Russell se sentó en una silla y cerró los ojos. En la casa tenía con ella y el presidente a dos de los miembros más capacitados del servicio secreto, Y, por primera vez, esto preocupaba a la jefa del gabinete. Los cuatro agentes que les acompañaban esta noche habían sido escogidos por el propio presidente entre el casi centenar destinado a su custodia para estas pequeñas aventuras. Todos eran muy leales y capaces. Cuidaban del presidente y aceptaban sin rechistar cualquier cosa que se les pidiera. Hasta esta noche, la fascinación del presidente Richmond por las mujeres casadas no había presentado grandes problemas. Pero lo ocurrido lo trastornaba todo. Russell sacudió la cabeza y se forzó a buscar un plan de acción.
Luther estudió el rostro. Era una cara inteligente, atractiva pero también muy dura. Casi se alcanzada a ver el proceso mental por las arrugas de la frente. Pasó el tiempo y ella no se movió. Entonces Gloria Russell abrió los ojos y su mirada recorrió toda la habitación, sin perder detalle.
Luther se encogió en un acto reflejo cuando la mirada pasó por el espejo como un reflector por el patio de una cárcel. Entonces la mirada se detuvo al llegar a la cama. Durante casi un minuto la mujer contempló al hombre dormido, y en su rostro apareció una expresión que Luther no acababa de entender. Estaba a medio camino entre una sonrisa y una mueca.
Russell se levantó, se acercó al lecho y miró al hombre. Un hombre del pueblo, o al menos así lo creía la gente. El hombre de la época. Ahora no parecía tan grande. Tenía medio cuerpo sobre la cama, las piernas abiertas, los pies casi en el suelo, una posición un tanto ridícula cuando se estaba desnudo.
La mujer paseó la mirada por el cuerpo del presidente, y se recreó en algunas partes, una actividad que a Luther le pareció sorprendente a la vista de lo que yacía en el suelo. Antes de que Gloria Russell entrara y se enfrentara a Burton, Luther había esperado oír sirenas y estar sentado allí mirando a policías, detectives y forenses por todas partes; decenas de unidades móviles de la radio y la televisión aparcadas delante de la casa. Era obvio que esta mujer tenía otros planes.
Luther había visto a Gloria Russell en la cnn y en las principales cadenas, además de en los periódicos. Sus facciones eran muy características: la nariz larga y aquilina entre los pómulos altos, regalo de un antepasado cherokee. El pelo renegrido y lacio hasta los hombros. Los ojos grandes y de un azul tan oscuro como el agua de las profundidades marinas, pozos gemelos llenos de peligros para los descuidados e inconscientes.
Luther se movió en el sillón con mucho cuidado. Mirar a esta mujer delante de una chimenea de la Casa Blanca pontificando sobre los últimos hechos políticos era una cosa, y otra muy distinta verla moverse por una habitación donde había un cadáver y un hombre desnudo y borracho que era el líder del mundo libre. Era un espectáculo que Luther no deseaba ver, aunque no podía apartar la mirada.
Russell miró la puerta, cruzó la habitación, sacó el pañuelo, y cerró la puerta con llave. Volvió a paso rápido junto a la cama para mirar al presidente. Tendió una mano, y, por un momento, Luther se puso tenso, pero ella sólo acarició el rostro del presidente. Luther se relajó, pero volvió a tensarse cuando la mano se movió hasta el pecho, y se detuvo por un momento en el vello abundante, antes de continuar hasta el estómago plano que subía y bajaba con normalidad.
Entonces la mano bajó todavía más; la mujer apartó poco a poco la sábana y la dejó caer al suelo. Metió la mano en la entrepierna. Después echó una mirada a la puerta y se arrodilló delante del presidente. Luther cerró los ojos. No compartía los peculiares gustos por la observación del dueño de la casa.
Pasaron varios minutos. Luther abrió los ojos en el momento que Gloria Russell se quitaba las medias y las bragas, y las dejaba sobre una silla. Después montó a horcajadas al presidente dormido.
Luther volvió a cerrar los ojos. Se preguntó si oirían los crujidos de la cama desde la planta baja. Quizá no, porque era una casa muy grande. Incluso si los oían, ¿qué podían hacer?
Diez minutos más tarde, Luther oyó un jadeo involuntario por parte del hombre, y los gemidos de la mujer. Pero Luther mantuvo los ojos cerrados. No sabía muy bien por qué. En parte era una combinación entre el miedo y el disgusto por la falta de respeto a la muerta.
Por fin, Luther abrió los ojos y se encontró que tenía a Russell delante. El corazón le dejó de latir hasta que el cerebro le informó que no pasaba nada. La mujer se puso las bragas y las medias. Después con toda calma se pintó los labios.
Sonreía, tenía las mejillas arreboladas. Parecía más joven. Luther miró al presidente. Dormía otra vez profundamente después de disfrutar de un sueño muy real y placentero. Luther volvió a mirar a Russell.
Resultaba desconcertante ver a esta mujer que le sonreía, en esta habitación siniestra, sin saber que él estaba allí. Había poder en el rostro de la mujer. Y una mirada que Luther ya había viste antes en este cuarto. Esta mujer era peligrosa.
– Quiero que limpien toda la habitación, excepto eso. -Russell señaló a la difunta señora Sullivan-. Un momento. Es probable que él la tocara por todas partes. Burton, quiero que revise cada centímetro de su cuerpo, y si aparece cualquier cosa ajena hágala desaparecer. Después vístala.
Burton, con las manos enguantadas, se adelantó para cumplir la órden.
Collin, sentado junto al presidente, le obligó a beber otra taza de café. La cafeína ayudaría a despertarle, pero sólo el paso del tiempo borraría todo rastro de resaca. Russell se sentó al otro lado. Cogió la mano del presidente entre las suyas. Le habían vestido, sólo faltaba peinarle. Le dolía el brazo, pero se lo habían vendado lo mejor posible. Gozaba de una salud excelente; la herida cicatrizaría sin problemas.
– ¿Señor presidente? ¿Alan? ¿Alan? -Russell le sujetó la barbilla y le volvió el rostro hacia ella.
¿Tenía él alguna idea de lo que le había hecho? Lo dudaba. ¡Él había deseado tanto echar un polvo esta noche! Poseer a una mujer. Ella le había entregado su cuerpo. Objetivamente había cometido una violación. Pero lo que no cabía duda es que había satisfecho los sueños de un hombre. No tenía ninguna importancia que él no recordara el episodio, el sacrificio. Pero ahora sí se enteraría de lo que ella iba a hacer por él.
Los ojos del presidente enfocaban y desenfocaban el rostro de la jefa de gabinete. Collin le masajeó el cuello. Russell miró la hora. Las dos de la madrugada. Tenían que marcharse. Le dio una bofetada, no muy fuerte, sólo lo necesario para conseguir su atención. Notó que Collin se ponía tenso. Caray, estos tipos eran una cosa increíble.
– ¿Alan, hiciste el amor con ella?
– ¿Qué…?
– ¿Hiciste el amor con ella?
– Qué… No. Creo que no. No recuer…
– Déle más café, métaselo por la garganta si es necesario, pero despiértelo.
Collin asintió y puso manos a la obra. Russell se acercó a Burton, ocupado en revisar todo el cuerpo de la difunta señora Sullivan.
Burton había participado en numerosas investigaciones policiales. Sabía muy bien qué buscaban los detectives y dónde lo buscaban. Nunca hubiese imaginado que utilizaría sus conocimientos de experto para entorpecer una investigación, pero tampoco nunca había imaginado encontrarse en una situación como esta.
Echó una ojeada a la habitación, estudió las partes que debían limpiar, pensó en las otras habitaciones que habían usado. No podían hacer nada con las marcas en el cuello de la mujer y las otras pruebas físicas microscópicas que sin duda estaban incrustadas en la piel. El forense las descubriría hicieran lo que hicieran. Sin embargo, no se podía relacionar ninguna de estas cosas con el presidente a menos que la policía le identificara como un sospechoso, algo que estaba fuera de toda lógica.
Explicar la incongruencia del intento de estrangulación de una mujer cuya muerte había sido causada por disparos de armas de fuego era algo que dejarían libre a la imaginación de la policía.
Burton volvió la atención otra vez a la muerta. Con cuidado comenzó a subirle las bragas. Sintió un golpecito en el hombro.
– Revísela.
Burton miró a la jefa de gabinete. Comenzó a decir algo.
– ¡Revísela! -Russell arqueó las cejas. Burton se lo había visto hacer un millón de veces con el personal de la Casa Blanca. Ellos le tenían pánico. Él no le temía, pero era lo bastante listo como para cubrirse las espaldas cuando la tenía cerca. Sin prisa hizo la revisión. Después colocó el cadáver en la misma posición que había caído. Limitó el informe a una sacudida de cabeza.
– ¿Está seguro? -Russell dudaba, aunque sabía por el interludio con el presidente que él no la había penetrado, o si lo había hecho no había eyaculado. Pero podía haber rastros. Era increíble la cantidad de cosas que averiguaban en la actualidad a partir de las muestras más diminutas.
– No soy un maldito ginecólogo. No vi nada y como no llevo un microscopio encima resulta difícil saber si hay algo.
Russell lo dejó correr. Quedaba mucho por hacer y no tenían tiempo.
– ¿Varney y Johnson dijeron algo?
Collin, ocupado en servir al presidente la cuarta taza de café, respondió a la pregunta.
– Se preguntan qué diablos está pasando aquí, si es a eso a lo que se refiere.
– No les…
– Les dije lo que usted me indicó y nada más, señora. -Miró a la mujer-. Son buenos agentes, señora Russell. Llevan con el presidente desde la campaña. No harán nada para perjudicar este asunto, ¿está bien?
Russell recompensó a Collin con una sonrisa. Un chico guapo y, más importante, un miembro leal de la guardia del presidente; le sería muy útil. Burton era más difícil. Sin embargo, ella tenía un triunfo: él y Collin habían apretado el gatillo, quizás en cumplimiento del deber, pero ¿quién lo sabía de verdad? Colofón: estaban metidos en esto hasta el cuello.
Luther observaba la actividad con una actitud que le hacía sentir culpable en estas circunstancias. Estos hombres eran buenos: metódicos, cuidadosos, pensaban las cosas a fondo, y no pasaban nada por alto. No había muchas diferencias entre policías y ladrones profesionales. Las habilidades, las técnicas eran las mismas, sólo el enfoque era distinto, el enfoque marcaba la diferencia.
Habían acabado de vestir al cadáver y lo habían dejado en la posición original. Collin se ocupaba de las uñas. Había inyectado un líquido debajo de cada una, y con un succionador pequeño quitaba los trozos de piel y restos de pelo.