– ¿Ha encontrado algo? Creo que en las filmaciones aparecen dos hombres entrando. ¿Hay huellas?

Hizo una mueca.

– Eran demasiado listos para eso. Encontramos la huella de un zapato en los papeles. Uno de ellos lleva botas de montaña Arroyo del número doce. Pero eso no nos dice gran cosa.

– ¿De qué murió Kelvin? No le dispararon, ¿verdad?

Sacudió la cabeza.

– Alguien le dio un golpe fortísimo en la mandíbula y le rompió el cuello. Puede que sólo quisieran dejarle inconsciente. ¡Dios! ¡Vaya puño! No coincide con ninguno de nuestros fichados.

– ¿Cree que es un vulgar atraco?

– ¿Qué otra cosa podría ser, señorita Warshawski?

– No se llevaron nada de valor. Boom Boom tenía un estéreo, algunos gemelos de fantasía y otras cosas, y todo seguía allí.

– Bueno, suponga que Kelvin sorprendió a los chicos. Luego se dieron cuenta de que le habían matado en lugar de dejarle sin sentido, como pretendían. Así que se pusieron nerviosos y se marcharon. No sabían si iba a venir alguien más a buscar al tipo si él no bajaba en un cierto tiempo.

Entendía lo que quería decir. Puede que estuviese haciendo una montaña de un grano de arena. Puede que estuviese trastornada por la muerte de mi primo y quisiera convertirla en algo más que un accidente.

– No estará usted pensando en meterse en esto, ¿verdad?

– Estoy metida, sargento: ocurrió en el apartamento de mi primo.

– Al teniente no le va a gustar si se entera de que está usted revolviendo el caso. Ya lo sabe.

Lo sabía. El teniente era Bobby Mallory, y a él no le gustaba que me metiese en el trabajo de la policía, sobre todo en los casos de asesinato.

Sonreí.

– Si me encuentro con cualquier cosa rebuscando entre los papeles de mi primo, no creo que le moleste mucho.

– Dénos al menos la oportunidad de hacer nuestro trabajo, señorita Warshaswki.

– Hablé con la familia de Kelvin esta tarde. Ellos no están muy seguros de que ustedes se estén molestando demasiado.

Dio una palmada sobre su escritorio. Los otros tres hombres de la habitación hicieron como que seguían trabajando.

– ¿Por qué demonios fue usted a hablar con ellos? Uno de los hijos vino por aquí a meterse conmigo. Hacemos lo que podemos. ¡Pero, por Dios, no tenemos ni una maldita cosa para empezar más que dos fotos que nadie puede identificar y una bota de la talla doce!

Sacó de mala manera una carpeta de un montón de papeles de encima de su escritorio, cogió una fotografía y me la tendió. Yo la cogí. Era una foto fija de la película de TV, con los dos hombres entrando en casa de Boom Boom. Dos hombres, uno con vaqueros y el otro con pantalones de trabajo. Ambos llevaban cazadoras de cuero y pasamontañas sobre la cara. McGonnigal me tendió otras dos fotos fijas. En una se les veía saliendo del ascensor, de espaldas. Otra les mostraba caminando por el pasillo, encogidos para disimular su altura. Se les veían muy bien las manos: llevaban guantes de cirujano.

Devolví las fotos a McGonnigal.

– Buena suerte, sargento. Se lo haré saber si me encuentro con algo… ¿Cuándo puedo recuperar las llaves de la casa?

Dijo que el viernes por la mañana y me advirtió que fuese muy, muy prudente. La policía siempre me está diciendo lo mismo.

10

Por las escotillas

Desde mi apartamento intenté llamar de nuevo al agente de Boom Boom, aunque ya eran las seis pasadas. Igual que yo, Fackley trabajaba a horas poco corrientes. Estaba, y contestó él mismo al teléfono. Le dije que quería ponerme en contacto con Pierre Bouchard, estrella de los Halcones y cliente suyo. Fackley me dijo que estaba en su ciudad natal, Quebec, jugando el Coeur d'Argent, un torneo de exhibición de hockey. Fackley me dio su número de teléfono de Chicago y acordó verme el miércoles siguiente para revisar los papeles de Boom Boom.

Intenté llamar a la Pole Star pero nadie contestó. No había mucho más que pudiese hacer aquella noche. Llamé a Lotty y nos fuimos a cenar juntas y luego a ver Carros de fuego.

Las fotocopias de los contratos de embarque de la Eudora estaban listas a las diez de la mañana siguiente. Las metí en un bolso grande de lona. Envolví los originales en papel marrón fuerte y les puse cinta adhesiva. Al ponerme a escribir el nombre de Janet encima, me di cuenta de que no sabía su apellido. Las mujeres no tienen más que nombres en el mundo de los negocios. Lois, Janet, el señor Phillips, el señor Warshawski. Por eso uso yo mis iniciales.

Llegué al puerto antes de comer y le dejé el paquete a la recepcionista de la Eudora. Luego me fui hasta la entrada principal, donde Grafalk y Bledsoe tenían sus oficinas. El guarda me dio un poco la lata porque no tenía pase, pero le convencí de que tenía que hablar con alguien de la Pole Star, y él me dio un permiso de dos horas.

La Pole Star Line ocupaba sólo dos habitaciones en uno de los edificios de color arena que estaban al final del embarcadero. Aunque eran mucho más pequeñas que las de la Grafalk, sus oficinas tenían el mismo caos organizado de ordenadores, mapas y teléfonos. Los manipulaba todos en una sinfonía electrónica una atareada pero amistosa joven que se desprendió del teléfono el tiempo suficiente para decirme que Bledsoe estaba en el silo 9, con el Lucelia. Me dio unas someras indicaciones -estaba unas cuantas millas río Calumet abajo- y volvió a su frenética actividad telefónica.

Phillips salía del edificio de Grafalk cuando yo iba hacia mi coche. No estaba seguro de haberme reconocido, así que resolví el problema diciéndole adiós con la mano.

– ¿Qué está usted haciendo aquí? -preguntó.

– Apuntándome a una clase de ballet acuático.

Se puso rojo otra vez.

– Supongo que sigue usted haciendo preguntas sobre su primo. ¿Más cabezas de Hidra?

Me sorprendió comprobar que podía ser irónico.

– No quiero dejar cabos sueltos. Tengo que hablar aún con la tripulación del Lucelia antes de que zarpe.

– Bueno, se dará usted cuenta de que ha desperdiciado mucha energía en algo que no merece la pena. Esperemos que lo descubra pronto.

– Me muevo tan rápido como puedo. Supongo que el ballet acuático me servirá de algo.

Resopló y se encaminó a su Alfa verde. Cuando yo me subía al Lynx, le oí pasar rugiendo, escupiendo gravilla.

El silo 9 no era uno de los de la Eudora, sino que pertenecía a la Cooperativa Tri State. Una verja de malla separaba el patio del silo de la carretera. Camiones oruga entraban y salían por una abertura, y había una garita pequeña a la entrada con un hombre grueso de cara enrojecida que leía el Sunday Times. El Lynx llegó traqueteando sobre los baches hasta la garita, donde Cararroja dejó su periódico de mala gana y me preguntó qué quería.

– Necesito hablar con Martin Bledsoe o John Bemis.

Me dejó pasar. No me parecía gran cosa como sistema de seguridad. Fui sorteando los baches y entré en un patio de grava. Un par de furgones se movían lentamente por los raíles laterales y yo me quedé un instante mirando cómo la grúa los metía en el silo y los descargaba. Asombroso proceso, en verdad. Entendía por qué a mi primo le intrigaba tanto.

Rodeé el silo para llegar al muelle donde se encontraba el Lucelia.

Era un barco enorme y me embargó una sensación de misterio y temor. El gigante estaba momentáneamente tranquilo, sujeto por cables de acero de tres pulgadas de grosor: una enorme araña anfibia inmóvil atrapada en su propia tela. Pero cuando empezara a moverse, ¿qué revolvería en las profundidades tan gigantesca quilla? Miré al agua negra lamiendo el casco y me sentí mareada y algo confusa.

Partículas de polvo de cereal flotaban en el aire y me alcanzaron cuando estaba contemplándolo. Nadie sabía que estaba allí. Empecé a comprender cómo Boom Boom pudo haberse caído sin que nadie se diera cuenta. Me estremecí y me dirigí al escenario de la acción.


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