Me rasqué la cabeza pero empecé a leer. Algunos indicaban más de un transportista, muchos tres o cuatro. Por ejemplo, encontré Thunder Bay a Santa Catalina el 15 de junio vía GSL, cancelado, vía PSL, cancelado, y finalmente realizado por un tercer transportista con otra cotización. Tenía que haberme traído la lista de mi primo de las líneas marítimas de los Grandes Lagos. Fruncí las cejas. PSL debía ser la compañía de Bledsoe, la Pole Star. GSL era quizá la Grafalk Steamship. Pero había docenas de iniciales. Necesitaba un guía.

Miré la agenda de Boom Boom y saqué los formularios que coincidían con las fechas marcadas en el verano anterior. Había catorce de aquellos días. Como los formularios estaban por orden de fechas, fue fácil encontrar las que quería, aunque a menudo había más de un registro para cada fecha. Había treinta y dos registros juntos. Veintiuno eran envíos con contratos múltiples, ocho de los cuales acababan con GSL. De los otros once, cinco eran de GSL. ¿Qué significaba aquello? Si GSL era la compañía de Grafalk, la Eudora hacía muchos negocios con ellos. Pero Grafalk me había dicho que era la mayor compañía de los lagos, así que no era de extrañar. PSL había perdido siete envíos a favor de GSL pero había conseguido dos en agosto. Sus tarifas de agosto eran más bajas que las de junio; puede que aquélla fuera la razón.

Miré mi reloj. Eran casi las tres. Si iba a ir al velatorio de Kelvin, tendría que pasar por casa a ponerme un vestido. Reuní todas las carpetas y las llevé a una agencia que hay en el quinto piso de mi edificio, donde hacen servicios de secretariado para personas como yo que trabajan solas. Les pedí que me hiciesen una copia de cada uno de los formularios y los volviesen a archivar en orden de fecha. El hombre que estaba tras el mostrador pareció encantado, pero en la trastienda alguien gruñó.

Conduje hasta casa y me cambié rápidamente. Me puse el traje azul marino que me había puesto en el funeral de Boom Boom. Tardé muy poco en llegar al sur. No eran más que las cuatro y media cuando llegué a la capilla funeraria. Un bungalow de ladrillo oscuro entre la 71 y Damen, con un césped impecable en una pulgada de terreno, había sido convertido en capilla funeraria. Una parcela vacía junto al lado sur estaba repleta de coches. Encontré un lugar para el Lynx en la 71 y entré en la capilla. Era la única persona blanca que había allí.

El cuerpo de Kelvin estaba extendido en un ataúd abierto rodeado de lirios de cera y velas. Hice la parada obligatoria para mirar. Yacía vestido con su mejor traje; su rostro reposaba con el mismo aspecto inexpresivo con el que me había topado el martes por la noche.

Me volví para dar mis condolencias a la familia. La señora Kelvin estaba muy digna, envuelta en un vestido de lana negra y rodeada de sus hijos. Estreché la mano de una mujer de mi edad con traje negro y collar de perlas, de dos hombres más jóvenes y de la señora Kelvin.

– Gracias por haber venido, señorita Warshawski -dijo la viuda con su voz profunda-. Estos son mis hijos y mis nietos. -Me dijo sus nombres y yo les dije lo mucho que lo sentía.

La pequeña habitación estaba llena de amigos y parientes, mujeres de gran busto estrujando sus pañuelos, hombres con traje oscuro y niños insólitamente callados. Se acercaron un poco más a la familia en duelo mientras yo estaba con ellos: protección contra la mujer blanca que condujo a Kelvin a la muerte.

– Ayer le hablé de un modo desconsiderado -dijo la señora Kelvin-. Creía que usted debía saber algo de lo que iba a pasar en el apartamento.

Hubo un ligero murmullo de asentimiento en el grupo que estaba detrás de mí.

– Aún creo que usted debía saber algo de lo que iba a pasar. Pero culpar a la gente no devolverá la vida a mi esposo -sonrió apenas-. Era un hombre muy terco. Podía haber pedido ayuda si se dio cuenta de que alguien estaba entrando en el piso. Debía haber pedido ayuda, haber llamado a la policía -de nuevo el murmullo de asentimiento de la gente que estaba a su alrededor-. Pero una vez que supo que alguien estaba atracando, quiso solucionarlo todo él solo. Y eso no es culpa de usted.

– ¿Tiene la policía alguna pista? -pregunté.

La joven de negro sonrió amargamente. Hija o nuera; no lo recordaba.

– No van a hacer nada. Tienen las fotos, la película de la cámara oculta que estaba mirando papá, pero los asesinos llevaban las manos y las caras cubiertas. Así que la policía dice que si nadie puede reconocerlos, no hay nada que hacer.

La señora Kelvin habló tristemente:

– No dejamos de decirles que allí pasaba algo; que usted lo sabía. Pero no van a hacer nada. Se lo toman como un asesinato más de un negro y no van a mover un dedo.

Miré hacia el grupo. La gente me miraba fijamente. No con hostilidad; más bien como si fuera un bicho raro, quizá un íbice.

– Ya sabe que mi primo murió la semana pasada, señora Kelvin. Cayó desde un muelle bajo la hélice de un carguero. No hubo testigos. Estoy intentando averiguar si se cayó o fue empujado. Si lo descubro, y descubro quién lo hizo, serán con toda probabilidad los mismos que mataron al señor Kelvin. Ya sé que atrapar al asesino es magro consuelo en medio de su gran dolor, pero es lo mejor que puedo ofrecer, tanto para usted como para mí.

– La niñita blanca triunfará allí donde la policía ha fallado -la persona que estaba detrás de mí hablaba suavemente pero en alta voz y unos cuantos se rieron.

– iAmelia! -la señora Kelvin fue muy rotunda-. No es necesario ser grosera. Ella no quiere más que ser amable.

Miré a mi alrededor fríamente.

– Soy detective y he conseguido muy buenos resultados -me volví de nuevo hacia la señora Kelvin-: Le haré saber lo que voy descubriendo.

Le estreché la mano y me marché, dirigiéndome hacia la Dan Ryan y el Loop. Ya eran las cinco pasadas y el tráfico apenas se movía. Catorce carriles y todos parachoques con parachoques entre altos muros de cemento. El humo de los camiones se mezclaba con el aire quieto y húmedo. Cerré las ventanillas y conseguí quitarme la chaqueta. A la orilla del lago hacía mucho frío, pero en la hondonada de la autopista el aire era sofocante.

Avancé pulgada a pulgada hasta el centro y me salí de la autopista en Roosevelt Road. Las oficinas centrales de la policía están entre State y Roosevelt, buen sitio, muy cerca de la delincuencia. Quería ver si alguien me daba información sobre Kelvin.

Mi padre había sido sargento, y trabajaba sobre todo fuera del distrito veinticinco, en la parte sur. El edificio de ladrillo de la calle 12 me trajo una punzada de nostalgia. Allí seguía el mismo linóleo, los mismos muros cenicientos con pintura amarilla descascarillada. Unos pocos hombres agobiados y gordos tras los escritorios atendían a todo el mundo, desde los conductores que pagaban una fianza por su carnet hasta mujeres que intentaban ver a hombres detenidos por asalto. Esperé mi turno en la cola.

El oficial de turno con el que al fin hablé llamó por un micrófono:

– Sargento McGonnigal, aquí una señora que quiere verle referente al caso Kelvin.

McGonnigal salió unos minutos más tarde, grande, musculoso, vistiendo una camisa blanca arrugada y pantalones marrones. Nos habíamos conocido un par de años antes, cuando él estaba en la parte sur, y me reconoció inmediatamente.

– ¡Señorita Warshawski! Me alegro de verla. -Me condujo por los pasillos de linóleo hasta una diminuta habitación que compartía con otros tres hombres.

– Encantada de verle, sargento. ¿Cuándo le destinaron al centro?

– Hace seis o siete meses. Me asignaron el caso Kelvin anoche.

Le expliqué que el asesinato había tenido lugar en el apartamento de mi primo y que quería saber cuándo podría volver y ordenar sus papeles. McGonnigal expresó las condolencias habituales por la muerte de Boom Boom. Era admirador suyo, etc., y dijo que casi habían acabado de revisar el apartamento.


Перейти на страницу:
Изменить размер шрифта: