Habían deshecho la cama y puesto sábanas limpias; las sucias ya estaban metidas en un saco para ser quemadas en un horno. Collin se había ocupado de limpiar la planta baja.

Habían limpiado todo lo que habían tocado, excepto una cosa. Burton pasaba la aspiradora por la alfombra y él sería el último en marcharse, lo haría caminando de espaldas mientras borraba las pisadas.

Un momento antes, Luther había visto a los agentes saquear la habitación. Sus intenciones le hicieron sonreír a su pesar. Simular un robo. Habían metido el collar en una bolsa junto con todos los anillos que llevaba la mujer. Harían parecer que la mujer había sorprendido a un ladrón en la casa y que él la había matado, sin saber que dos metros más allá había un ladrón auténtico que miraba y escuchaba todo lo que hacían y decían.

¡Un testigo ocular!

Luther nunca había sido testigo ocular de un robo, aparte de los que él había cometido. Los criminales odiaban a los testigos. Estas personas le matarían si descubrían su presencia; lo tenía claro. Sacrificar la vida de un viejo ladrón, condenado tres veces, no tenía ninguna importancia si era por el bienestar del jefe.

El presidente, todavía bastante borracho, salió de la habitación con la ayuda de Burton. Russell les miró marcharse. No advirtió la búsqueda frenética de Collin. Por fin, la mirada aguda del agente se posó en el bolso de Russell que estaba en la mesa de noche. La empuñadura del abrecartas sobresalía un par de centímetros. Collin utilizó una bolsa de plástico para sacarlo, dispuesto a dejarlo bien limpio. Luther dio un bote al ver cómo Russell corría a sujetar la mano del agente.

– No lo haga, Collin.

Collin no era tan listo como Burton, y, desde luego, no era rival para Russell. Se mostró desconcertado.

– Esto tiene sus huellas por todas partes, señora. Las de ella también, además de otras cosas. No sé si me entiende, es cuero, está empapado.

– Agente Collin, fui escogida por el presidente como responsable de tácticas y estrategias. Lo que a usted le parece una elección obvia, es para mí un asunto que merece un tratamiento más profundo. Hasta que dicho proceso no acabe, usted no limpiará ese objeto. Lo guardará en un recipiente adecuado y después me lo dará.

Collin comenzó a protestar pero Russell le hizo callar con una mirada. El agente guardó el abrecartas en una bolsa de plástico y se lo alcanzó.

– Por favor, tenga cuidado con eso, señora Russell.

– Tim, siempre voy con cuidado.

Le recompensó con otra sonrisa. Él se la devolvió. Russell nunca le había llamado antes por el nombre; ni siquiera imaginaba que lo supiera. También observó, no por primera vez, que la jefa de gabinete era una mujer muy guapa.

– Sí, señora. -Comenzó a recoger el equipo.

– ¿Tim?

Él la miró. La mujer se acercó, miró hacia abajo, y después se cruzaron las miradas. Russell habló en voz baja, y Collin pensó que estaba avergonzada.

– Tim, nos enfrentamos a una situación excepcional. Necesito ir poco a poco. ¿Me comprende?

– Yo también la llamaría una situación excepcional -afirmó Collin-. Me llevé un susto de muerte al ver el abrecartas a punto de clavarse en el pecho del presidente.

Ella le tocó el brazo. Llevaba las uñas largas y bien pintadas. Sostuvo en alto la bolsa con el abrecartas.

– Esto ha de quedar entre nosotros, Tim. ¿De acuerdo? El presidente no debe saberlo. Ni tampoco Burton.

– No sé si…

– Tim, de verdad necesito su apoyo en este asunto. -Le cogió de la mano-. El presidente no sabe lo que ha ocurrido y pienso que, en estos momentos, Burton tampoco lo tiene muy claro. Necesito alguien de confianza. Le necesito, Tim. Esto es muy importante. Lo sabe, ¿verdad? No se lo pediría si no pensara que usted puede hacerlo.

Él sonrió ante el halago, después la miró a los ojos.

– De acuerdo, señora Russell. Lo que usted diga.

Mientras Collin acababa de recoger sus cosas, Russell contempló el trozo de metal de unos veinte centímetros, sucio de sangre, que había estado a punto de acabar con sus aspiraciones políticas. Si el presidente hubiese muerto, no hubiese sido necesario el encubrimiento. Una palabra fea -encubrimiento- pero a menudo muy necesaria en el mundo de la alta política. Se estremeció al imaginar los titulares: el presidente aparece muerto en el dormitorio de un amigo intimo. La esposa autora del crimen. Los líderes del partido hacen responsable a la jefa del gabinete Gloria Russell. Pero no había sucedido. No sucedería.

El objeto que tenía en la mano valía más que una montaña de plutonio, más que toda la producción de petróleo de Arabia Saudita. Con esto en su poder, ¿quién sabía lo que podía pasar? ¿Quizás incluso la fórmula Russell-Richmond? Las posibilidades eran infinitas. Sonrió mientras guardaba la bolsa de plástico en el bolso.

El alarido hizo que Luther volviera la cabeza con tanta violencia que casi gritó de dolor.

El presidente entró en el dormitorio medio borracho y enloquecido. Acababa de recordar lo ocurrido en las últimas horas y la conmoción había resultado tremenda.

Burton apareció un segundo más tarde. El presidente se dirigió hacia el cadáver; Russell dejó el bolso sobre la mesa de noche, y acompañada por Collin se interpuso en el camino.

– ¡Maldita sea! Está muerta. Yo la maté. Ay, Dios, ayúdame. ¡Yo la maté! -Grito, lloró y volvió a gritar. Intentó pasar entre la pareja que tenía delante pero le faltaron fuerzas. Burton sujetó al presidente por detrás.

Entonces, con una fuerza sacada de la desesperación, Richmond se soltó, atravesó la habitación y chocó de cabeza contra la pared. Mientras se desplomaba empujó la mesa de noche y por fin el presidente de Estados Unidos permaneció tendido en el suelo, gimoteando, junto al cadáver de la mujer con la que había tenido la intención de acostarse aquella noche.

Luther le observó asqueado. Se frotó el cuello al tiempo que meneaba la cabeza. Los hechos ocurridos esta noche eran tan increíbles que resultaba difícil soportarlos.

El presidente se sentó poco a poco. Burton parecía compartir las sensaciones de Luther, pero no dijo nada. Collin miró a Russell en espera de instrucciones. Russell captó la mirada y aceptó complacida el cambio de poderes.

– ¿Gloria?

– ¿Sí, Alan?

Luther había visto cómo Russell había mirado el abrecartas. Ahora también sabía algo que ignoraban los demás.

– ¿Saldrá todo bien? Haz que salga bien, Gloria. Ay Dios, por favor, Gloria.

Ella apoyó una mano sobre el hombro de Richmond para darle ánimos, como había hecho a lo largo de centenares de miles de kilómetros de campaña.

– Todo está bajo control, Alan. Lo tengo todo controlado.

El presidente estaba demasiado borracho como para captar el matiz, pero ella no le dio importancia.

Burton apoyó un dedo sobre el auricular, escuchó con atención por un momento. Se volvió hacia Russell.

– Salgamos de aquí. Varney acaba de ver un coche de patrulla que viene por la carretera.

– ¿La alarma…? -preguntó Russell extrañada.

– Debe ser algún guardia privado -contestó Burton-, pero si ve algo… -No le hizo falta añadir nada más.

Marcharse en limusina de este paraíso de los ricos era la mejor protección de la que podían disponer. Russell agradeció la costumbre que había adoptado de utilizar limusinas alquiladas sin chofer para estas pequeñas aventuras. Los nombres en todos los formularios eran falsos, el depósito y el alquiler se pagaban al contado, y el coche lo recogían y devolvían fuera de horas de oficina. No había rostros vinculados a la operación. El coche lo devolvían limpio de cualquier huella. Sería una callejón sin salida para la policía en el caso muy improbable de que siguieran esta pista.

– ¡Vamos! -Russell se dejó llevar un poco por el pánico. Ayudaron a levantarse al presidente. Russell fue con él. Collin recogió las bolsas. Entonces se quedó quieto.

Luther sintió un nudo en la garganta.

Collin fue a la mesa de noche, cogió el bolso de Russell y salió del dormitorio.

Burton puso en marcha la aspiradora, dio la última pasada a la alfombra. Después apagó la luz y salió sin olvidarse de cerrar la puerta.

El mundo de Luther se sumió en las tinieblas.

Esta era la primera vez que se quedaba a solas con la mujer muerta. Al parecer, los demás se habían acostumbrado a la presencia del cuerpo ensangrentado en el suelo, y sin darse cuenta habían pasado por encima o alrededor del objeto inanimado. Pero Luther no se había habituado a la presencia de la muerte a unos pocos pasos de distancia.

Ya no veía las ropas manchadas ni el cadáver que las llevaba, pero sabía que estaba allí. «Hortera puta rica», sería probablemente el epitafio informal. Era verdad que había engañado al marido, algo que al parecer a él no le habría preocupado. Pero no se merecía morir así. Él no la hubiese matado, eso estaba muy claro. En cambio, de no haber sido por el rápido contraataque, el presidente hubiese sido asesinado.

No podía culpar a los hombres del servicio secreto. Era su trabajo y lo habían cumplido. Ella había escogido al hombre equivocado para un intento de asesinato impulsado por lo que había sentido en aquel momento. Quizás era mejor así. Si la mano hubiese sido un poco más rápida o la respuesta de los agentes un poco más lenta, tal vez habría pasado el resto de su vida en la cárcel, si no la condenaban a muerte por matar a un presidente.

Luther se sentó en el sillón. Tenía las piernas casi dormidas. Se forzó a relajarse. Muy pronto tendría que salir pitando. Necesitaba estar preparado.

También tenía muchas cosas en que pensar, a la vista de que sin pretenderlo, todo se había preparado para convertir a Luther Whitney en el sospechoso número uno en lo que sin duda sería considerado como un infame y horroroso asesinato. La riqueza de la víctima exigiría que todos los enormes recursos de las fuerzas policiales se dedicaran a buscar al culpable. Pero de ninguna manera se les ocurriría buscar la respuesta en el 1600 de la avenida Pennsylvania. Buscarían en cualquier otra parte, y a pesar de los intensos preparativos de Luther, quizá le encontrarían. Él era bueno, muy bueno, pero nunca se había enfrentado a las fuerzas que se desatarían para resolver este crimen.

Repasó en un segundo todos los pasos del plan hasta esta noche. No encontró ningún fallo, pero por lo general eran los menores de éstos los que acababan por llevar al autor a la cárcel. Tragó saliva, abrió y cerró las manos, estiró las piernas para calmarse. Una cosa a la vez. Aún no había salido de allí. Muchas cosas podían salir mal, y sin duda una o dos fallarían.


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