– A la Conciergerie.
La Conciergerie
Cuando llegamos al último castillo de María Antonieta, los gendarmes me entregan al oficial de prisiones, quien firma un papel, el comprobante. Se van sin decir palabra, pero, antes, asombrosamente, el brigada me estrecha las dos manos esposadas. El oficial de prisiones me pregunta: -¿Cuánto te han endilgado? -Cadena perpetua. -¿De veras? Mira a los gendarmes y comprende que es la pura verdad. Este carcelero de cincuenta años que ha visto tantas cosas y conoce muy bien mi caso, tiene para mí estas reconfortantes palabras:
– ¡Ah, los muy canallas! ¡Están chalados!
Me quita las esposas con suavidad y tiene la gentileza de acompañarme Personalmente a una celda acolchada, habilitada ex profeso para los condenados a muerte, los locos, los muy peligrosos o los destinados a trabajos forzados.
– Animo, Papillon -me dice al cerrarme la puerta-. Ahora, te traerán algunas prendas tuyas y la comida que tienes en la otra celda. ¡Animo!
– Gracias, jefe. Puede creerme, estoy animado y espero que la cadena perpetua se les atragante.
Unos minutos después, rascan en la puerta.
– ¿Qué pasa?
Una voz me contesta:
– Nada. Soy yo, que clavo un letrero.
– ¿Para qué? ¿Qué dice?
– “Trabajos forzados a perpetuidad. Vigilancia estrecha.”
Pienso: “Están majaretas perdidos. ¿Acaso creen que la montaña que me ha caído encima puede trastornarme hasta el punto de inducirme al suicidio? Soy y seré valiente. Lucharé con y contra todos. A partir de mañana, actuaré.”
Por la mañana, tomando café, me pregunté: “¿Voy a apelar? ¿Para qué? ¿Tendré más suerte ante otro tribunal? ¿Cuánto tiempo perderé en ello? Un año, quizá dieciocho meses… Y, para qué: ¿Para tener veinte años en vez de la perpetua? “
Como he tomado la decisión de evadirme, la cantidad no cuenta y me viene a la mente la frase de un condenado que pregunta al presidente de la Audiencia: “Señor, ¿cuánto duran los trabajos forzados a perpetuidad en Francia?
Doy vueltas en torno a mi celda. He mandado un telegrama a mi mujer para consolarla y otro a mi hermana, quien ha tratado de defender a su hermano, sola contra todos.
Se acabó, el telón ha bajado. Los míos deben sufrir más que yo, y a mi pobre padre, en el corazón de su provincia, debe hacérsele muy cuesta arriba llevar una cruz tan pesada.
Me sobresalto: pero, ¡si soy inocente! Lo soy, pero, ¿para quién? Sí, ¿para quién lo soy? Me digo: “Sobre todo, no pierdas el tiempo diciendo que eres inocente, se reirían demasiado de ti. Pagarla a perpetuidad por un chulo de putas y encima decir que fue otro quien se lo cargó, sería demasiado gracioso. Lo mejor es achantarse.”
Como nunca, durante mi detención previa, tanto en la Santé como en la Conciergerie, había pensado en la eventualidad de recibir una condena tan grave, nunca tampoco me había preocupado, antes, de saber lo que podía ser el “camino de la podredumbre”.
Bien. Primera cosa que hay que hacer: tomar contacto con hombres condenados ya, susceptibles en lo porvenir de ser compañeros de evasión.
Escojo a un marsellés, Dega. En la barbería, seguramente, le veré. Va todos los días a que le afeiten. Pido ir. En efecto, cuando llego, le veo arrimado a la pared. Le percibo en el momento justo en que hace pasar subrepticiamente a otro antes que él para poder esperar más tiempo su turno. Me pongo directamente e a su lado apartando a otro. Le suelto de sopetón:
– Hola, Dega, ¿qué tal te va?
– Bien, Papi. Tengo quince años, ¿y tú? Me han dicho que te habían cascado.
– Sí, a perpetuidad.
– ¿Apelarás?
– No. Lo que hace falta es comer bien y hacer cultura física.
Procura estar fuerte, Dega, pues, seguramente, necesitaremos tener buenos músculos. ¿Vas cargado?
– Sí, tengo diez “sacos” [1]en libras esterlinas. ¿Y tú?
– No.
– Un buen consejo: cárgate pronto. ¿Es Hubert tu abogado?
Es un bobo, nunca te traerá el estuche. Manda a tu mujer con el estuche cargado a casa de Dante. Que se lo entregue a Domini- que el Rico y te garantizo que te llegará.
– Chitón, el guardián nos mira.
– ¿Qué? ¿Se aprovecha la ocasión para charlar?
– ¡Oh! De nada importante -responde Dega. Me dice que está enfermo.
– ¿Qué tiene? ¿Una indigestión de tribunal?
Y aquel memo de guardián suelta una carcajada.
Es así la vida. El “camino de la podredumbre”, ya estoy en el. Se ríen a carcajadas, guaseándose de un chaval de veinticinco años condenado para toda su existencia.
He recibido el estuche. Es un tubo de aluminio, maravillosamente pulido, que se abre desenroscándolo por la mitad. Tiene una parte macho y una parte hembra. Contiene cinco mil quinientos francos en billetes nuevos. Cuando me lo entregan, beso ese trozo de tubo de seis centímetros de longitud, grueso como el pulgar; sí, lo beso antes de metérmelo en el ano. Respiro hondo para que me suba hasta el colon. Es mi caja de caudales. Pueden dejarme en pelotas, hacerme separar las piernas, hacerme toser, doblarme, que no podrán saber si tengo algo. Ha subido muy arriba en el intestino grueso. Forma parte de mí mismo. Es mi vida, mi libertad lo que llevo dentro de mí… el camino de la venganza. ¡Porque pienso vengarme! Es más, sólo pienso en eso.
Afuera, es de noche. Estoy solo en esta celda. Una gran bombilla en el techo permite al guardián verme por la mirilla de la puerta. Esa luz potente me deslumbra. Me pongo el pañuelo doblado sobre los ojos, pues la verdad es que me los lastima., Estoy tumbado sobre un colchón, en una cama de hierro, sin, almohada, y paso revista a todos los detalles del horrible proceso.
Llegado a este punto, para que pueda comprenderse la continuación de este largo relato, para que se comprendan las bases que me servirán para perseverar en mi lucha, quizás es menester que sea un poco prolijo y cuente todo lo que me vino y realmente vi en mi mente los primeros días que estuve enterrado vivo:
¿Cómo me las apañaré, una vez me haya evadido? Pues ahora que tengo el estuche, no dudo ni un instante que me evadiré.
En primer lugar, vuelvo cuanto antes a París. Mi primera víctima: ese falso testigo de Polein. Luego, los dos polizontes que llevaron el asunto. Pero con dos polizontes no basta, es con todos los polizontes que debo habérmelas. Al menos, con cuantos más mejor. ¡Ah!, ya sé. Una vez en libertad, vuelvo a París. En un baúl meteré todos los explosivos que pueda. No sé cuántos, exactamente: diez, quince, veinte kilos. Y trato de calcular qué cantidad de explosivos serían necesarios para hacer muchas víctimas.
¿Dinamita? No, la chedita es mejor. ¿Y por qué no nitroglicerina? Bueno, conforme, pediré consejo a los que, allá, saben más que yo. Pero lo que es la bofia, pueden creerme, echaré el resto e irán servidos.
Sigo con los ojos cerrados y el pañuelo sobre los párpados para comprimirlos. Veo claramente el baúl, de apariencia inofensiva, repleto de explosivos, y el despertador, puesto en hora, que accionará el fulminante. Cuidado, tiene que estallar a las diez de la mañana, en la sala de información de la Policía Judicial, Quai des Orfévres, 36, primer piso. A esta hora, hay por lo menos ciento cincuenta polis reunidos para recibir órdenes y escuchar el parte. ¿Cuántos peldaños hay que subir? No debo equivocarme.
Habrá que cronometrar el tiempo exacto para que el baúl llegue desde la calle a su destino en el mismo segundo que debe hacer explosión. ¿Y quién llevará el baúl? Veamos, hago gala de mi mejor tupé. Llego en taxi y me detengo frente a la puerta de la Policía judicial, y a los dos polizontes de guardia les digo con voz autoritaria: “Súbanme este baúl a la sala de información; yo les seguiré. Digan al comisario Dupont que esto lo manda el inspector-jefe Dubois y que en seguida subo.”