Al término del rodeo, el pueblo celebraba el trabajo bien cumplido en una parranda de varios días, en la que participaban pobres y ricos, blancos e indios, jóvenes y los pocos viejos de la colonia. Sobraba comida y licor, se bailaba hasta que las parejas caían aturdidas al son de los músicos llegados de México, se cruzaban apuestas en peleas de hombres, de ratas, de gallos, de perros, de osos con toros. En una noche se podía perder lo ganado en el rodeo.

La fiesta culminaba al tercer día con una misa ofrecida por el padre Mendoza, quien arreaba a los borrachos con una fusta rumbo a la iglesia y obligaba, mosquete en mano, a casarse a los seductores de las doncellas neófitas, porque había sacado la cuenta de que nueve meses después de cada rodeo nacía un escándalo de criaturas sin padre conocido.

Durante un año de sequía hubo que sacrificar a los caballos salvajes para dejar el pasto al ganado. Diego acompañó a los vaqueros, pero por una vez Bernardo se negó a ir con él, porque sabía de qué se trataba y no podía soportarlo. Rodeaban a las manadas de caballos, las espantaban con pólvora y perros, las perseguían al galope tendido, guiándolas hacia los acantilados, donde se precipitaban en ciega estampida. Caían al vacío por centenares, unos encima de otros, desnucándose o quebrándose las patas en el fondo del barranco. Los más afortunados morían con el golpe, otros agonizaban durante días en una nube de moscas y una fetidez de carne macerada que atraía a osos y buitres.

Dos veces a la semana Diego debía hacer el viaje hasta la misión San Gabriel para recibir del padre Mendoza rudimentos de escolaridad. Bernardo siempre lo acompañaba y el misionero terminó por aceptarlo en la clase, a pesar de que consideraba innecesario y hasta peligroso educar demasiado a los indios, porque les ponía ideas atrevidas en el cerebro. El chiquillo no tenía la misma rapidez mental de Diego y solía quedarse atrás, pero era porfiado y no cejaba, aunque pasara las noches quemándose las pestañas a la luz de las velas. Tenía un carácter reservado y quieto, que contrastaba con la alegría explosiva de Diego.

Secundaba a su amigo con lealtad incuestionable en todas las trastadas que a éste se le ocurrían y, si llegaba el caso, se resignaba sin aspavientos a ser castigado por algo que no había sido idea suya, sino de Diego. Desde que pudo tenerse en pie asumió el papel de proteger a su hermano de leche, a quien creía destinado a grandes proezas, como los heroicos guerreros del repertorio mitológico de Lechuza Blanca.

Diego, para quien estar quieto y puertas adentro era un tormento, se las arreglaba a menudo para escabullirse de la tutela del padre Mendoza y salir al aire libre. Las lecciones le entraban por una oreja y las recitaba deprisa, antes de que le salieran por la otra. Con su desparpajo lograba engañar al padre Mendoza, pero después tenía que enseñárselas letra por letra a Bernardo y así, de puro repetirlas, terminaba por aprenderlas.

Estaba tan empeñado en jugar, como Bernardo en estudiar. Al cabo de mucho tira y afloja llegaron al acuerdo de que instruiría a Bernardo a cambio de que éste practicara el lazo, el látigo y la espada con él.

– No veo para qué esmerarnos en aprender cosas que no nos servirán de nada -reclamó Diego, un día que llevaba horas repitiendo la misma cantaleta en latín.

– Todo sirve tarde o temprano -replicó Bernardo-. Es como la espada. Probablemente nunca seré un dragón, pero no está de más aprender a usarla.

Muy pocos sabían leer y escribir en Alta California, salvo los misioneros, que siendo hombres rudos, casi todos de origen campesino, al menos tenían un barniz de cultura. No había libros disponibles y en las contadas ocasiones en que llegaba una carta, seguro contenía una mala noticia, de modo que el destinatario no se apuraba demasiado en llevársela a un fraile para que la descifrara. Pero Alejandro de la Vega tenía el prurito de la educación y luchó por años para traer un maestro de México. Entonces Los Ángeles era algo más que el pueblo de cuatro calles que él viera nacer; se había convertido en paso obligado de los viajeros, en lugar de reposo para los marineros de los barcos mercantes, en centro del comercio de la provincia. Monterrey, la capital, quedaba tan lejos, que la mayoría de los asuntos de gobierno se ventilaban en Los Ángeles. Aparte de las autoridades y los oficiales militares, la población era mezclada y se hacía llamar gente de razón, para distinguirse de los indios puros y la servidumbre. Clase aparte eran los españoles de buena sangre.

El pueblo ya contaba con plaza de toros y un flamante prostíbulo compuesto por tres mestizas de virtud negociable y una mulata opulenta de Panamá cuyo precio era fijo y bastante alto. Había un edificio especial para las reuniones del alcalde y los regidores, que también servía de tribunal y teatro, donde solían representarse zarzuelas, obras morales y actos patrióticos. En la plaza de Armas se construyó una glorieta para músicos, que animaban las tardes a la hora del paseo, cuando los jóvenes solteros de ambos sexos, vigilados por sus padres, se lucían en grupos, las niñas caminando en un sentido y los muchachos en el contrarío. Hotel, en cambio, aún no existía; en realidad pasarían diez años antes de que se creara el primero; los viajeros se alojaban en las casas pudientes, donde nunca faltó comida y camas para recibir a quienes solicitaran hospitalidad. En vista de tanto progreso, Alejandro de la Vega consideró indispensable que también hubiese una escuela en el pueblo, aunque nadie compartía su inquietud. Con su propio dinero, solo y a pulso, logró fundar la primera de la provincia, que por muchos años habría de ser la única.

La escuela abrió sus puertas justo cuando Diego cumplió nueve años y el padre Mendoza anunció que ya le había enseñado todo lo que sabía, menos decir misa y exorcizar demonios. Era un galpón tan oscuro y polvoriento como la cárcel, situado en una esquina de la plaza principal, provisto de una docena de bancos de hierro y un látigo de siete colas colgando junto a la pizarra. El maestro resultó ser uno de esos hombrecillos insignificantes a quienes el menor ápice de autoridad convierte en seres brutales. Diego tuvo la mala suerte de ser uno de sus primeros alumnos, junto a un puñado de otros niños varones, retoños de las familias honorables del pueblo. Bernardo no pudo asistir, a pesar de que Diego le suplicó a su padre que le permitiera estudiar. A Alejandro de la Vega le pareció encomiable la ambición de Bernardo, pero decidió que no se podía hacer excepciones, porque si era aceptado se debía dar entrada a otros como él, y el maestro había anunciado, con claridad meridiana, su intención de marcharse si cualquier indio asomaba la nariz en su «digno establecimiento del saber», como lo llamaba. La necesidad de enseñarle a Bernardo, más que el látigo de siete colas, motivó a Diego a prestar atención en las clases.

Entre los alumnos estaba García, hijo de un soldado español y la dueña de la taberna, un niño sin muchas luces, gordinflón, con los pies planos y sonrisa bobalicona, víctima favorita del maestro y de los otros estudiantes, que le atormentaban sin tregua. Por un anhelo de justicia que él mismo no lograba explicar, Diego se convirtió en su defensor, ganándose la admiración fanática del gordo.

En los afanes de cultivar la tierra, arrear el ganado y cristianizar a los indios, al padre Mendoza se le fueron pasando los años sin arreglar el techo de la iglesia, averiado durante el ataque de Toypurnia. En esa ocasión atajaron a los indios con una explosión de pólvora que sacudió el edificio hasta los tuétanos. Al elevar la hostia para consagrarla en la misa, su mirada se posaba inevitablemente en las vigas tembleques y, alarmado, el misionero se prometía repararlas antes de que se desmoronaran sobre su pequeña congregación, pero luego debía atender otros asuntos y olvidaba sus propósitos hasta la misa siguiente. Entretanto las termitas fueron devorando las maderas y por fin ocurrió el accidente que el padre Mendoza tanto temía.

Por fortuna no sucedió cuando el recinto estaba lleno, que hubiera sido catastrófico, sino en uno de los muchos temblores que solían sacudir la tierra en la zona, por algo el río se llamaba Jesús de los Temblores. El techo le cayó encima a una sola víctima, el padre Alvear, santo varón que había viajado desde el Perú para conocer la misión San Gabriel. El estrépito del derrumbe y la nube de polvo atrajeron a los neófitos, que acudieron corriendo y se pusieron de inmediato a la tarea de quitar los escombros para desenterrar al desafortunado visitante.

Lo hallaron despachurrado como una cucaracha debajo de la viga mayor. En toda lógica debió haber muerto, porque demoraron buena parte de la noche en rescatarlo, mientras el pobre hombre se desangraba sin consuelo; pero Dios hizo un milagro, como explicó el padre Mendoza, y cuando por fin lo extrajeron de las ruinas, todavía respiraba.

Al padre Mendoza le bastó una mirada para darse cuenta de que sus escasos conocimientos de medicina no lograrían salvar al herido, por mucho que ayudara el poder divino. Sin más demora, mandó a un neófito con dos caballos a buscar a Lechuza Blanca. En esos años había podido comprobar que la veneración de los indios por esa mujer era plenamente justificada.

Por casualidad, Diego y Bernardo llegaron a la misión al día siguiente del terremoto, conduciendo unos corceles de pura raza que Alejandro de la Vega había enviado de regalo a los misioneros. Como nadie salió a recibirlos ni a darles las gracias, porque todo el mundo estaba atareado en recoger los destrozos del sismo y en atender la agonía del padre Alvear, los niños ataron los caballos y se quedaron a participar del novedoso espectáculo. Así fue como estuvieron presentes cuando por fin llegó Lechuza Blanca al galope, siguiendo al neófito que fuera a buscarla. A pesar de su rostro surcado por nuevas arrugas y su melena aún más blanca, había cambiado muy poco en esos años, era la misma mujer fuerte y eternamente joven que acudiera diez años antes a la hacienda De la Vega a salvar a Regina de la muerte. Esta vez venía en una misión similar y también traía su bolsa de plantas medicinales.

Como la india se negaba a aprender castellano y el vocabulario del padre Mendoza en la lengua de ella era muy reducido, Diego se ofreció para traducir. Habían puesto al paciente sobre el mesón de palo sin pulir del comedor y a su alrededor se habían congregado los habitantes de San Gabriel. Lechuza Blanca examinó atentamente las heridas, que el padre Mendoza había vendado, pero no se había atrevido a coser porque debajo estaban los huesos hechos trizas. La curandera palpó con sus dedos expertos el cuerpo entero e hizo un inventario de las reparaciones que debían efectuarse.


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