Se puso boca arriba y colocó la foto sobre el pecho para que ella le mirara directamente. Era incapaz de pensar en Kate sin ver una imagen del padre, con su ingenio agudo y la sonrisa un tanto torcida.
Jack había visitado muy a menudo a Luther Whitney en su casita, en un barrio de Arlington que había conocido tiempos mejores. Se pasaban horas bebiendo cerveza y contando cuentos; casi siempre era Luther el que hablaba y Jack quien escuchaba.
Kate nunca visitaba a su padre, y él jamás intentaba ponerse en contacto con ella. Jack había descubierto su identidad casi por accidente, y a pesar de las protestas de Kate, Jack había querido conocerle. Era difícil que ella no sonriera por una cosa u otra, pero en este asunto se mostraba siempre seria.
Después de que él se licenciara, se trasladaron al distrito de Columbia y ella entró en la facultad de Derecho en Georgetown. La vida era idílica. Kate había asistido a sus primeros juicios cuando él trataba de contener el temblor de las piernas y los quiebros de voz, y no siempre recordaba cuál era su mesa. Pero a medida que aumentó la gravedad de los crímenes de sus clientes, se esfumó el entusiasmo de Kate.
Se separaron al año de haber comenzado él a ejercer.
Las razones eran sencillas: Kate no entendía por qué había escogido defender a las personas que violaban la ley, y no toleraba que a él le gustara su padre.
En el último instante de su vida en común, él recordaba haber estado sentado en esta misma habitación, pidiéndole, suplicándole, que no se marchara. Pero ella se había ido. Habían pasado cuatro años, y desde entonces él no la había vuelto a ver.
Sabía que trabajaba en la fiscalía de la mancomunidad en Alejandría, Virginia, donde se ocupaba con gran ahínco en meter entre rejas a sus antiguos clientes por quebrantar las leyes de su estado adoptivo. Aparte de eso, Kate Whitney era una extraña para él.
Pero acostado en su cama, con ella mirándole con aquella sonrisa que le revelaba un millón de cosas que nunca había aprendido de la mujer con la que se casaría dentro de seis meses, Jack se preguntó si seguiría siendo una extraña para él; si su vida estaba destinada a convertirse en algo mucho más complicado de lo que deseaba. Cogió el teléfono y marcó un número.
Cuatro timbrazos y escuchó la voz. Tenía un tono que no recordaba, o quizá era nuevo. Sonó el pitido y él comenzó a dejar un mensaje, algo gracioso, lo primero que se le pasó por la cabeza, pero entonces se puso nervioso y colgó, las manos temblorosas, el pulso acelerado. Meneó la cabeza. ¡Caray! Había defendido a cinco criminales acusados de asesinato en primer grado y todavía temblaba como un colegial en su primera cita.
Jack apartó la foto y pensó en lo que Kate hacía en este momento. Quizá seguía en la oficina calculando cuántos años de vida arrebatarle a una persona.
Entonces Jack se preguntó qué sería de Luther. ¿Estaría en este mismo momento metido en alguna casa que no era la suya? ¿O había acabado la faena y se alejaba con el botín?
Vaya familia, Luther y Kate Whitney. Tan distintos y al mismo tiempo tan iguales. No había conocido nunca a nadie tan concentrado como ellos, aunque sus objetivos ocupaban galaxias diferentes. Aquella última noche, después de que Kate saliera de su vida, había ido a ver a Luther para despedirse y tomar la última cerveza juntos. Se habían sentado en el pequeño y bien cuidado jardín, el olor de las flores como un espeso manto sobre ellos.
El viejo se lo había tomado bien, había formulado unas cuantas preguntas y le había deseado lo mejor. Algunas cosas no funcionaban; Luther lo sabía tan bien como cualquiera. Pero mientras se iba, Jack había visto un brillo en los ojos del hombre, y entonces se cerró la puerta tras aquella parte de su vida.
Jack apagó la luz y cerró los ojos, consciente de que le esperaba otro futuro. Estaba un día más cerca de conseguir la gran recompensa de su vida, la fortuna que todos deseaban. Saberlo no le ayudó a dormir.