Huelga que os cuente lo que me hicieron. Baste saber que estuve esposado así once días. Debo la vida a Batton. Cada día echaba en mi calabozo el chusco reglamentario, pero, privado de mis manos yo no podía comerlo. Ni siquiera conseguía, apretándolo con la cabeza en las rejas, mordisquearlo. Pero Batton también me echaba, en cantidad suficiente para mantenerme vivo, trozos de pan del tamaño de un bocado. Con mi pie hacía montoncitos, luego me ponía de bruces y los comía como un perro. Masticaba bien cada pedazo, para no desperdiciar nada.

El duodécimo día, cuando me quitaron las esposas, el acero se había hincado en las carnes y el hierro, en algunos sitios, estaba cubierto de piel tumefacta. El jefe de vigilantes se asustó, tanto más cuanto me desmayé de dolor. Tras haberme hecho volver en mí, me llevaron a la enfermería, donde me lavaron con agua oxigenada- El enfermero exigió que me pusiesen una inyección antitetánica. Tenía los brazos anquilosados y no podían recobrar su posición normal. Al cabo de más de media hora de friccionarlos con aceite alcanforado, pude bajarlos a lo largo del cuerpo.

Bajo de nuevo al calabozo y el jefe de vigilantes, al ver los doce chuscos, me dice:

– ¡Vaya festín te vas a dar! Aunque no has enflaquecido mucho tras once días de ayuno. Es raro…

– He bebido mucha agua, jefe.

_¡Ah!, será eso. Ahora, come mucho para reanimarte.

Y se va.

¡Pobre idiota! Me lo ha dicho convencido de que no he comido nada en once días y de que si ahora como demasiado. de golpe moriré de indigestión. Tendrá una decepción. Al anochecer, Batton me pasa tabaco y papel. Fumo, fumo, soplando el humo en el agujero de la calefacción que no funciona nunca, por supuesto. Por lo menos, tiene esa utilidad.

Más tarde, llamo a Julot. Cree que no he comido desde hace once días y me aconseja que vaya con cuidado. Me da miedo decirle la verdad, por temor de que algún canalla pueda descifrar el telegrama al mandarlo. El tiene el brazo escayolado, la moral elevada y me felicita por haber aguantado.

Según él, el convoy se avecina. El enfermero le ha dicho que las ampollas de vacunas destinadas a los presidiarios antes de la marcha han llegado. Por lo general, suelen estar aquí un mes antes de la salida. Es imprudente, Julot, pues también me pregunta si he salvado mi estuche.

Sí, lo he salvado, pero lo que he debido hacer para guardar esa fortuna no puede describirse. Tengo crueles heridas en el ano.

Tres semanas después, nos sacan de los calabozos. ¿Qué va a pasar? Nos hacen tomar una ducha sensacional con jabón y agua caliente. Me siento revivir. Julot se ríe como un chiquillo y Pierrot el Loco irradia alegría de vivir.

Como salimos del calabozo, no sabemos nada de lo que ocurre. El barbero no ha querido contestar a mi breve pregunta, murmurada entre dientes:

– ¿Qué pasa?

Un desconocido de mala pinta me dice:

– Creo que estamos amnistiados del calabozo. Quizá temen la llegada de algún inspector. Lo esencial es seguir con vida.

Cada uno de nosotros es conducido a una celda normal. A mediodía, en mí primer rancho caliente desde hace cuarenta y tres días, encuentro un trozo de madera. En él, leo: “Salida ocho días. Mañana vacuna. “

¿Quién me lo manda?

Nunca lo he sabido. Sin duda, un recluso que ha tenido la amabilidad de avisarnos. El mensaje, seguramente, me ha llegado a mí por pura casualidad.

En seguida, aviso por teléfono a Julot: “Transmítelo. Durante toda la noche he oído telefonear. Yo, una vez mandado mi mensaje, he callado.

Me encuentro demasiado bien en la cama. No quiero líos. Volver al calabozo no me hace ninguna gracia. Y hoy, menos que nunca.

SEGUNDO CUADERNO. EN MARCHA HACIA EL PRESIDIO

Saint-Martin-de-Ré

1

Por la noche, Batton me pasa tres “Gauloises” y un papel en el que leo: Papillon, sé que te irás llevándote un buen recuerdo de mí. Soy cabo de vara, pero trato de hacer el menor daño posible a los castigados. He tomado el puesto porque tengo nueve hijos y me apremia que me indulten. Trataré, sin hacer demasiado daño, de ganarme el indulto. Adiós. Buena suerte. El convoy sale pasado mañana.

En efecto, al día siguiente nos reúnen por grupos de treinta en el pasillo del pabellón disciplinario. Enfermeros venidos de Caen nos vacunan contra las enfermedades tropicales. Para cada uno, tres vacunas y dos litros de leche. Dega está a mi lado, pensativo. Ya no se respeta ninguna regla de silencio, pues sabemos que no pueden meternos en el calabozo recién vacunados. Charlamos en voz baja ante las narices de los guardianes, quienes no se atreven a decir nada a causa de los enfermeros de la ciudad. Dega me pregunta:

– ¿Tendrán bastantes coches celulares para llevarnos a todos de una vez?

– Creo que no queda lejos, Saint-Martin-de-Ré, y si llevan a sesenta cada día, la cosa durará diez días, pues sólo aquí somos casi seiscientos.

– Lo esencial es que nos vacunen. Eso quiere decir que estamos en lista y que pronto nos encontraremos en los duros.' Animo, Dega, está a punto de empezar otra etapa. Cuenta conmigo como yo cuento contigo.

Me mira con sus ojos brillantes de satisfacción, me pone una mano en el brazo y repite:

– En la vida y en la muerte, Papi.

En el convoy, pocos incidentes dignos de mención, a no ser que nos ahogábamos, cada uno en su angosto compartimento del furgón celular. Los vigilantes se negaron a que pasase el aire, ni siquiera entreabriendo un poco las portezuelas. Al llegar a la Rochelle, dos de nuestros compañeros de furgón fueron encontrados muertos por asfixia.

Los curiosos que estaban apiñados en el muelle, pues Saint Martin-de-Ré es una isla y debíamos embarcarnos para cruzar el brazo de mar, presenciaron el descubrimiento de los dos pobre diablos. Pero no dijeron nada respecto a nosotros. Y como los gendarmes debían entregarnos en la Ciudadela, muertos o vivos cargaron los cadáveres con nosotros en el barco.

La travesía no fue larga, pero pudimos respirar un rato el aire marino. Le digo a Dega:

– Esto huele a fuga.

Se sonríe. Y Julot, que estaba a nuestro lado, nos dijo:

– Sí. Esto huele a pirárselas. Yo vuelvo allá, de donde me fugué hace cinco años. Me hice prender como un idiota cuando estaba a punto de cargarme al chivato que me había delatado hace diez años. Procuremos quedarnos juntos, pues en Saint-Martin nos meten a bulto en grupos de diez en cada celda.

Se equivocaba, el Julot. Al llegar allí, le llamaron, con otros dos, y les pusieron aparte. Eran tres evadidos del presidio, vueltos a prender en Francia, y que iban allá por segunda vez.

En celdas por grupos de a diez, comienza para nosotros una vida de espera. Tenemos derecho a hablar, a fumar, estamos muy bien alimentados. Este período sólo es peligroso para el estuche. Sin que se sepa por qué, de repente te llaman, te ponen en cueros y te registran minuciosamente. Primero, los recovecos del cuerpo hasta la planta de los pies; luego las ropas y enseres.

– ¡Vestíos!

Y nos vamos por donde hemos venido.

La celda, el refectorio, el patio donde pasamos largas horas caminando en fila. ¡Un, dos! ¡Un, dos! ¡Un, dos! Caminamos por grupos de ciento cincuenta presos. La fila es larga, los zuecos restallan. Silencio absoluto obligatorio. Luego viene el “ ¡Rompan filas! “. Todos nos sentamos en el suelo, formamos grupos, por categorías sociales. Primero, los verdaderos hombres del hampa, para quienes el origen importa poco: corsos, marselleses, tolosanos, bretones, parisienses, etcétera. Hasta hay un ardechés, que soy yo. Y debo decir, a favor de Ardéche, que sólo hay dos en este convoy de mil novecientos hombres: un guarda rural que mató a su mujer, y yo. Conclusión, los ardecheses son buenas personas. Los otros grupos se forman de cualquier modo, pues al presidio suben más cabritos que chulos. Estos días de espera se denominan días de observación. Y, verdaderamente, nos observan desde todos los rincones.


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