -espetó él, pareciendo amotinado-. No necesito una niñera.

Francesca asumió su mirada más arrogante.

– Si, la necesitas. Eres demasiado arrogante y terco para admitirlo -Ondeó la mano hacia Isabella-. No te preocupes. No importa lo que diga, me ocuparé de que tome sus medicamentos-. Cerró firmemente la puerta.

Isabella se encontró a sí misma sonriendo apesar de lo sombrío de la situación. Siguió a Sarina subiendo las largas escaleras de caracol hasta la enorme ala del palazzo reservada a Don DeMarco. No tenía ni idea de que pensar o sentir, al enfrentarse a la persona que la había encerraco con los gatos feroces y el gélido frío. Se había marchado a la granja de la viuda y no pensó nunca en enviar palabra para que alguien la sacara. Debía habérsele ocurrido que podría no sobrevivir a la noche, pero no había vuelto a liberarla.

Con algo de aprensión entró en los aposentos del don. Sus dos capitanes, Sergio Drannacia y Rolando Bartolmei, estaban allí junto a los dos criados de la cocina y la viuda. Isabella cruzó la habitación hasta el costado de Nicolai, tomando su mano mientras él la sentaba en una silla de respaldo alto. Podía oler el miedo en la habitación. Podía oler la muerte. Tenía un hedor feo y pungente, y la enfermaba.

Sintió las manos de Nicolai sobre sus hombros, dándole una sensación de seguridad y confort a pesar de su trepidación. Cuando miró directamente al hombre que la había encerrado en el almacén, vio que éste sudaba profusamente.

– Isabella, por favor cuéntanos que ocurrió -animó Nicolai amablemente.

Ella extendió la mano hacia arriba para entrelazar sus dedos con los de él.

– ¿Qué vas a hacer, Nicolai? -Su voz era firme, pero por dentro estaba temblando.

– Solo cuéntanos que ocurrió, cara, y yo decidiré que hay que hacer, como he estado haciendo la mayor parte de mi vida -la tranquilizó.

– No entiendo de qué va todo esto -comenzó la viuda.

Don DeMarco emitió un suave y amenazador sonido, cortando cualquier otra especulación. Sus ojos ardían de furia. Los sirvientes se retorcieron visiblemente, y la viuda cambió de color.

– Brigita me pidió ayuda para la Signora Bertroni, porque su granero había ardido hasta los cimientos y su marido muerto recientemente -dijo Isabella-. La familia necesitaba sobrevivir hasta el verano. Tú estabas ocupado, como lo estaban Betto y Sarina. La llevé al almacén, dentro de los muros del castello -Levantó la mirada hacia Nicolai-. Mantuve mi promesa.

– Estamos aquí para encontrar al culpable de intento de asesinato, cara, no para acusarte de nada -Nicolai rozó los labios contra la oreja de ella. Quería dejar abundantemente claro a todos los presentes que Isabella era su dama, su corazón, y su vida. La buena Madonna podía tener piedad en el alma para cualquiera que intentara hacerla daño; no encontrarían ninguna por su parte-. Continúa con lo que ocurrió, Isabella.

– Hice que enviaran dos sirvientes para ayudarnos -Señaló a los dos hombres-. Esos dos de ahí. La carreta estaba cargada, muy pesada, y había caído la noche. Yo temía por la Signora Bertroni y sus bambini. Ordené a los dos hombres que acompañaran la carreta a la granja -Asintió hacia el hombre mayor- Él estuvo de acuerdo sin disensión, pero aquel -miró al hombre más joven- se enfadó. Me golpeó mientras salía del almacén. Yo me quedé para apagar las antorchas. La puerta se cerró y atrancó tras de mí. Debió quitarme la llave de la falda.

Ante sus palabras los rasgos de Nicolai se quedaron cuidadosamente en blanco, solo sus ojos estaban vivos. Las llamas parecían haber desaparecido, para ser reemplazadas por puro hielo. Hubo un súbito escalofrío en la habitación. La voz de Isabella fue apenas audible.

– Me encerró deliberadamente. -Apesar de su resolución de permanecer tranquila, se estremeció ante el recuerdo.

– ¡No! ¡Dio, ayúdame! ¡No sé que ocurrió! ¡No! -explotó el sirviente. Saltó sobre sus pies, pero Sergio le cogió los hombros y le tiró de vuelta a la silla.

– Yo no sabía lo que había hecho, Don DeMarco -Gritó el sirviente más viejo, Carlie, obviamente horrorizado-. No vi a la signorina una vez nos ordenó marchar.

– Ni yo -añadió la viuda, retorciéndose las manos- La buena Madonna puede matarme en el acto si miento. Yo nunca la habría dejado allí. Fue un ángel para mí. Un ángel. Debe creerme, Don DeMarco.

Rolando gesticuló hacia la viuda y el otro criado de la cocina, indicándoles que le siguieran hasta la puerta.

– Grazie por su tiempo. Signora Bertroni, será escoltada de vuelta a su granja -Gesticuló hacia los guardias fuera de la puerta para que se llevaran a la viuda y el sirviente del ala del don.

Nicolai rodeó la silla de Isabella, bloqueándole la vista del abyecto criado. Se llevó los dedos de ella a la boca.

– Vuelve a tu dormitorio, piccola. Esto termina aquí -Su voz era amable, incluso tierna, completamente en contradicción con sus ojos fríos como el hielo.

Isabella se estremeció.

– ¿Qué vas a hacer?

– No te preocupes más por esto, Isabella. No hay necesidad-. Rozó un beso en su sedosa coronilla.

El sirviente estalló en un torrente de llanto, de súplicas. Isabella se sobresaltó. Envolvió los dedos alrededor de la muñeca de Nicolai.

– Pero yo soy parte de esto, Nicolai. No lo has oído todo. No estabamos solos en el almacén. Sentí la presencia del mal -Susurró las palabras, temiendo permitir que algún otro lo oyera-. No se ha acabado.

Nicolai se giró para mirar al sirviente, sus ojos fríos y duros.

– Se acabó. Estoy mirando a un hombre muerto.

Su voz la dejó fría. El sirviente chilló una protesta, encomendándose a la piedad de Isabella, disculpándose profusamente, negando haber sabido lo que estaba haciendo.

– Nicolai, por favor, escúchale bien -dijo, manteniendo la mirada del don con la propia. Sentía la energía en la habitación, la sutil influencia del mal alimentando la furia y el disgusto. Alimentar el miedo del sirviente junto con el suyo propio. Miró a los dos capitanes, notando que estaban observando al sirviente con el mismo odio que su don.


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