– Dile al blanco que todo tiene remedio menos esta pierna, que está podrida. Primero la corto, después me ocupo del resto -le anunció a su nieto.
Diego tradujo sin tomar la precaución de bajar la voz, porque de todos modos el padre Alvear estaba casi difunto, pero apenas repitió el diagnóstico de su abuela, el moribundo abrió de par en par unos ojos de fuego.
– Prefiero morirme de una vez, maldición -dijo con la mayor certeza.
Lechuza Blanca lo ignoró, mientras el padre Mendoza abría a la fuerza la boca del pobre hombre, como hacía con los críos que se negaban a tomar leche, y le introducía su famoso embudo. Por allí le echaron un par de cucharadas de un espeso jarabe color óxido que Lechuza Blanca extrajo de su bolsa. En lo que demoraron en lavar con lejía una sierra de cortar madera y preparar unos trapos para el vendaje, el padre Alvear estaba sumido en un sueño profundo, del cual habría de despertar diez horas más tarde, lúcido y tranquilo, cuando ya el muñón de su pierna había dejado hacía rato de sangrar.
Lechuza Blanca le había remendado el resto del cuerpo con una docena de costurones y lo había amortajado en telas de araña, ungüentos misteriosos y vendas. Por su parte, el padre Mendoza dispuso que los neófitos se turnaran para rezar sin pausa, día y noche, hasta que el enfermo sanara.
El método dio resultado. Contra todas las expectativas, el padre Alvear se repuso con bastante rapidez y siete semanas más tarde, acarreado en una litera de mano, pudo regresar por barco al Perú.
Bernardo nunca olvidaría el espanto de la pierna cercenada del padre Alvear y Diego nunca olvidaría el fabuloso poder del jarabe de su abuela. En los meses siguientes la visitó a menudo en su aldea para rogarle que le desvelara el secreto de aquella poción, pero ella se negó una y otra vez con el argumento lógico de que una medicina tan mágica no podía caer en manos de un chiquillo travieso, quien seguro la utilizaría para un mal propósito. En un impulso, como tantos que luego pagaba con palizas, Diego se robó una calabaza con el elixir del sueño, prometiéndose a sí mismo que no lo usaría para amputar miembros humanos, sino para un buen fin, pero tan pronto tuvo el tesoro en su poder comenzó a planear formas de sacarle provecho.
La ocasión se le presentó un caliente mediodía de junio en que volvía con Bernardo de nadar, único deporte en que este lo aventajaba con creces, porque tenía más resistencia, calma y fuerza. Mientras Diego se agotaba dando aletazos anhelantes contra las olas, Bernardo mantenía durante horas el ritmo pausado de su aliento y sus brazadas, dejándose llevar por las corrientes misteriosas del fondo del mar. Si llegaban los delfines, pronto rodeaban a Bernardo, como hacían los caballos, incluso los más indómitos. Cuando nadie se atrevía a aproximarse a un potro embravecido, él se le acercaba con cuidado, le pegaba la cara a la oreja y le musitaba palabras secretas, hasta aplacarlo. No había en toda la zona quien domara más rápido y mejor a un potro que ese niño indio.
Aquella tarde oyeron desde lejos los gritos de terror de García, torturado una vez más por los matones de la escuela. Eran cinco, guiados por Carlos Alcázar, el alumno mayor y más temible de todos. Tenía la capacidad intelectual de un piojo, pero le alcanzaba para inventar métodos de crueldad siempre novedosos. Esta vez habían desnudado a García y lo tenían atado a un árbol y untado de arriba abajo con miel. García chillaba a pleno pulmón, mientras sus cinco verdugos observaban fascinados la nube de mosquitos y las filas de hormigas que empezaban a atacarlo. Diego y Bernardo hicieron una evaluación rápida de las circunstancias y comprendieron que estaban en indudable desventaja. No podían batirse con Carlos y sus secuaces, tampoco era cosa de ir a buscar ayuda, porque habrían quedado como cobardes.
Diego se les acercó sonriendo, mientras a sus espaldas Bernardo apretaba los dientes y los puños.
– ¿Qué hacéis? -preguntó, como si no fuera evidente.
– Nada que te importe, idiota, a menos que quieras acabar igual que García -replicó Carlos, coreado por las carcajadas de su banda.
– No me importa nada, pero pensaba usar a este gordo como carnada para osos. Sería una lástima perder esa buena grasa en las hormigas -dijo Diego, indiferente.
– ¿Oso? -gruñó Carlos.
– Te cambio a García por un oso -propuso Diego con aire lánguido, mientras se escarbaba las uñas con un palito.
– ¿De dónde vas a sacar un oso? -preguntó el matón.
– Eso es cosa mía. Pienso traerlo vivo y con un sombrero puesto. Puedo regalártelo, si es que lo quieres, Carlos, pero para eso necesito a García -repuso Diego.
Los muchachos se consultaron en murmullos, mientras García sudaba hielo y Bernardo se rascaba la cabeza, calculando que esta vez a Diego se le pasaba la mano. El método usual para atrapar osos vivos, que se usaban para las peleas con toros, requería fuerza, destreza y buenos caballos. Varios jinetes expertos laceaban al animal y lo sujetaban con los corceles, mientras otro vaquero, que servía de señuelo, iba adelante provocándolo. Así lo conducían a un corral, pero la diversión solía costar cara, porque a veces el oso, capaz de correr más rápido que cualquier caballo, lograba soltarse y se lanzaba contra quien estuviera más cerca.
– ¿Quién te ayudará? -preguntó Carlos.
– Bernardo.
– ¿Ese indio bruto?
– Bernardo y yo podemos hacerlo solos, siempre que tengamos a García como cebo -dijo Diego.
En dos minutos cerraron el trato y los desalmados se fueron, mientras Diego y Bernardo soltaban a García y lo ayudaban a lavarse la miel y los mocos en el río.
– ¿Cómo vamos a cazar un oso vivo? -preguntó Bernardo.
– No sé todavía, tengo que pensarlo -replicó Diego, y a su hermano no le cupo duda de que hallaría la solución.
El resto de la semana se fue en preparar los elementos necesarios para la barrabasada que iban a cometer. Encontrar un oso era lo de menos, se juntaban por docenas en los sitios donde mataban a las reses, atraídos por el olor de la carnaza, pero no podían enfrentarse con más de uno, sobre todo si se trataba de hembras con crías. Debían hallar un oso solitario, lo que tampoco resultaba difícil, porque abundaban en verano.
García se declaró enfermo y no salió de su casa en varios días, pero Diego y Bernardo lo obligaron a acompañarlos con el argumento imbatible de que si no lo hacía iría a parar de nuevo a manos de la patota de Carlos Alcázar. Bromeando, Diego le dijo que en verdad iban a usarlo como señuelo, pero al ver que a García le flaqueaban las rodillas se apiadó y lo hizo partícipe del plan trazado con Bernardo.
Los tres chiquillos anunciaron a sus madres que pasarían la noche en la misión, donde el padre Mendoza celebraba, como todos los años, la fiesta de San Juan. Se fueron muy temprano, en una carreta tirada por un par de mulas viejas, provistos de sus reatas. García iba muerto de miedo, Bernardo preocupado y Diego silbando.
Tan pronto dejaron atrás la casa de la hacienda y abandonaron la ruta principal, se internaron por el Sendero de las Astillas, que los indios creían embrujado. La edad de las mulas y las irregularidades del terreno los obligaban a avanzar con parsimonia, y eso les daba tiempo de guiarse por las huellas en el suelo y los arañazos en las cortezas de los árboles. Iban llegando al aserradero de Alejandro de la Vega, que proveía madera para las viviendas y los barcos en reparación, cuando los rebuznos de las mulas despavoridas avisaron de la presencia de un oso. Los leñadores habían acudido a la fiesta de San Juan y no se veía un alma por los alrededores, sólo las sierras y hachas abandonadas y las pilas de troncos en torno a una rústica construcción de tablas.
Desengancharon las mulas y las llevaron a tirones hasta el galpón, para protegerlas; luego Diego y Bernardo procedieron a instalar su trampa, mientras García vigilaba a corta distancia del refugio. Había llevado una abundante merienda y, como los nervios le daban hambre, no había dejado de masticar desde que salieron por la mañana. Atrincherado en su escondite, observó a los otros, que pasaron cuerdas por las ramas más gruesas de un par de árboles, colocaron los lazos, como habían visto hacer a los vaqueros, y al centro acomodaron lo mejor posible unas ramas cubiertas con la piel de ciervo que usaban cuando salían a cazar con los indios. Debajo de la piel pusieron la carne fresca de un conejo y una bola de cebo empapado en el jarabe de la adormidera. Después se fueron al galpón a compartir la merienda de García.
Los compinches se habían preparado para pasar allí un par de días, pero no tuvieron que aguardar tanto, porque poco más tarde apareció el oso, anunciado por los rebuznos de las mulas. Era un macho viejo bastante grande. Avanzaba como una masa temblorosa de grasa y piel oscura, bamboleándose de lado a lado con inesperada agilidad y gracia. Los chavales no se dejaron engañar por la actitud de mansa curiosidad de la bestia, sabían de lo que era capaz, y rogaron para que la brisa no le llevara el olor humano y el de las mulas. Si el oso embestía el galpón, la puerta no resistiría.
El animal dio un par de vueltas por los alrededores y de pronto vio lo que parecía un venado inmóvil. Se levantó en dos patas y alzó los brazos, entonces los niños pudieron verlo entero, se trataba de un gigante de ocho pies de altura. Lanzó un gruñido pavoroso, dio unos manotazos amenazantes y enseguida se precipitó con la inmensidad de su peso sobre la piel, aplastando el ligero armazón que la sostenía. Se vio desplomado en el suelo sin saber qué había ocurrido, pero se repuso de inmediato y se incorporó. Volvió a atacar al falso venado con las garras y entonces descubrió la carnada oculta debajo y la devoró de dos tarascones. Destrozó la piel buscando algún alimento más consistente y, al no encontrarlo, volvió a ponerse de pie, confuso. Dio un paso adelante y pisó medio a medio los lazos, activando la trampa. En un instante se tensaron las cuerdas y el oso quedó colgando cabeza abajo entre los dos árboles.
Los muchachos celebraron a grito pelado un triunfo muy breve, porque el peso del animal balanceándose en el aire quebró las ramas. Espantados, Diego, Bernardo y García se parapetaron en el galpón con las mulas, buscando algo con qué defenderse, mientras afuera el oso, despatarrado en el suelo, trataba de soltar la pata derecha del lazo, que todavía lo unía a una de las ramas rotas del árbol.