Un mes después de que Stuart Hickle se metió un calibre 22 en la boca y me salpicó de cerebro el empapelado, hice algunos cambios trascendentales en mi vida.

Dimití de mi trabajo en el Pediátrico del Oeste y cerré mi consulta. Le pasé todos mis pacientes a un antiguo estudiante mío, un terapeuta de primera que estaba empezando a practicar y necesitaba trabajo. Había aceptado muy pocos clientes nuevos desde que había iniciado los grupos con las familias de El Rincón de Kim, así que hubo menos ansiedad de separación de la que uno hubiera esperado normalmente.

Vendí la casa de apartamentos, cuarenta en total, que había comprado siete años antes, obteniendo un gran beneficio. También dejé el dúplex en Santa Mónica. Parte del dinero, la porción que al cabo iría a parar a Hacienda, la metí en el mercado del dinero de alto rendimiento. El resto lo invertí en deuda municipal, que desgravaba impuestos. No era el tipo de inversión que iba a hacerme más rico, pero me iba a proporcionar una estabilidad económica. Me figuré que, si no me comportaba de un modo demasiado extravagante, podría vivir dos o tres años de los intereses.

Vendí mi viejo Chevrolet Dos y me compré un Cadillac Seville del setenta y nueve, el último año que los hicieron con buen aspecto. Era de color verde bosque con un interior en cuero viejo, muy cómodo y silencioso. Y con lo poco que iba a conducir, el que el cuentakilómetros estuviera muy alto no tenía ninguna importancia. Tiré la mayor parte de mi ropa vieja y me compré otra nueva, casi toda deportiva y confortable: jerseys de cachemir, pantalones anchos, zapatos de suela de goma, batas, pantalones cortos y así.

Hice que desembozaran las cañerías de la bañera que no había usado desde que había adquirido la casa, comencé a comprar verdadera comida y a beber leche. Saqué mi vieja guitarra de la funda y empecé a rasguearla en el porche. Escuchaba discos. Empecé a leer por el puro placer de la lectura, por primera vez desde la universidad. Me puse moreno. Me afeité la barba y descubrí que tenía un rostro, y que no estaba tan mal.

Tuve citas con buenas mujeres. Conocí a Robín y las cosas comenzaron a ir mejor.

Era tiempo de portarse bien con Alex. La jubilación anticipada, seis meses antes de mi trigésimo tercer cumpleaños.

Fue divertido mientras duró.

3

La última residencia de Morton Handler, si uno no cuenta el depósito de cadáveres, había estado en un conjunto de apartamentos de lujo, junto al Sunset Boulevard, en las Pacific Palisades. Había sido edificado en la ladera de una colina y diseñado para que tuviera el aspecto de una colmena: una cadena, vagamente interconectada, de unidades individuales, unidas por pasillos que habían sido colocados en lugares aparentemente elegidos al azar, con los apartamentos dispuestos de tal modo que cada uno de ellos tuviera una vista total del océano. El estilo era pseudo español: paredes encaladas, de un blanco deslumbrador, tejados de tejas rojas, ventanas enrejadas con filigranas de hierro. Los pedazos de tierra ocasionales estaban cubiertos con plantaciones de azaleas e hibiscos. Y había muchas otras plantas puestas en grandes macetones de terracota: palmeras, cocoteros, todo ello con un aspecto de provisionalidad, como si alguien estuviera planeando llevárselas en mitad de la noche…

El apartamento de Handler estaba a un nivel intermedio. La puerta delantera estaba sellada con una pegatina del Departamento de Policía de Los Ángeles. Un montón de huellas ensuciaban el sendero de terrazo cercano a la puerta.

Milo me llevó a través de una terraza repleta de piedras pulimentadas y cactus hasta una unidad que se hallaba a un ángulo del lugar del asesinato. En la puerta estaban pegadas letras adhesivas que formaban las palabras ENCARGADO EDIFICIO.

Milo golpeó con los nudillos.

Me di cuenta de que el lugar estaba asombrosamente silencioso. Al menos debía de haber allí cincuenta apartamentos, pero no se veía ni un alma. No había prueba alguna de que aquello estuviera habitado.

Esperamos unos minutos. Alzó el puño para golpear de nuevo justo antes de que se abriera la puerta.

– Perdón. Me estaba lavando el cabello.

La mujer podía haber tenido cualquier edad, desde los veinticinco hasta los cuarenta. Tenía una tez pálida con ese tipo de contextura que hacía que pareciese que un simple pellizco pudiera hacer que se desmoronase. Con grandes ojos marrones y cejas depiladas. Labios delgados, el inferior un poco carnoso. Su cabello estaba envuelto en una toalla naranja y el poco que sobresalía era de color castaño. Llevaba puesta una descolorida camisa de algodón, con un estampado ocre y naranja, y pantalones elásticos color herrumbre. En sus pies zapatillas oscuras. Sus ojos saltaron de Milo a mí. Tenía el aspecto de alguien a quien le han dado muchos palos y que se niega a creer que no se los vayan a empezar a dar de nuevo en cualquier momento.

– ¿Señora Quinn? Éste es el doctor Alex Delaware. Es el psicólogo del que le hablé.

– Encantada de conocerle, doctor.

Su mano era delgada, fría y húmeda y la retiró tan pronto como pudo.

– Melody está viendo la televisión en su habitación. No la he mandado a la escuela, después de todo por lo que ha pasado. Y la dejo que vea la tele para apartarle la cabeza de aquello.

La seguimos al interior del apartamento.

Llamarle apartamento era hacerle un favor. Lo que en realidad era es un par de armarios un poco grandes puestos juntos. Una posdata arquitectónica. Hey, Ed, tenemos cuarenta metros cuadrados de rincón detrás de la terraza 142 ¿Por qué no le ponemos un techo, cuatro paredes y le llamamos vivienda del encargado? Y así tendremos a algún desgraciado contento con hacer trabajos en la finca, por el privilegio de vivir en las Palisades…

La sala de estar estaba llena con un sofá floreado, una mesa rinconera y un aparato de televisión. Una imagen enmarcada del Monte Rainier que parecía haber sido arrancada del calendario de algún banco y algunas fotos amarillentas colgaban de una pared. Las fotos eran de gente endurecida, con cara de ser poco felices y parecían datar de la época de la búsqueda del oro.

– Mis abuelos -explicó ella.

Un cubículo- cocina era visible y del él surgía un aroma de bacon friéndose. Sobre la mesa se veían una bolsa grande de patatas con sabor a crema agria y cebolla, y un cartón de seis latas de cerveza.

– Muy interesante.

– Llegaron aquí en 1902. De Oklahoma -hizo que sonara como una excusa.

Había una puerta de madera sin pintar y detrás de ella llegó el sonido de repentinas risas y aplausos, campanadas y un timbre. Un concurso de televisión.

– Está viendo la tele ahí.

– Estupendo, señora Quinn. La vamos a dejar ahí tranquila, hasta que estemos preparados para ella…

La mujer hizo un gesto con la cabeza, asintiendo.

– Estando en la escuela, no tiene muchas posibilidades de ver los programas que hacen a esta hora. Por eso los ve ahora.

– ¿Nos podemos sentar, señora?

– Oh, sí, sí -revoloteó por la habitación como una polilla, tirando de la toalla que le cubría la cabeza. Trajo un cenicero y lo puso sobre la mesa. Milo y yo nos sentamos en el sofá y ella se sentó un una silla de tubo de aluminio y piel sintética que sacó de la cocina. A pesar de estar delgada sus caderas se desparramaron. Sacó un paquete de cigarrillos, encendió uno y chupó el humo hasta que se le hundieron las mejillas. Milo habló:

– ¿Qué edad tiene su hija, señora Quinn?

– Bonita. Llámenme Bonita. Mi hija se llama Melody. Justo cumplió los siete el mes pasado -el hablar de su hija parecía ponerla especialmente nerviosa. Inhaló con ansiedad de su cigarrillo y escupió un poco de humo. Su mano libre se abría y cerraba en rápida cadencia.

– Melody puede ser nuestra única testigo de lo que pasó aquí anoche – Milo me miró con un gesto de disgusto.


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