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Mientras Luther miraba a través del espejo, se le ocurrió que los dos formaban una pareja muy atractiva. Era una opinión absurda en estas circunstancias, pero eso no invalidaba la conclusión. El hombre era alto, bien parecido, un cuarentón muy distinguido. La mujer tendría poco más de veinte años; el pelo largo y dorado, el rostro oval y encantador, con unos ojos inmensos azul oscuro que ahora miraban con amor a su acompañante. Él le acarició la mejilla de terciopelo; ella le besó la palma de la mano.

El hombre tenía dos vasos y los llenó con el contenido de la botella que había traído con él. Le dio uno a la mujer. Chocaron los vasos, sin dejar de mirarse; él se bebió el contenido de un trago mientras ella sólo bebía un sorbo. Dejaron los vasos, y se abrazaron. Él deslizó las manos por la espalda de la joven y después las subió hasta los hombros desnudos. Los brazos y hombros de ella eran fuertes y estaban bronceados por el sol. Él le sujetó los brazos, admirado, mientras se inclinaba para besarle el cuello.

Luther desvió la mirada, avergonzado por ser testigo de este encuentro tan personal. Una emoción extraña, si tenía en cuenta que aún se enfrentaba al peligro de ser descubierto. Pero no era tan viejo como para no apreciar la ternura, la pasión que poco a poco se desplegaba ante él.

Cuando volvió a mirar, sonrió por fuerza. La pareja bailaba lentamente por la habitación. Se veía que el hombre tenía mucha práctica; la compañera menos, pero él la guió a través de los pasos sencillos hasta que una vez más acabaron junto a la cama.

El hombre hizo una pausa para llenar su vaso y se lo bebió deprisa. Ahora la botella estaba vacía. Mientras él la abrazaba otra vez, ella se inclinó sobre él, le tironeó de la chaqueta, comenzó a deshacerle el nudo de la corbata. Las manos del hombre buscaron la cremallera del vestido y poco a poco bajaron hacia la cintura. El vestido negro cayó al suelo y ella salió del mismo, sólo con las bragas negras y medias hasta el muslo; no llevaba sujetador.

Tenía el tipo de cuerpo que pone celosas a todas las mujeres que no lo poseen. Cada curva estaba en el lugar adecuado. Una cintura que Luther hubiese podido ceñir con las dos manos. Mientras se inclinaba hacia un lado para quitarse las medias, Luther observó los pechos grandes y redondos. Las piernas eran delgadas y musculosas, sin duda el resultado de muchas horas de ejercicio bajo la mirada atenta de un entrenador personal.

El hombre se quitó el traje y la camisa, y, en calzoncillos, se sentó en el borde de la cama. Contempló a la mujer, que se tomó su tiempo para quitarse las bragas. Tenía el trasero redondo y firme, de un blanco cremoso que resaltaba con el perfecto bronceado. Al verla por fin desnuda del todo, el hombre sonrió. Los dientes blancos y bien alineados. A pesar del alcohol, los ojos aparecían claros y enfocados.

Ella sonrió ante su atención y avanzó sin prisa. En cuanto la tuvo a su alcance, él la sujetó entre los brazos, la apretó contra su cuerpo. La mujer se frotó arriba y abajo contra su pecho.

Una vez más, Luther comenzó a desviar la mirada. Deseaba más que nada en el mundo que el espectáculo acabara lo antes posible y que estas personas se marcharan. Sólo tardaría unos minutos en regresar al coche, y el recuerdo de esta noche permanecería en su memoria como una experiencia única, aunque hubiera podido resultar desastrosa.

Pero entonces el hombre sujetó las nalgas de la mujer y después comenzó a azotarlas, una y otra vez. Luther torció el gesto ante el dolor ajeno; la piel blanca se veía ahora roja. Sin embargo, la mujer estaba demasiado bebida como para sentir el dolor o bien gozaba con este tratamiento, porque mantuvo la sonrisa. Luther sintió la tensión en las tripas al ver como los dedos del hombre se clavaban en la carne suave.

La boca del hombre bailó sobre su pecho; ella pasó los dedos por la espesa cabellera al tiempo que situaba el cuerpo entre sus piernas. La muchacha cerró los ojos, sonrió de placer mientras echaba la cabeza hacia atrás. Después abrió los ojos y le besó.

Los dedos fuertes del hombre abandonaron las nalgas maltratadas y comenzaron a masajearle la espalda con suavidad. Entonces volvió a clavarle los dedos hasta que la mujer se apartó con una mueca. Ella esbozó una sonrisa y él se detuvo mientras la joven le tocaba los dedos con los suyos. Él volvió a dedicarse a los senos y le chupó los pezones. Cerró los ojos y sus jadeos se convirtieron en un gemido. El hombre la besó en el cuello. Tenía los ojos bien abiertos y miraba hacia donde estaba sentado Luther pero sin imaginar que pudiera estar allí.

Luther miró al hombre, a aquellos ojos, y no le gustó lo que vio.

Pozos de sombras rodeados por una aureola roja, como algún planeta siniestro visto a través de un telescopio. De pronto pensó que la mujer desnuda estaba en poder de algo no tan gentil, no tan cariñoso como esperaba.

Por fin la mujer se impacientó y empujó a su amante sobre la cama. Se montó a horcajadas ofreciéndole a Luther una visión por detrás de algo que debería haber estado reservado a su ginecólogo y a su marido. Ella intentó moverse, pero entonces con un impulso brutal él la tumbó a un lado y se subió encima de la mujer, la cogió de las piernas y se las levantó hasta que quedaron perpendiculares a la cama.

Luther se quedó rígido en el sillón ante el siguiente movimiento del hombre. Él la cogió del cuello y le metió la cabeza entre sus piernas. Lo repentino del acto la hizo boquear, sus labios casi pegados al pene. Entonces él se rió al tiempo que le soltaba las piernas. Un tanto mareada, ella atinó a sonreír y se levantó apoyada en los codos mientras él la dominaba con su altura. Él se cogió el pene con una mano y con la otra le separó las piernas. Mientras ella se tendía con languidez para aceptarlo, él la miró con una mirada salvaje.

Pero en lugar de penetrarla, él le cogió los pechos y se los apretó, al parecer con demasiada fuerza, porque, por fin, Luther escuchó un grito de dolor y la mujer le dio una bofetada. Él la soltó y le devolvió el golpe con saña. Luther vio brotar sangre por una de las comisuras de la boca y derramarse por los labios, cubiertos por una espesa capa de carmín.

– Maldito cabrón.

Ella rodó sobre la cama y se sentó en el suelo. Se pasó los dedos por la boca, probó el gusto de su sangre, por un momento su cerebro borracho recuperó la lucidez. Las primeras palabras que Luther acababa de escuchar con toda claridad hasta ahora le golpearon con la fuerza de un martillo. Dejó el sillón y avanzó hacia el espejo.

El hombre sonrió. Luther se quedó rígido al ver la sonrisa. Se parecía más a la mueca de una bestia dispuesta a matar y no la de un ser humano

– Maldito cabrón -repitió ella, la voz un poco más baja, las palabras farfulladas.

En el momento que ella se levantaba, él le cogió un brazo, se lo retorció hasta tumbarla en el suelo. El hombre se sentó en la cama con una expresión de triunfo.

Con la respiración agitada, Luther permaneció casi pegado al espejo, abrió y cerró las manos mientras miraba. Rogó para que los demás aparecieran. Echó un rápido vistazo al mando sobre el sillón y después miró el dormitorio.

La mujer se había medio levantado del suelo; poco a poco recuperaba el aliento. Se habían esfumado los sentimientos románticos. Luther lo vio en sus movimientos, cautelosos y deliberados. Al parecer, su compañero no advirtió el cambio en los movimientos ni el destello furioso en los ojos azules, porque si no no se hubiese puesto de pie, tendiendo una mano para que ella se cogiera, cosa que ella hizo.

La sonrisa del hombre desapareció en el acto cuando el rodillazo hizo blanco entre sus piernas. El impacto le hizo doblarse en dos y acabó con su erección. Ni un sólo sonido escapó de sus labios mientras se derrumbaba, excepto el de un jadeo. La mujer recogió las bragas y comenzó a ponérselas.

El la sujetó de un tobillo, la hizo caer, con las bragas a media pierna.

– Puta de mierda. -Las palabras sonaron entrecortadas a medida que intentaba recuperar la respiración, sin soltarle el tobillo, arrastrándola hacia él.

Ella volvió a patearle, una y otra vez. Los pies golpearon las costillas, pero él no la soltó.

– Eres una jodida puta del carajo -dijo el hombre.

Al escuchar el tono de amenaza en aquellas palabras, Luther dio un paso hacia el espejo, una de sus manos voló hacia la suave superficie como si quisiera atravesarla, sujetar ál hombre, apartarlo.

El hombre se levantó con esfuerzo y a Luther se le puso la piel de gallina al ver su mirada.

Las manos del hombre rodearon la garganta de la mujer.

El cerebro de ella, obnubilado por el alcohol, comenzó a funcionar a toda pastilla. Sus ojos, llenos de miedo, miraron a izquierda y derecha a medida que aumentaba la presión sobre su cuello y no podía respirar. Le arañó los brazos, clavándole las uñas.

Luther vio la sangre manar de la piel del hombre pero él no aflojó la presión.

Ella le pateó las piernas y se retorció, pero él pesaba casi el doble;el atacante no cedió.

Luther miró una vez más el mando a distancia. Podía abrir la puerta. Podía acabar con esto. Pero sus piernas no le respondieron. Miró impotente a través del espejo, el sudor le corría por la frente, manaba de todos los poros de su cuerpo; jadeaba mientras su pecho subía y bajaba con movimientos espasmódicos. Apoyó las dos manos sobre el cristal.

Luther contuvo la respiración cuando la mujer se fijó por un instante en la mesilla de noche. Entonces, con un movimiento frenético, empuñó el abrecartas, y de un golpe lo clavó en el brazo del hombre.

Él lanzó un gruñido de dolor, soltó a su víctima y se sujetó el brazo ensangrentado. Por un instante terrible se miró la herida como si aquello no fuera posible. Acuchillado por esta mujer.

Cuando volvió a mirar a la mujer, Luther casi escuchó el gruñido asesino antes de que escapara de los labios del hombre.

Entonces él la golpeó, con una fuerza que Luther nunca había visto pegarle a una mujer. El puño chocó contra la carne suave y la sangre manó de la nariz y la boca de ella.

Luther no supo si atribuirlo a todo el alcohol consumido o a qué, pero el golpe que hubiese tumbado a cualquiera, sólo sirvió para enfurecerla todavía más. Con una fuerza convulsiva la mujer consiguió levantarse. Cuando se volvió hacia el espejo, Luther vio el horror reflejado en su rostro al descubrir la súbita destrucción de su belleza. Con ojos incrédulos tocó la nariz hinchada; se metió un dedo en la boca para saber cuántos dientes estaban flojos. Se había convertido en un retrato emborronado, su mayor atributo había desaparecido.


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