Entonces, con un rápido reflejo, agarro la marmita por las asas, me quemo, pero no la suelto y, de una sola vez, arrojo el agua hirviendo a la cara del cabo de vara, quien no me había visto, ocupado como estaba con Julot. De su garganta sale un grito espantoso. Ha cobrado lo suyo. Se revuelca en el suelo y, como lleva tres jerseys de lana, se los quita con dificultad, uno después de otro. Cuando llega al tercero, la piel salta con éste. El cuello del jersey es estrecho y, en su esfuerzo por hacerlo pasar, la piel del pecho, parte de la del cuello y toda la de la mejilla siguen pegadas al jersey. También tiene quemado su único ojo y, ahora está ciego. Por fin, se pone en pie, repelente, sanguinolento, en carne viva, y Julot aprovecha el momento para asestarle una terrible patada en los testículos. El gigante se derrumba y empieza a vomitar y a babear. Ha recibido su merecido Nosotros nada perdemos con esperar.
Los dos vigilantes que han asistido a la escena no tienen suficientes arrestos para atacarnos. Tocan la alarma para pedir refuerzos. Llegan de todos lados. Los porrazos llueven sobre nosotros como una fuerte granizada. Tengo la suerte de perder pronto el sentido, lo cual no me impide recibir más golpes.
Despierto dos pisos más abajo, completamente desnudo, en un calabozo inundado de agua. Lentamente recobro los sentidos. Recorro con la mano mi cuerpo dolorido. En la cabeza tengo por lo menos doce o quince chichones. ¿Qué hora será? No lo sé. Aquí no es de día ni de noche, no hay luz. Oigo golpes en la pared, vienen de lejos.
Pam, pam, pam, pam, pam, pam. Estos golpes son la llamada del “teléfono”. Debo dar dos golpes en la pared si quiero recibir la comunicación. Golpear, pero, ¿con qué? En la oscuridad, no distingo nada que pueda servirme. Con los puños es inútil, los golpes no repercuten bastante. Me acerco al lado donde supongo que está la puerta, pues hay un poco menos de oscuridad. Topo con barrotes que no había visto. Tanteando, me doy cuenta de que el calabozo está cerrado por una puerta que dista más de un metro de mí, a la cual la reja que toco me impide llegar. Así, cuando alguien entra donde hay un preso peligroso, éste no puede tocarle, pues está enjaulado. Pueden hablarle, escupirle, tirarle comida e insultarle sin el menor peligro. Pero hay una ventaja: no pueden pegarle sin correr peligro, pues, para pegarle, hay que abrir la reja.
Los golpes se repiten de vez en cuando. ¿Quién puede llamarme? Quien sea merece que le conteste, pues arriesga mucho, si le pillan. Al caminar, por poco me rompo la crisma. He puesto el pie sobre algo duro y redondo. Palpo, es una cuchara de palo. En seguida, la agarro y me dispongo a contestar. Con la oreja pegada a la pared, aguardo. Pam, pam, pam, pam, pam-stop, pam, pam. Contesto: pam, pam. Estos dos golpes quieren decir a quien llama: “Adelante, tomo la comunicación.” Empiezan los golpes: pam, pam, pam… las letras del alfabeto desfilan rápidamente… abcchdefghijklmnñop, stop. Se para en la letra p. Doy un golpe fuerte: pam. Así, él sabe que he registrado la letra p, luego viene una a, otra p, una i, etc. Me dice: “Papi, ¿qué tal? Tú has recibido lo tuyo, yo tengo un brazo roto.” Es Julot.
Nos “telefoneamos” durante dos horas sin preocuparnos de si pueden sorprendernos. Estamos literalmente rabiosos por cruzarnos frases. Le digo que no tengo nada roto, que mi cabeza está llena de chichones, pero que no tengo heridas.
Me ha visto bajar, tirado por un pie, y me dice que a cada peldaño mi cabeza caía del anterior y rebotaba. El no perdió el conocimiento en ningún momento. Cree que el Tribo ha quedado gravemente quemado y que, con la lana de los jerseys, las heridas son profundas: tiene para rato.
Tres golpes dados muy rápidamente y repetidos me anuncian que hay follón. Me paro. En efecto, algunos instantes después, la puerta se abre. Gritan:
– ¡Al fondo, canalla! ¡Ponte al fondo del calabozo en posición de firmes!
Es el nuevo cabo de vara quien habla.
– Me llamo Batton. [2] Como ves, tengo el apellido de mi menester.
Con una gran linterna sorda, alumbra el calabozo y mi cuerpo desnudo.
– Toma, para que te vistas. No te muevas de donde estás. Ahí tienes agua y pan [3]. No te lo comas todo de una vez, pues no recibirás nada más antes de veinticuatro horas.
Chilla como un salvaje y, luego, levanta la linterna hasta su cara. Veo que sonríe, pero no malévolamente. Se lleva un dedo a la boca y me señala las cosas que me ha dejado. En el pasillo debe de estar un vigilante y él, de este modo, ha querido hacerme comprender que no es un enemigo.
En efecto, en el chusco encuentro un gran pedazo de carne hervida y, en el bolsillo del pantalón, ¡qué maravilla, un paquete de cigarrillos y un encendedor de yesca. Aquí esos regalos valen un Perú. Dos camisas en vez de una y unos calzoncillos de lana que me llegan hasta las rodillas. Siempre me acordaré de ese Batton. Todo eso significa que ha querido recompensarme por haber eliminado a Tribouíllard. Antes del incidente, él sólo era ayudante de cabo de vara. Ahora, gracias a mí, es el titular. En suma, que me debe el ascenso y me ha testimoniado su agradecimiento.
Como hace falta una paciencia de sioux para localizar de dónde proceden los “telefonazos” y sólo el cabo de vara puede hacerlo, pues los vigilantes son demasiado gandules, nos damos unas panzadas con Julot, tranquilos en lo que atañe a Batton. Todo el día nos mandamos telegramas. Por él me entero de que la salida para el presidio es inminente: tres o cuatro meses.
Dos días después, nos sacan del calabozo y, a cada uno de nosotros encuadrado por dos vigilantes, nos llevan al despacho del director. Frente a la entrada, detrás de un mueble, están sentadas tres personas. Es una especie de tribunal. El director hace las veces de presidente; el subdirector y el jefe de vigilantes, de asesores.
– ¡Ah! ¡Ah! ¡Sois vosotros, mis buenos mozos! ¿Qué tenéis que decir?
Julot está muy pálido, con los ojos hinchados, seguramente tiene fiebre. Con el brazo roto desde hace tres días, debe sufrir horrores.
Quedamente, Julot responde:
– Tengo un brazo roto.
– Bueno, usted quiso que se lo rompieran, ¿no? Eso le enseñará a no agredir a la gente. Cuando venga el doctor, le visitará. Confío que sea dentro de una semana. Esa espera será saludable, pues tal vez el dolor le sirva a usted de algo. No esperará que haga venir a un médico especialmente para un individuo de su calaña, ¿verdad? Espere, pues, a que el doctor de la Central tenga tiempo de venir y le cure. Eso no impide que os condene a los dos a seguir en el calabozo hasta nueva orden.
Julot me mira a la cara, en los ojos: “Ese caballero bien vestido dispone muy fácilmente de la vida de los seres humanos”, parece querer decirme.
Vuelvo la cabeza de nuevo hacia el director y le miro. Cree que quiero hablarle. Me pregunta:
– Y a usted, ¿no le gusta esa decisión? ¿Qué tiene que oponer a ella?
– Absolutamente nada, señor director. Sólo siento la necesidad de escupirle, pero no lo hago, pues me daría miedo de ensuciarme la saliva.
Se queda tan estupefacto que se pone colorado y, de momento, no comprende. Pero el jefe de vigilantes, sí. Grita a sus subordinados:
– ¡Lleváoslo y cuidadle bien! Dentro de una hora espero verle pedir perdón, arrastrándose por el suelo. ¡Vamos a domarle! Haré que limpie mis zapatos con la lengua, por arriba y por abajo. No gastéis cumplidos, os lo confío.
Dos vigilantes me agarran del brazo derecho y otros dos del izquierdo. Estoy de bruces en el suelo, con las manos alzadas a la altura de los omoplatos. Me ponen las esposas con empulgueras que me atan el índice izquierdo con el pulgar derecho y el jefe de vigilantes me levanta como a un animal tirándome de los pelos.