Pronto se halló perdido en la inmensidad de los cerros. Dio con una vertiente y aprovechó para beber y bañarse, después se alimentó con frutos desconocidos arrancados de los árboles. Tres cuervos, aves veneradas por la tribu de su madre, pasaron volando varias veces muy cerca de su cabeza; lo atribuyó a una señal de augurio favorable y eso le dio ánimo para continuar.
Al caer la noche encontró un hueco protegido por dos rocas, encendió fuego, se envolvió en su manta y se durmió al instante, rogando para que no le fallara la buena estrella, que según Bernardo siempre lo alumbraba, porque no tendría la menor gracia haber llegado tan lejos para morir en las zarpas de un puma.
Despertó de noche cerrada con el reflujo ácido de los frutos que había comido y unos aullidos cercanos de coyotes. Del fuego sólo quedaban tímidas brasas, que alimentó con unos palos, calculando que no bastaría esa ridícula fogata para mantener a raya a las fieras. Se acordó de que en los días anteriores había visto varias clases de animales, que los rondaban sin atacarlos, y elevó una plegaria para que no lo hicieran ahora, cuando se hallaba solo.
En ese momento vio claramente a la luz de las llamas unos ojos colorados observándolo con fijeza espectral. Empuñó el cuchillo, creyendo que era un lobo atrevido, pero al incorporarse lo vio mejor y se dio cuenta de que se trataba de un zorro. Le pareció curioso que no se moviera, parecía un gato calentándose en el rescoldo de la fogata. Lo llamó, pero el animal no se acercó, y cuando él quiso hacerlo, retrocedió con cautela, manteniendo siempre la misma distancia entre ambos. Diego cuidó el fuego por un rato, hasta que lo venció el cansancio y volvió a dormirse, a pesar de los insistentes aullidos de los lejanos coyotes. Cada tanto despertaba de súbito, sin saber dónde se hallaba, y veía al extraño zorro en el mismo lugar, como un espíritu vigilante. La noche se le hizo eterna, hasta que por fin las primeras luces del amanecer revelaron el perfil de las montañas. El zorro ya no estaba.
En los días siguientes nada sucedió que Diego pudiera interpretar como una visión, salvo la presencia del zorro, que llegaba con la caída de la noche y se quedaba con él hasta la madrugada, siempre quieto y atento. Al tercer día, aburrido y desfalleciente de hambre, trató de hallar el camino de regreso, pero no fue capaz de ubicarse. Decidió que sería imposible dar con Lechuza Blanca, pero si bajaba los cerros, tarde o temprano llegaría al mar y allí encontraría el Camino Real.
Se puso en marcha, pensando en la frustración de su abuela y su madre cuando supieran que el descomunal esfuerzo de esos días no le había dado una visión reveladora de su destino, sino sólo desaliento, y se preguntó si Bernardo habría tenido más suerte que él. No alcanzó a llegar lejos, porque al pasar por encima de un tronco caído plantó el pie sobre una serpiente. Recibió un pinchazo en el tobillo y habrían de transcurrir un par de segundos antes de que oyera el golpeteo inconfundible de la cascabel y se diera cuenta cabal de lo sucedido. No le cupo duda: la bicha tenía el cuello delgado, la cabeza triangular y los párpados capotudos. El espanto lo golpeó en el estómago como la inolvidable patada del pirata.
Retrocedió varios pasos, alejándose de la culebra, al tiempo que hacía un recuento de sus vagos conocimientos sobre la cascabel. Sabía que el veneno no siempre es mortal, depende de la cantidad inyectada, pero él estaba debilitado y se encontraba tan lejos de cualquier clase de ayuda, que la muerte parecía muy probable, si no del veneno, de inanición. Había visto a un vaquero despachado al otro mundo por uno de esos reptiles; el hombre se tendió en un pajar a dormir su borrachera y no despertó más. Según el padre Mendoza, Dios se lo había llevado a su santo seno, donde ya no volvería a golpear a su mujer, mediante la perfecta combinación de ponzoña y alcohol. Se acordó también de los tratamientos de burro para esos casos: cortarse a fondo con un cuchillo o quemarse con un carbón encendido.
Vio que la pierna se le ponía morada, sintió que le salivaba la boca, le cosquilleaban la cara y las manos, se sacudía de escalofríos. Comprendió que empezaba a desvariar de pánico y debía tomar una resolución pronto, antes de que se le acabaran de nublar los pensamientos: si se movía, la ponzoña de la víbora circularía más rápido por su cuerpo, y si no lo hacía, moriría allí mismo. Prefirió seguir adelante, a pesar de que se le doblaban las rodillas y se le habían hinchado tanto los párpados que no podía ver. Echó a trotar cerro abajo, llamando a su abuela con voz de sonámbulo, mientras se consumían irremisiblemente sus últimas fuerzas.
Diego cayó de bruces. Con un esfuerzo lento y largo pudo darse vuelta y quedar con la cara al cielo, bajo el sol refulgente de la mañana. Jadeaba, atormentado por una sed súbita, y sudaba cal viva, mientras al mismo tiempo tiritaba con el hielo de la sepultura. Maldijo al Dios cristiano, por abandonarlo, y al Gran Espíritu, quien en vez de premiarlo con una visión, como había sido el trato, se burlaba de él con aquella trastada indigna. Perdió el contacto con la realidad y perdió también el miedo. Empezó a flotar en un caliente vendaval, como si prodigiosas corrientes lo elevaran en espiral hacia la luz. Se sintió súbitamente alborozado ante la posibilidad de la muerte y se abandonó con una inmensa paz.
El torbellino ardiente en que flotaba iba alcanzando el cielo, cuando los vientos se invirtieron, lanzándolo como un peñasco al fondo de un abismo. Antes de hundirse en total desvarío, vio en un chispazo de conciencia los ojillos colorados del zorro mirándolo desde la muerte.
En las horas siguientes Diego chapaleó en el alquitrán de sus pesadillas, y cuando por fin logró desprenderse y salir a la superficie, sólo recordaba la sed infinita y los ojos inmóviles del zorro. Se encontró envuelto en una manta, alumbrado por las llamas de una hoguera y acompañado por Bernardo y Lechuza Blanca. Tardó un rato en volver al cuerpo, hacer un inventarío de sus dolores y llegar a una conclusión.
– Me mató la cascabel -dijo apenas pudo sacar la voz.
– No estás muerto, hijo, pero te faltó poco -sonrió Lechuza Blanca.
– No pasé la prueba, abuela -dijo el muchacho.
– Sí la pasaste, Diego -le informó ella.
Bernardo lo había encontrado y llevado hasta allí. El niño indio estaba listo para regresar donde Lechuza Blanca, cuando se le apareció un zorro. No dudó de que se trataba de una señal, porque le pareció insólito que ese animal de hábitos nocturnos se le cruzara entre las piernas a plena luz de sol. En vez de obedecer al instinto de darle caza, se detuvo a observarlo. El zorro no huyó, sino que se instaló a pocas varas de distancia a mirarlo de vuelta con las orejas alertas y el hocico tembloroso.
En otra circunstancia, Bernardo se habría limitado a tomar nota de la rara conducta del animal, pero se encontraba en un estado de alucinación, con los sentidos en ascuas y el corazón abierto a los presagios. Sin vacilar, empezó a seguirlo por donde el zorro quiso llevarlo, hasta que un rato más tarde tropezó con el cuerpo inerte de Diego.
Vio la pierna de su hermano monstruosamente hinchada y supo de inmediato lo ocurrido. No podía perder ni un instante; se lo echó al hombro como un fardo y emprendió marcha forzada hacia el sitio donde estaba Lechuza Blanca, quien aplicó sus hierbas en la pierna de su nieto y le hizo sudar el veneno hasta que abrió los ojos.
– El zorro te salvó. Es tu animal totémico, tu guía espiritual -le explicó-. Debes cultivar su habilidad, su astucia, su inteligencia. Tu madre es la luna y tu casa son las cuevas. Como el zorro, te tocará descubrir lo que se oculta en la oscuridad, disimular, esconderte de día y actuar por la noche.
– ¿Para qué? -preguntó Diego, confundido.
– Un día lo sabrás, no se puede apurar al Gran Espíritu. Entretanto, prepárate para que estés listo cuando llegue ese día -le instruyó la india.
Por prudencia, los muchachos mantuvieron en secreto el rito conducido por Lechuza Blanca. La colonia española consideraba las tradiciones de los indios como disparatados actos de ignorancia, cuando no de salvajismo. Diego no quería que le llegaran comentarios a su padre. A Regina le confesó la extraña experiencia con el zorro, sin darle detalles. A Bernardo nadie le hizo preguntas, porque la mudez lo había vuelto invisible, condición insospechadamente ventajosa.
La gente hablaba y actuaba delante de él como si no existiera, dándole oportunidad de observar y aprender sobre la duplicidad de la condición humana. Empezó a practicar la habilidad de leer la expresión corporal y así descubrió que no siempre las palabras corresponden a las intenciones. Concluyó que los matones resultaban por lo general fáciles de doblegar, que los vehementes eran los menos sinceros, que la arrogancia era propia de los ignorantes, que los aduladores solían ser ruines. Mediante observación sistemática y disimulada aprendió a descifrar el carácter ajeno y aplicó esos conocimientos para proteger a Diego, quien era de naturaleza confiada y le costaba mucho imaginar en otros los defectos que él no tenía.
Los muchachos no volvieron a ver al potrillo negro ni al zorro. Bernardo creyó vislumbrar a veces a Tornado galopando en medio de una manada salvaje y, en uno de sus paseos, Diego encontró una covacha con zorritos recién nacidos; pero no pudieron relacionar nada de eso con las visiones atribuidas al Gran Espíritu.
En todo caso, el rito de Lechuza Blanca marcó una etapa. Ambos tuvieron la impresión de haber cruzado un umbral y dejado atrás la infancia. No se sentían hombres todavía, pero sabían que estaban dando los primeros pasos en el arduo camino de la virilidad. Despertaron juntos a las exigencias perentorias del deseo carnal, mucho más intolerables que la dulce y vaga atracción que Bernardo sentía desde los diez años por Rayo en la Noche. No se les ocurrió satisfacer sus ansias entre las complacientes indias de la tribu de Lechuza Blanca, donde no imperaban las restricciones impuestas por los misioneros a las neófitas, porque a Diego lo sujetaba un respeto absoluto por su abuela y a Bernardo lo frenaba su amor de cachorro por Rayo en la Noche.
Bernardo no aspiraba a ser correspondido, se daba cuenta de que ella era una mujer hecha y derecha, cortejada por media docena de hombres que llegaban de lejos para traerle regalos, mientras él era un adolescente torpe, sin nada que ofrecer y más encima mudo como un conejo. Ninguno de los dos acudió tampoco a las mestizas o la mulata hermosa de la casa de remolienda de Los Ángeles, porque les tenían más terror que a un toro suelto; eran criaturas de otra especie, con las bocas pintadas con carmín y penetrante fragancia de jazmines muertos.