El fiscal es el magistrado Pradel. Es muy temido por todos los abogados colegiados. Tiene la triste reputación de ser el principal proveedor de la guillotina y de las penitenciarías de Francia y de ultramar.

Pradel representa a la vindicta pública. Es el acusador oficial, no tiene nada de humano. Representa a la Ley, la Balanza; él es quien la maneja y hará todo lo que pueda para que se incline de su lado. Tiene ojos de gavilán, baja un poco los párpados y me mira intensamente, desde toda su altura. En primer lugar, desde la altura de la tarima' que le sitúa más arriba que yo y, luego, la de su propia estatura, metro ochenta al menos, que lleva con arrogancia. No se quita la muceta colorada, pero deja el birrete delante de él. Se apoya con sus dos manos grandes como palas. Una sortija de oro indica que está casado y, en el meñique, por anillo, lleva un clavo de herradura muy pulimentado.

Se inclina un poco hacia mí, como para dominarme mejor. Parece que quiere decirme: “Muchacho, si crees que vas a escaparte de mí, estás equivocado. No se nota que mis manos sean garras, pero los zarpazos que te despedazarán están prestos dentro de mí. Y si soy temido por todos los abogados, y cotizado en la magistratura como un fiscal peligroso, es porque jamás dejo escapar a mi presa.

“No tengo por qué saber si eres culpable o inocente, tan sólo debo hacer uso de todo cuanto tengo en contra de ti: tu vida bohemia en Montmartre, los testimonios provocados por la Policía y las declaraciones de los propios policías. Con esa balumba asquerosa acumulada por el juez de instrucción, debo transformarte en un hombre suficientemente repelente para que el jurado te haga desaparecer de la sociedad. “

En verdad, me parece oírle decir, con mucha claridad, a menos que esté soñando, pues me ha impresionado muy de veras ese “devorador de hombres:

“Ríndete, acusado; sobre todo, no trates de defenderte: te conduciré al "camino de la podredumbre”. ¿Supongo que no esperarás nada del jurado, verdad? No te hagas ilusiones. Esos doce hombres no saben nada de la vida.

“Míralos, alineados frente a ti. ¿Los ves bien, a esos doce enchufados, traídos a París de un lejano pueblo de provincias? Son pequeños burgueses, jubilados, comerciantes. No es necesario que te los describa. Supongo que tampoco tendrás la pretensión de que comprendan tus veinticinco años y la vida que llevas en Montmartre… Para ellos, Pigalle y la plaza Blanche es el Infierno, y todas las gentes que llevan una vida nocturna son enemigos de la sociedad. Todos están más que orgullosos de pertenecer al jurado de la Audiencia del Sena. Además, sufren, te lo aseguro, de su postura de pequeño burgués envarado.

“Y llegas tú, joven y guapo. Comprenderás que no me andaré con chiquitas para describirte como un donjuán de las noches de Montmartre. Así, de salida, convertiré a ese jurado en un enemigo tuyo. Vistes demasiado bien, hubieses debido venir con ropas humildes. En eso, te has equivocado grandemente de táctica. ¿No ves que envidian tu traje? Ellos se visten en “La Samaritaine” y nunca, ni en sueños, les ha vestido un sastre.

Son las diez y ya estamos listos para abrir la sesión. Ante mí, están seis magistrados, entre ellos un fiscal agresivo que pondrá a contribución todo su poder maquiavélico, toda su inteligencia, en convencer a esos doce tipos de que, ante todo, soy culpable, y de que tan sólo el presidio o la guillotina pueden ser el veredicto del día.

Van a juzgarme por el asesinato de un chulo, chivato del hampa de Montmartre. No hay ninguna prueba, pero la bofia -que gana galones cada vez que descubre al autor de un delito- sostendrá que el culpable soy yo. A falta de pruebas, dirá que posee informaciones “confidenciales” que no dejan lugar a dudas. Un testigo preparado por ellos, verdadero disco registrado en el 36 del Quai des Orfévres, llamado Polein, será la pieza de convicción más eficaz de la acusación. Como sigo manteniendo que no le conozco, llega un momento en que el presidente, con mucha imparcialidad, me pregunta:

– Dice usted que ese testigo miente. Bien. Pero, ¿por qué habría de mentir?

– Señor presidente, si paso noches en blanco desde que me detuvieron, no es por el remordimiento de haber asesinado a Roland le Petit, puesto que no fui yo. Precisamente lo que busco es el motivo que ha impulsado a ese testigo a ensañarse conmigo de semejante modo y a aportar, cada vez que la acusación se debilita, nuevos elementos para fortalecerla. He llegado a la conclusión, señor presidente, de que los policías le han pillado cometiendo un delito importante y han hecho un trato con él: haremos la vista gorda, a condición de que declares contra Papillon.

No creí haber atinado tanto. El Polein, presentado en la Audiencia como un hombre honrado y sin antecedentes penales, fue detenido algunos años después y condenado por tráfico de cocaína.

El abogado Hubert intenta defenderme, pero no tiene la talla del fiscal. Sólo el abogado Botiffay logra, con su vehemente indignación, poner en dificultad algunos instantes al fiscal. Mas, ¡ay!, por poco rato, y la habilidad de Pradel no tarda en ganar ese duelo. Por si esto fuera poco, lisonjea a los miembros del jurado, orondos de orgullo al verse tratados como iguales y colaboradores por tan impresionante personaje.

A las once de la noche, la partida de ajedrez ha terminado. Mis defensores han quedado en posición de jaque mate. Y yo, que soy inocente, condenado. La sociedad francesa, representada por el fiscal Pradel, acaba de eliminar para toda la vida a un joven de veinticinco años. ¡Y nada de rebajas, por favor! El plato fuerte me es servido por la voz sin timbre del presidente Bevin.

– Levántese el acusado.

Me levanto. En la sala reina un silencio total, se han cortado las respiraciones, mi corazón late ligeramente más de prisa. Los miembros del jurado me miran o bajan la cabeza; parecen avergonzados.

– Acusado, el jurado ha contestado “sí” a todas las preguntas salvo a una, la de premeditación; por lo tanto, es usted condenado a cumplir una condena de trabajos forzados a perpetuidad. ¿Tiene algo que alegar?

No he rechistado, mi actitud es normal, tan sólo aprieto un poco más la barandilla del box en la que me apoyo.

– Sí, señor presidente; debo decir que soy inocente y víctima de una maquínación policíaca.

Del rincón de las mujeres elegantes, invitadas de postín que están sentadas detrás del Tribunal, me llega un murmullo. Sin gritar, les digo:

– Silencio, mujeres con perlas que venís aquí a gustar de emociones insanas. La farsa ha terminado. Un asesinato ha sido solucionado felizmente por vuestra Policía y vuestra Justicia, ¡Podéis estar satisfechas!

– Guardias dice el presidente-, llévense al condenado.

Antes de desaparecer, oigo una voz que grita:

– No te apures, querido, iré a buscarte allí.

Es mi buena y noble Nénette que grita su amor. Los hombres del hampa que están en la sala aplauden. Ellos saben a qué atenerse sobre aquel homicidio, y de este modo me manifiestan que están orgullosos de que no haya cantado de plano ni denunciado a nadie.

De vuelta a la salita donde estuvimos antes de abrirse la sesión los gendarmes me ponen las esposas y uno de ellos se sujeta a mí con una cadenilla, mi muñeca derecha unida a su muñeca izquierda. Ni una palabra. Pido un cigarrillo. El brigada me alarga uno y lo enciende. Cada vez que me lo quito o me lo llevo a la boca, el gendarme tiene que levantar el brazo o bajarlo para acompañar mi movimiento.

Fumo de pie casi tres cuartos del cigarrillo. Nadie dice nada. Soy yo quien, mirando al brigada, le digo:

– Andando.

Tras haber bajado las escaleras, escoltado por una docena de gendarmes, llego al patio interior del Palacio de Justicia. El coche celular que nos espera está ahí. No es celular, nos sentamos en bancos, somos unos diez, aproximadamente. El brigada dice:


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