Una tarde, estoy sentado tomando el sol cuando un hombre se me acerca. Lleva gafas, es bajito, flaco. Intento hacerme una idea de quién es, pero con nuestra ropa de uniforme resulta muy difícil.
– ¿Eres tú Papillon?
Tiene un acusado acento corso.
– Sí, yo soy. ¿Qué quieres de mí?
– Vente a los retretes -me dice.
Y se va.
– Ese es un cabrito corso -me dice Dega-. Seguramente, un bandido de las montañas. ¿Qué querrá de ti?
– Voy a enterarme.
Me dirijo a los retretes que están instalados en medio del patio y, una vez allí, finjo orinar. El hombre está a mi lado, en igual postura. Me dice, sin mirarme:
– Soy cuñado de Pascal Matra. En el locutorio, me dijo que si necesitaba ayuda, me dirigiese a ti de su parte.
– Sí, Pascal es amigo mío. ¿Qué quieres?
– Ya no puedo llevar el estuche: tengo disentería. No sé en quién confiar y tengo miedo de que me lo roben o que los guardianes lo encuentren. Te lo ruego, Papi, llévalo algunos días por mí.
Y me enseña un estuche mucho más; grande que el mío. Temo que me tienda un lazo y que me pida eso para saber si llevo alguno: si digo que no estoy seguro de poder llevar dos, se enterará.
Entonces, fríamente, le pregunto:
– ¿Cuánto hay dentro?
– Veinticinco mil francos.
Sin más, tomo el estuche, por otra parte muy limpio y delante de él, me lo introduzco en el ano, preguntándome si un hombre puede llevar dos. No lo sé. Me incorporo, me abrocho el pantalón… Todo va bien, no siento ninguna molestia.
– Me llamo Ignace Galgani -me dice antes de irse Gracias, Papillon.
Vuelvo al lado de Dega y, aparte, le cuento el asunto.
– ¿No te cuesta demasiado llevarlo?
– No.
– Entonces, no hablemos más.
Intentamos entrar en contacto con los exfugados, de ser posible Julot o el Guittou. Estamos sedientos de informaciones: cómo es aquello; cómo le tratan a uno; qué se puede hacer para estar junto con un amigo, etc. La casualidad hace que topemos con un tipo curioso, un caso raro. Es un corso nacido en presidio. Su padre era vigilante allí y vivía con su madre en las Islas de la Salvación. El nació en la isla Royale, una de las tres islas; las otras dos son San José y del Diablo e, ironías del destino, volvía allá no como hijo de vigilante, sino como presidiario.
Le esperaban diez años de trabajos forzados por un robo con fractura. Contaba diecinueve años y tenía un semblante abierto, de ojos claros y límpidos. Con Dega, no tardamos en ver que se trataba de un aficionado. Apenas sabe nada del hampa, pero nos será útil facilitándonos todos los informes posibles sobre lo que nos espera. Nos cuenta la vida en las Islas, donde él ha vivido catorce años. Nos enteramos, por ejemplo, de que su nodriza, en las Islas, era un presidiario, un famoso duro implicado en el caso de riña a navajazos en la Butte' por los ojos bonitos de Casque d'Or.
Nos da valiosos consejos: hay que darse el piro desde Tierra Firme, pues desde las Islas es imposible; además, procurar no ser catalogado como peligroso, pues con esa calificación, tan pronto desembarcado en Saint-Laurent-du-Maroni, puerto de arribada, le internan a uno por un tiempo o de por vida, según el grado de su calificación. Por lo general, menos del cinco por ciento de los transportados son internados en las Islas. Los demás se quedan en Tierra Firme. Las Islas son sanas, pero Tierra Firme, como ya me contara Dega, es una -porquería que chupa poco a poco al presidiario con toda clase de enfermedades, muertes diversas, asesinatos, etcétera.
Con Dega, esperamos no ser internados en las Islas. Pero se me hace un nudo en la garganta: ¿y si me califican de peligroso? Con mí perpetua, la historia de Tribouillard y la del director, estoy aviado.
Cierto día, cunde un rumor: no ir a la enfermería bajo ningún pretexto, pues, allí, los que están demasiado débiles o demasiado enfermos para soportar el viaje son envenenados. Debe tratarse de un bulo. En efecto, un parisiense, Frands la Passe, nos confirma que es un cuento. Sí, ha habido un envenenado, pero un hermano suyo, empleado en la enfermería, le ha explicado lo que pasó.
El individuo que se suicidó, gran especialista en cajas de caudales, al parecer había robado en la Embajada de Alemania, en Ginebra o Lausana, durante la guerra, por cuenta de los servicios franceses de espionaje. Se llevó documentos muy importantes que entregó a los agentes franceses. Para aquella operación, la bofia le sacó de la cárcel, donde purgaba una pena de cinco años. Y desde 1920, a razón de una o dos operaciones por año, vivía tranquilo. Cada vez que le prendían, hacía su pequeño chantaje al Deuxiéme Bureau [4], que se apresuraba a intervenir. Pero, aquella vez, la cosa no funcionó. Le cayeron veinte años y tenía que irse con nosotros. Para perder el convoy, fingió estar enfermo e ingresó en la enfermería. Una pastilla de cianuro -siempre según el hermano de Francis la Passe- acabó con el asunto. Las cajas de caudales y el Deuxiéme Bureau podían dormir tranquilos.
Por este patio corren multitud de historias, unas ciertas, otras falsas. De todas formas, las escuchamos; ayudan a pasar el tiempo.
Cuando voy al retrete, en el patio o en la celda, es menester que me acompañe Dega, a causa de los estuches. Mientras opero, se pone delante de mí, y me hurta a las miradas demasiado curiosas. Un estuche ya es toda una complicación, pero sigo llevando dos, pues Galgani está cada vez más enfermo. Y respecto a eso, un enigma: el estuche que introduzco en último lugar es siempre el último en salir, y el primero, siempre el primero. Cómo daban la vuelta en mi vientre no lo sé, pero así era.
Ayer, en la barbería, han intentado matar a Clousiot mientras le afeitaban. Dos cuchilladas en torno del corazón. Milagrosamente, no ha muerto. He sabido su historia por un amigo suyo. Es curiosa, y algún día la narraré. Aquel intento de homicidio era un ajuste de cuentas. Quien falló el golpe morirá seis años después, en Cayena, al engullir bicromato de potasa en sus lentejas. Murió en medio de espantosos dolores. El enfermero que ayudó al doctor en la autopsia nos trajo un trozo de intestino de unos diez centímetros. Tenía diecisiete perforaciones. Dos meses más tarde, su asesino fue encontrado estrangulado en su lecho de enfermo. Nunca se supo por quién.
Hace ya doce días que estamos en Saint-Martin-de-Ré La fortaleza está llena a rebosar. Día y noche, los centinelas montan guardia en el camino de ronda.
En las duchas ha estallado una reyerta entre dos hermanos. Se han peleado como perros, y a uno de ellos lo meten en nuestra celda. Se llama André Baillard. Me dice que no pueden castigarle porque la culpa es de la Administración: los vigilantes tienen orden de no permitir que los dos hermanos se junten, bajo ningún pretexto. Cuando se sabe su historia, se comprende por qué.
André había asesinado a una rentista, y su hermano, Emile, escondía la pasta. Emile es detenido por robo y le caen tres años. Un día, estando en el calabozo con otros castigados, encalabrinado contra su hermano porque no le ha mandado dinero para cigarrillos, desembucha y dice que André se las pagará: pues André es quien, explica, mató a la vieja, y el Emile, quien escondió el dinero. Por lo que, cuando salga, no le dará nada. Un preso corre a contar lo que ha oído al director de la prisión. El asunto no se demora. André es detenido y ambos hermanos condenados a muerte. En el pabellón de los condenados a muerte de la Santé, ocupan celdas contiguas. Cada uno ha presentado petición de indulto. El de Emile es aceptado a los cuarenta y tres días, pero el de André es rechazado. Entretanto, por una medida de humanidad para con André, Emile sigue en el pabellón de los condenados a muerte, y los dos hermanos dan cada día su paseo, uno detrás de otro, con los grilletes puestos.
A los cuarenta y seis días, a las cuatro y media, se abre la puerta de André. Todos están reunidos: el director, el escribano, el fiscal que ha pedido su cabeza. Es la ejecución. Pero cuando el director se dispone a hablar, llega corriendo el abogado defensor, seguido por otra persona que entrega un papel al fiscal. Todo el mundo se retira por el pasillo. A André se le ha hecho tal nudo en la garganta, que no puede tragar saliva. No es posible, jamás se suspende una ejecución en curso. Y, sin embargo, así es. Hasta el día siguiente, tras horas de angustia y de interrogación, no se enterará de que, la víspera de su ejecución, el presidente Doumer fue asesinado por Gorgulov. Pero Doumer no murió en el acto. Toda la noche, el abogado había montado guardia ante la clínica tras haber informado al ministro de justicia que si el presidente moría antes de la hora de la ejecución (de cuatro y media a cinco), solicitaba un aplazamiento por vacante de jefe de poder ejecutivo. Dotimer murió a las cuatro y dos minutos. El tiempo necesario para avisar a la Cancillería, de tomar un taxi acompañado por el portador de la orden de sobreseimiento. Aun así, llegó tres minutos demasiado tarde para impedir que abriesen la puerta de la celda de André. La pena de ambos hermanos fue conmutada por la de trabajos forzados a perpetuidad. Pues, en efecto, el día de la elección del nuevo presidente, el abogado fue a Versalles, y tan pronto fue elegido Albert Lebrun, el abogado le presentó su petición de indulto. Ningún presidente ha rechazado jamás el primer indulto que le es solicitado. “Lebrun firmó -terminó André-, y aquí me tienes, macho, vivito y coleando, camino de la Guayana.” Contemplo a este superviviente de la guillotina y me digo que, realmente, todo lo que yo he sufrido no puede compararse con el calvario por el que ha pasado él.