La mujer se dio la vuelta para enfrentarse nuevamente al hombre, y Luther vio cómo se tensaban los músculos de la espalda hasta parecer tallados en madera. Con la velocidad del rayo descargó un puntapié en las ingles del hombre. Una vez más, sin fuerzas, con los miembros inútiles y dominado por las náuseas, el hombre se desplomó con un gemido. Adoptó una posición fetal y se protegió los genitales con las manos.

Con el rostro cubierto de sangre, con una mirada que había pasado del horror a la furia homicida, la mujer se dejó caer de rodillas a su lado y levantó el abrecartas por encima de la cabeza.

Luther cogió el mando a distancia y dio un paso hacia el espejo con el dedo apoyado en el botón rojo.

El hombre, al ver que estaba a punto de perder la vida, gritó con toda la fuerza de que fue capaz mientras el abrecartas iniciaba el descenso. La llamada no pasó inadvertida.

Inmóvil como una estatua, Luther dirigió la mirada hacia la puerta que se abrió de par en par.

Dos hombres, con el pelo cortado casi al rape, con trajes que no disimulaban su físico impresionante, entraron en la habitación con las armas preparadas. Antes de que Luther pudiese dar otro paso, ellos habían evaluado la situación y decidido en consecuencia.

Las dos pistolas dispararon casi al unísono.

En su despacho, Kate Whitney repasó el expediente una vez más.

El tipo tenía cuatro condenas previas, y le habían arrestado en otras seis, aunque al final no se habían presentado cargos porque los testigos se habían negado a hablar por miedo o habían acabado muertos en algún contenedor de basura. El hombre era una bomba de relojería ambulante, lista para explotar contra la próxima víctima, todas ellas mujeres.

Ahora la acusación era por asesinato y violación durante la comisión de un robo, que cumplía el criterio para la pena capital según las leyes de Virginia. Esta vez decidió ir por el máximo: pena de muerte. Nunca la había pedido antes, pero si alguien se la merecía, era este tipo, y la mancomunidad no se andaba con remilgos a la hora de autorizarle. ¿Por qué dejarle vivir si él había acabado de la forma más cruel y salvaje con la vida de una estudiante de diecinueve años que había ido a un centro comercial en pleno día a comprar unas medias y un par de zapatos?

Kate se frotó los ojos, después cogió una goma del montón que tenía sobre la mesa, y se hizo una cola de caballo. Echó una ojeada al sencillo y pequeño despacho; había pilas de expedientes por todas partes y por enésima vez se preguntó si algún día dejarían de crecer. Desde luego que no. Al contrario, empeoraría y ella sólo podía hacer lo que estaba a su alcance para contener el derramamiento de sangre. Comenzaría con la ejecución de Roger Simmons, Jr., veintidós años, y uno de los criminales más duros que había conocido, y ya se había enfrentado a unos cuantos en su corta carrera. Recordó cómo le había mirado él aquel día en el juzgado. Su expresión carecía de cualquier remordimiento, preocupación o cualquier otra emoción positiva. También era un rostro sin esperanza, un hecho sustanciado por sus antecedentes que era la historia de una infancia horrorosa. Pero no era problema de ella. Al parecer, el único que no lo era.

Sacudió la cabeza y miró la hora: medianoche pasada. Fue a buscar otra taza de café, perdía la concentración. El último abogado de la fiscalía se había marchado cinco horas antes. El personal de limpieza había acabado su trabajo hacía tres. Caminó descalza por el pasillo hacia la cocina. Si Charlie Manson estuviese por ahí ocupándose de lo suyo, sólo sería uno de sus casos menores; un aficionado en comparación con los monstruos que rondaban ahora por las calles.

Volvió a la oficina con la taza de café en una mano y se detuvo un momento para contemplar su reflejo en la ventana. En su trabajo la apariencia no tenía demasiada importancia; caray, no había tenido una cita en más de un año. Pero fue incapaz de desviar la mirada. Era alta y delgada, quizá demasiado en algunas partes, pero no por eso había abandonado la costumbre de correr siete kilómetros cada día mientras disminuía el consumo de calorías. Subsistía a base de café malo y galletas, y sólo fumaba dos cigarrillos al día, sin renunciar a la esperanza de abandonarlo.

Se sintió culpable del abuso a que sometía a su cuerpo con tantas horas de trabajo y el estrés de pasar de un caso terrible a otro horroroso, pero ¿qué podía hacer? ¿Renunciar porque no se parecía a las mujeres de las portadas de Cosmopolitan? Se consoló a sí misma con el hecho de que ellas trabajaban las veinticuatro horas del día para mantenerse hermosas. El suyo era ocuparse de que la gente que infringía la ley, que hería a los demás, fuera castigada. Llegó a la conclusión que desde cualquier punto de vista estaba haciendo cosas mucho más productivas con su vida.

Se dio un manotazo en la melena; necesitaba un corte de pelo, pero ¿de dónde sacaría el tiempo? El rostro todavía no reflejaba demasiado el peso de la carga que cada vez le resultaba más difícil arrastrar. A los veintinueve años, después de cuatro de jornadas de diecinueve horas e innumerables juicios, había aguantado. Suspiró al comprender que no duraría mucho. En la facultad había sido objeto de las miradas de todos, la causa de pasiones encendidas y sudores fríos. Pero a punto de entrar en los treinta, era consciente de que aquello que había dado por sentado durante tanto tiempo, que incluso había despreciado en muchas ocasiones, no le duraría para siempre. Y como tantas otras cosas que se dan por sentadas o se descartan como poco importantes, poder silenciar un sala con el mero hecho de entrar era algo que echaría de menos.

Conservar la belleza durante los últimos años era algo notable si tenía en cuenta lo poco que había hecho para preservarla. Buenos genes, ahí estaba la razón; tenía suerte. Entonces pensó en su padre y decidió que no había tenido ninguna suerte en materia de genes. Un hombre que robaba a los demás y después pretendía llevar una vida normal. Un hombre que había engañado a todos, incluidas su mujer y su hija. Un hombre en el que no se podía confiar.

Se sentó ante su escritorio, probó el café caliente, le echó un poco más de azúcar y miró al señor Simmons mientras removía las profundidades oscuras de su estimulante nocturno.

Cogió el teléfono y marcó el número de su casa para escuchar los mensajes. Había cinco: dos de otros abogados, uno del policía que sería testigo en el juicio contra el señor Simmons y uno de un investigador de la fiscalía que llamaba a las horas más intempestivas para darle informaciones inútiles. Tendría que cambiar de número de teléfono. En el último mensaje habían colgado. Pero escuchó el rumor de una respiración, casi entendió una o dos palabras. Algo en el sonido le resultó conocido, pero no consiguió ubicarlo. Gente que no tenía nada mejor que hacer.

El café hizo su efecto, su mirada enfocó otra vez el expediente. Miró el pequeño estante con los libros. Encima había una vieja foto de la madre y Kate cuando tenía diez años. Había recortado la figura de Luther Whitney. Un gran agujero junto a la madre y la hija. Una gran nada.

– ¡Me cago en la gran puta! -El presidente de los Estados Unidos se sentó, con una mano sobre sus fláccidas y dolidas partes pudendas, la otra sosteniendo el abrecartas que un momento antes estaba destinado a convertirse en el instrumento de su muerte. Ahora el objeto tenía algo más que sólo su sangre en él-. ¡Me cago en la gran puta, Bill, la has matado! -El objeto de su ira se agachó para ayudarle a levantarse mientras su compañero comprobaba el estado de la mujer; una verificación inútil, ya que dos proyectiles de grueso calibre le habían volado los sesos.

– Lo lamento, señor, no teníamos tiempo. Lo lamento, señor.

Bill Burton era agente del servicio secreto desde hacía doce años; antes había pertenecido a la policía estatal de Maryland durante ocho, y uno de sus disparos acababa de volarle la cabeza a una joven hermosa. A pesar de su gran preparación temblaba como un niño al que acaban de despertar de una pesadilla.

Había matado antes en cumplimiento del deber un vulgar control de carreteras que se había complicado. Pero el muerto había sido un tipo condenado cuatro veces, con una venganza pendiente contra los policías uniformados y había intentado matarle con una pistola Glock semiautomática.

Miró el pequeño cuerpo desnudo y pensó que iba a vomitar. Su compañero, Tim Collin, adivinó lo que iba a pasar y le cogió del brazo. Burton tragó con fuerza y asintió. Lo tenía controlado.

Entre los dos ayudaron a levantarse con mucho cuidado a Alan J. Richmond, presidente de los Estados Unidos, un héroe político y un líder para todas las generaciones, pero que ahora no era más que un borracho desnudo. El presidente les miró ya recuperado del horror inicial a medida que pasaban los efectos del alcohol.

– ¿Está muerta? -Las palabras sonaron borrosas; los ojos parecían moverse en las órbitas como canicas sueltas.

– Sí, señor -respondió Collin. No se dejaba de contestar la pregunta de un presidente, borracho o no.

Burton se mantuvo apartado. Miró una vez más a la mujer y después al presidente. Para eso estaban, hacían su trabajo. Proteger al maldito presidente. Costara lo que costara, esa vida no debía acabar de esa manera. No clavado como un cerdo por una puta borracha.

La boca del presidente esbozó lo que pretendía ser una sonrisa, aunque ni Collin ni Burton lo recordarían así. El presidente comenzó a levantarse.

– ¿Dónde está mi ropa? -preguntó.

– Aquí, señor. -Burton volvió a la realidad; se agachó para recoger las prendas. Estaban muy manchadas, todo el cuarto parecía estarlo, con los sesos de ella.

– Bueno, ayúdenme a levantarme, y a vestirme, maldita sea. Tengo que ir a dar un discurso en alguna parte, ¿no es así? -Soltó una risa aguda. Burton miró a Collin y este a su compañero. Ambos contemplaron cómo el presidente se quedaba dormido en la cama.

En el momento que sonaron los disparos, Gloria Russell, jefa del gabinete, estaba en el baño del primer piso, lo más lejos posible de aquella habitación.

Había acompañado al presidente en muchas de estas aventuras, pero en lugar de acostumbrarse, le disgustaban cada vez más. Imaginar a su jefe, el hombre más poderoso sobre la faz de la tierra, en la cama con todas esas putas de la alta sociedad, las admiradoras de la política. No conseguía entenderlo, y casi había aprendido a no hacer caso. Casi.


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