Sabía lo que estaba pensando: un complejo de apartamentos con de setenta a cien residentes y el único posible testigo era una niña.

– Me da miedo por ella, detective Sturgis, por lo que pueda pasarle si alguien más se entera de esto.

Bonita Quinn se quedó mirando el suelo, como si haciéndolo durante el suficiente tiempo fuera a revelarle los secretos místicos del Oriente.

– Le aseguro a usted, señora Quinn, que nadie más se va a enterar. El doctor Delaware ha actuado muchas veces como consejero especial de la Policía -mentía sin vergüenza alguna y con total credibilidad-. Comprende la importancia de mantener estas cosas en secreto. Además… – tendió la mano para darle unas palmadas tranquilizadoras en el hombro. Creí que iba a traspasar el techo del respingo-, cuando trabajan con sus pacientes todos los psicólogos se atienen al secreto profesional. ¿No es así, doctor Delaware?

– Absolutamente -no me iba a dejar meter en el terreno, totalmente resbaladizo, de los derechos del niño a la intimidad.

Bonita Quinn hizo un extraño ruido gimiente, que resultaba imposible de interpretar. Lo más parecido que lograba recordar era el sonido que acostumbraban a hacer las ranas del laboratorio en la clase de Psiquiatría Fisiológica justo cuando las descerebrábamos clavándoles una aguja en lo alto del cráneo.

– ¿Y qué es lo que va a hacerle a ella todo eso del hipnotismo?

Pasé a mi voz de comecocos: las tonalidades calmadas y tranquilizadoras que se habían convertido en algo tan natural con los años de práctica, que ya las adoptaba automáticamente. Le expliqué que la hipnosis no era magia, que simplemente era una combinación de concentración enfocada y relajación profunda, que la gente tendía a recordar las cosas con más claridad cuando estaba relajada y que era por eso por lo que la policía la empleaba con los testigos. Que los niños entraban mejor en la hipnosis, porque estaban menos inhibidos y disfrutaban con las fantasías. Que no hacía ningún daño y que, en realidad, resultaba agradable para la mayor parte de los pequeños; además que uno no podía quedarse colgado en la hipnosis ni se le podía obligar a hacer algo contra su voluntad.

– Toda hipnosis -acabé- es auto hipnosis. Mi papel será simplemente ayudarle a su hija a hacer algo que sale de ella misma de un modo natural.

Probablemente sólo entendió el diez por ciento de todo aquello, pero pareció calmarla.

– Desde luego eso sí que puede decirlo, que es natural en ella. Se pasa todo el día soñando fantasías.

– Exacto. La hipnosis es eso.

– Los maestros se quejan de que está todo el día en las nubes, que no hace su trabajo.

Estaba hablando como si esperase que yo fuera a hacer algo al respecto.

Milo la interrumpió:

– ¿Le ha dicho Melody algo más acerca de lo que vio, señora Quinn?

– No, no -una negativa enfática con la cabeza-. No hemos hablado de ello.

Milo sacó su bloc de notas y pasó unas cuantas hojas.

– Lo que tenemos anotado es que Melody no podía dormir y estaba sentada en la sala… en esta habitación, alrededor de la una de la madrugada.

– Así debe de haber sido. Yo me meto a las once treinta y me levanté para fumarme un cigarrillo a las doce y veinte. Entonces ella estaba dormida y no la oí en el tiempo en que yo tardé en quedarme dormida. Y tendría que haberla oído. Compartimos la habitación.

– Aja. Y aquí dice que ella vio a dos hombres: «Vi a unos hombres grandes.» La pregunta del agente fue: «¿Cuántos?» Y ella contestó: «Dos, quizá tres.» Cuando le preguntaron qué aspecto tenían, lo único que pudo decir fue que eran oscuros -ahora estaba hablando conmigo -. Le preguntaron que si negros o latinos. Nada, sólo oscuros.

– Eso podría significar que vio sombras. Podría significar cualquier cosa para una niña de siete años -dije yo.

– Ya lo sé.

– Y podría significar que o fueron dos hombres, o un hombre y su sombra, o…

– No lo digas. O nada.

– No siempre cuenta la verdad de todo.

Ambos nos volvimos para mirar a Bonita Quinn, que había aprovechado los pocos segundos que la habíamos ignorado para apagar el cigarrillo y encender otro nuevo.

– No estoy diciendo que sea una mala chica, pero no siempre dice la verdad. No sé por qué quieren ustedes hacerle caso.

– ¿Ha tenido usted problemas con ella porque mienta de un modo crónico? -le pregunté -. ¿En cosas que no tenían mucho sentido… o lo hace para evitar verse en líos?

– Lo segundo. Cuando hay algo roto y yo sé que tiene que haber sido ella y no quiere que le dé una azotaina, me dice: yo no, mamá, yo no. Y yo le doy el doble de azotes – me miró buscando mi desaprobación-. Por no decirme la verdad.

– ¿Tiene usted otros problemas con ella? -le pregunté suavemente.

– Es una buena chica, doctor. Sólo eso de soñar despierta y los problemas para concentrarse.

– ¿Si? -tenía que comprender a aquella niña si es que quería ser capaz de hipnotizarla.

– El concentrarse… es algo que le resulta difícil.

No era de extrañar, en aquella pequeña celda, saturada de televisión. Sin duda los apartamentos eran Sólo para Adultos y se exigía que Melody Quinn se dejara ver lo mínimo. Hay una parte importante de la población del Sur de California a la que resulta ofensiva la visión de cualquiera que sea demasiado joven o demasiado viejo. Es como si no quisieran que se les recordase de dónde vienen y a dónde van con toda seguridad. Esta clase de negativa, unida a las estiradas de la piel de la cara, los trasplantes de cabello y el maquillaje, dan una reconfortante sensación de inmortalidad. Al menos durante un tiempo.

Estaba dispuesto a apostar a que Melody Quinn pasaba la mayor parte de su tiempo libre dentro de casa, a pesar de que el complejo contaba con tres piscinas y un gimnasio totalmente equipado. Por no mencionar el océano, que se hallaba a un kilómetro de distancia. Aquellos terrenos de juego estaban pensados únicamente para los adultos.

– La llevé a un doctor cuando vi que los maestros no dejaban de mandarme a casa esas notas diciéndome que no puede estar sentada quieta, que su mente vaga. Me dijo que era hiperactiva. Que era algo que tenía que ver con su cerebro.

– ¿Hiperactiva?

– Eso es. No me sorprendió. Su papá no estaba bien del todo de la azotea – se dio unas palmadas en la frente-. Tomaba las drogas prohibidas y vino, hasta que…

Se quedó callada de pronto, mirando a Milo con miedo.

– No se preocupe, señora Quinn, no estamos interesados en ese tipo de cosas. Sólo queremos averiguar quién mató al doctor Handler y a la señora Gutiérrez.

– Sí, al comecocos… -se interrumpió de nuevo, esta vez mirándome a mí-. Hoy no digo ni una buena.

Se obligó a sonreír débilmente.

Yo asentí para darle ánimos, sonriendo comprensivamente.

– Era un hombre amable ese doctor -algunos de mis mejores amigos son psicoterapeutas -. Bromeaba mucho conmigo y yo también lo hacía con él, preguntándole cuántos cocos había arreglado aquel día.

Se puso a reír, con una extraña risita, enseñando la dentadura en un estado que pedía una reparación a gritos. Para aquel entonces, yo ya había limitado su edad hacia la mitad de la treintena. En unos diez años más tendría ya el aspecto de una anciana.

– Es terrible lo que le sucedió.

– Y a la señora Gutiérrez.

– Sí, a ella también. Sólo que ella no me caía tan bien. Era mejicana, ¿saben?, pero mejicana de clase alta. De donde yo vengo los mejicanos hacen los trabajos sucios, la limpieza, pero ésta tenía vestidos caros y ese cochecito deportivo. Y además era una maestra.

No era fácil para Bonita Quinn, a la que habían educado en la creencia de que todos los mejicanos eran bestias de carga, verlos en la gran ciudad, tan lejos de los campos de las lechugas, y ver que algunos de ellos parecían gente de verdad. Mientras que a ella le tocaba hacer el trabajo del burro.

– Siempre se portaba como si fuera alguien superior a los demás. La saludabas y ella pasaba mirando a la lejanía, como si no tuviera tiempo para ti.


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