Isabella se tragó su miedo y asintió.

– Nicolia ha ido a su encuentro.

– Sé que temes por Nicolai, Isabella, pero él es un maestro en la guerra. Planea cada batalla cuidadosamente. Sus hombres vigilarán sus espaldas, y puede llamar a los leones, acabará rápidamente -la tranquilizó Francesca.

Un suave golpe en la puerta anunció la llegada de Theresa. Hizo señas a Isabella, convocándola al salón.

– Ve delante, Isabella. Yo vigilaré a Lucca. -la tranquilizó Francesca.

Isabella se deslizó fuera de la habitación de su hermano para enfrentar a Theresa.

– ¿Qué pasa?

– Rolando ha enviado una petición para que llevemos los bálsamos y vendajes para los hombres y también mezclas para cataplasmas. Quieren tratar a los heridos rápidamente y después los transportarlos de vuelta al castello. La sanadora debe estar aquí. Yo tengo algún conocimiento de heridas pero muy poco. Sarina dijo que tú tenías algún conocimiento en tratar lesiones. ¿Vendrás conmigo? -Parecía muy ansiosa, visiblemente nerviosa, retorciéndose las manos.

Isabella asintió inmediatamente.

– He tratado heridas muchas veces. Estoy segura de que podemos arreglárnoslas, Theresa-. Había establecido campamentos temporales para los heridos cuando fue necesario en la finca de su padre-. ¿Has oído si hay muchos heridos? -Intentó evitar el miedo en su voz.

Theresa sacudió la cabeza.

– Un jinete salió pero no ha vuelto. Tengo caballos ensillados para nosotras, y los suministros están en una alforja. Espero que esté todo bien. Habría pedido a Sarina que me acompañara… es buena con las heridas… pero es demasiado mayor para sobrellevar el viaje fácilmente. Creí que sería mejor ir nosotras mismas.

– Estaremos bien -concordó Isabella-. Dejaremos palabra para ser relevadas tan pronto como sea posible. Te veré en unos minutos.

Isabella se apresuró a su dormitorio para recuperar su capa y sus guantes. Theresa se encontró con ella en la entrada lateral más cercana a los establos. Un caballo de carga estaba atado junto a dos monturas.

El día estaba cubierto de gris, la niebla casi impenetrable. El mundo parecía cerrado, un oscuro velo encortinaba el castello. Los animales parecían nerviosos, sus ojos rodaban, las cabezas se sacudían, los cascos se movían y sacudían con agitación. Isabella se detuvo, con la mano descansando sobre su caballo. Su estómago estaba rodando amablemente, una sutil advertencia.

– He olvidado algo, Theresa -Mantuvo la voz tranquila. La hinchazón de triunfo, la oleada de poder, se espesaba y crecía a su alrededor. Sabía que era demasiado tarde. Muy tarde.

El golpe llegó desde atrás con duro y apasionado odio. Isabella cayó al suelo, la oscuridad la reclamaba.

Se despertó, cabeza abajo, con el estómago pesado, y la cabeza palpitando. El caballo corría a través de la neblina ante la urgencia de Theresa. Con las manos atadas juntas y Theresa sujetándole cabeza abajo mientras montaba, Isabella se sintió enferma, horriblemente enferma, y vomitó dos veces, antes de que Theresa detuviera al sudoroso animal y desmontara. Isabella se deslizó de la grupa del caballo y cayó, sus piernas demasiado gomosas para mantenerla. Con las manos atadas ante ella, se limpió la boca lo mejor que pudo mientras miraba cuidadosamente a su alrededor. Estaba en algún lugar cerca del paso.

Theresa paseaba de acá para allá, su furia crecía a cada paso. Se dió la vuelta para mirar a Isabella.

– No estarás tan tranquila cuando él llegue ahí.

– Por él, presumo que quieres decir Don Rivellio. -Isabella mantuvo la voz baja-. Tú eres el traidor que ha estado proporcionándole información.

Theresa alzó la barbilla, sus ojos brillaban peligrosamente.

– Llámame lo que quieras. Tú eres el cebo perfecto para atraerle a este valle. Es tan cobarde, enviando a sus hombres a una muerte segura, pero incluso con toda la información que le he proporcionado, no pude atraerle dentro hasta que prometí entregarte. Sabe que si te tiene, Don DeMarco intercambiará su propia vida por la tuya. -Había una mofa en su voz.

– ¿Cómo sabría tal cosa? -preguntó Isabella suavemente.

Theresa se encogió de hombros.

– Yo haría cualquier cosa por tener a Don Rivellio en este valle. Él cree que lo tiene todo planeado, pero no sabe nada de los leones. Sus hombres serán derrotados, y a él le mataré yo misma -Su voz contenía extrema satisfacción-. Merece la muerte después de lo que hizo a mi hermana -Giró la cabeza para mirar a Isabella-. Y tú te lo mereces por robarme a mi marido.

Isabella miró a Theresa con sorpresa. Su cabeza latía con tanta fuerza que por un momento creyó que no había oído correctamente. Rápidamente refrenó palabras de negativa. Theresa no estaba de humor para atenerse a razones, ni creería sus protestas de inocencia. Solo servirían para enfadarla más.

– ¿Theresa, mataste al sirviente que me encerró en el almacén?

– Yo no le maté -negó ella-. Me oyó dando información a uno de los hombres de Rivellio. Ellos le mataron. No hubo nada que yo pudiera hacer. No podía permitir que nadie lo supiera, así que borré las pisadas alrededor del cuerpo.

– Puedo entender que quieras matar a Don Rivellio, pero es imposible. Tendrá guardias, Theresa, incluso si viene. ¿Cómo crees que es posible que seas capaz… -se interrumpió cuando todo empezó a encajar como las piezas de un puzzle en su mente. El abrigo y el vestido destrozados en su armario. La voz femenina llamándola, atrayéndola escaleras arriba hasta el balcón. Una voz como la de Francesca DeMarco. La mujer del mercado con largo pelo negro, con rasgos DeMarco. Como Francesca, solo que no Francesca. El león siguiéndola a través de las estrechas calles y mirándola con ojos llenos de odio. Los rastros del león en la nieve rodeando el cuerpo del sirviente. El león paseando tras Rolando Bartolmei. Francesca DeMarco podía convertirse en la bestia. Y Theresa era prima hermana de Nicolai y Francesca.

Isabella sacudió la cabeza.

– Theresa, piensa en lo que estás haciendo.

– Estoy haciendo lo que debería haberse hecho cuando él tomó a mi hermanita contra su voluntad y la utilizó como lo hizo. Nicolai debería haber enviado asesinos a matarle. -La voz de Theresa siseaba con odio-. ¡Era una bambina! Rivellio la destruyó. Ahora es una cáscara vacía. Es horrendo que pueda librarse de tal cosa.

– Hizo asesinar al mio padre -dijo Isabella suavemente-. Torturó al mio fratello y le habría ejecutado-. Alzó las manos atadas y apartó el pelo que se volcaba alrededor de su cara. Cuando levantó la mirada, su estómago dio otro sobresalto, su corazón empezó a palpitar ruidosamente, y saboreó el miedo en su boca.

A través de la niebla gris podía ver soldados montando en apretada formación alrededor de una figura imponente.

– Vete, Theresa. Todavía puedes escapar antes de que ponga sus manos en ti -susurró Isabella, la sangre drenada de su cara. Luchó por ponerse en pie. Nunca enfrentaría a un enemigo acobardada y encogida. Sin pensarlo conscientemente, colocó su cuerpo protectoramente delante de la otra mujer-. No te han visto aún. Corre. Puedes escapar.

Isabella mantuvo los ojos fijos en el hombre que montaba en medio del grupo. A ella le parecía un demonio. Era el mal encarnado, cada pedazo tan retorcido como la entidad que se alimentaba del odio y los celos en el valle. Isabella sintió la ráfaga de frío, sintió una extraña desorientación cuando la malevolencia comenzó a extenderse ansiosamente para abrazar a Don Rivellio, desertando de todos los demás ahora que tenía una mente malvada a la que controlar.

Tras ella, Theresa gimió suavemente.

– ¿Qué he hecho? ¿Qué me ocurre? Rolando nunca me perdonará lo que he hecho -Rodeó a Isabella, deslizando una hoja afilada limpiamente a través de las cuerdas. El estilete fue presionado en la palma de Isabella-. Cuando permita que la bestia emerga, huye, escapa a los bosques. Es todo lo que puedo darte -Un sollozo fluyó, pero Theresa lo contuvo, luchando por controlarse.


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