Como todos los otros críos de su edad -menos Carlos Alcázar, que se jactaba de haber pasado la prueba-, miraban a esas mujeres de lejos, con veneración y espanto.
Diego iba con otros hijos de hidalgos a la plaza de Armas a la hora del paseo. En cada vuelta en torno a la plaza se cruzaban con las mismas muchachas de su clase social y su edad, que sonreían apenas, mirando de reojo, media cara oculta por un abanico o una mantilla, mientras ellos sudaban de amor imposible en sus trajes de domingo. No se hablaban, pero algunos, los más atrevidos, pedían permiso al alcalde para ir a dar serenatas bajo los balcones de las niñas, idea que a Diego lo estremecía de vergüenza, en parte porque el alcalde era su padre. Sin embargo, se ponía en el caso de verse obligado a recurrir a ese método en el futuro, por eso practicaba a diario canciones románticas en su mandolina.
Alejandro de la Vega vio con enorme satisfacción que ese hijo, a quien creía un tarambana incorregible, por fin se estaba convirtiendo en el heredero con el cual soñaba desde que lo vio nacer. Renovó los planes de educarlo como caballero, que fueran postergados en el torbellino de reconstruir la hacienda. Pensó mandarlo a un colegio religioso en México, ya que la situación en Europa seguía siendo inestable, ahora por culpa de Napoleón Bonaparte, pero Regina armó tal alboroto ante la idea de separarse de Diego, que no se volvió a hablar del asunto por dos años. Entretanto Alejandro incluyó a su hijo en el manejo de la hacienda y vio que era mucho más listo de lo que sus notas en la escuela permitían suponer.
No sólo descifró a la primera mirada el enjambre de anotaciones y números de los libros de contabilidad, sino que aumentó los ingresos de la familia perfeccionando la fórmula del jabón y la receta para ahumar carne, que su padre había logrado después de innumerables sahumerios. Diego suprimió la sosa cáustica del jabón, le agregó crema de leche y sugirió dárselo a probar a las damas de la colonia, quienes adquirían esos artículos de los marineros americanos violando las restricciones impuestas por España al comercio de las colonias.
El que fuese contrabando no importaba, todo el mundo hacía la vista gorda; el inconveniente consistía en que los barcos se hacían esperar demasiado. Los jabones de leche resultaron un éxito, y lo mismo sucedió con la carne ahumada cuando Diego logró atenuar la fetidez a sudor de muía que la caracterizaba. Alejandro de la Vega empezó a tratar a su hijo con respeto y a consultarlo en ciertas materias.
En esos días Bernardo le contó a Diego, en su lenguaje privado de signos y anotaciones en la pizarra, que uno de los rancheros, Juan Alcázar, padre de Carlos, había extendido sus tierras más allá de los límites señalados en los papeles. El español había invadido con su ganado los montes donde se refugiaba una de las muchas tribus desplazadas por los colonos.
Diego acompañó a su hermano y llegaron a tiempo para ver a los capataces quemar las chozas, secundados por un destacamento de soldados. De la aldea no quedó sino ceniza. A pesar del terror que les provocaba la escena, Diego y Bernardo se abalanzaron corriendo para intervenir. Sin ponerse de acuerdo, en un solo impulso, se colocaron entre los caballos de los agresores y los cuerpos de las víctimas. Habrían sido pisoteados sin misericordia si uno de ellos no llega a reconocer al hijo de don Alejandro de la Vega. De todos modos, los apartaron a latigazos.
Desde cierta distancia los dos niños presenciaron espantados cómo los pocos indios que se rebelaron fueron domados con azotes y el jefe, un anciano, fue ahorcado de un árbol, para servir de advertencia a los demás. Secuestraron a los hombres en capacidad de trabajar en los campos o servir en el ejército y se los llevaron atados como animales. Los ancianos, mujeres y niños quedaron condenados a vagar por los bosques, hambrientos y desesperados.
Nada de esto era una novedad, ocurría cada vez con más frecuencia, sin que nadie se atreviera a intervenir, excepto el padre Mendoza, pero sus protestas caían en los oídos sordos de la lenta y remota burocracia de España. Los documentos navegaban por años, se perdían en los polvorientos escritorios de unos jueces que jamás habían puesto los pies en América, se enredaban en triquiñuelas de leguleyos y al final, aunque los magistrados fallaran en favor de los indígenas, no había quien hiciera valer la justicia a este lado del océano.
En Monterrey el gobernador ignoraba los reclamos porque los indios no eran su prioridad. Los oficiales a cargo de los presidios eran parte del problema, porque ponían sus soldados al servicio de los colonos blancos. No dudaban de la superioridad moral de los españoles que, como ellos, habían llegado de muy lejos con el único propósito de civilizar y cristianizar esa tierra salvaje. Diego fue a hablar con su padre. Lo encontró, como siempre estaba en las tardes, estudiando batallas antiguas en sus libracos, único resabio aún vigente de las ambiciones militares de su juventud. Sobre una mesa larga desplegaba sus ejércitos de soldados de plomo de acuerdo a las descripciones de los textos, pasión que nunca logró inculcar en Diego. El muchacho contó a borbotones lo que acababa de vivir con Bernardo, pero su indignación se estrelló contra la indiferencia de Alejandro de la Vega.
– ¿Qué propones que yo haga, hijo?
– Su merced es el alcalde…
– La repartición de tierras no es de mi jurisdicción, Diego, y carezco de autoridad para controlar a los soldados.
– ¡Pero el señor Alcázar ha matado y secuestrado indios! Perdone mi insistencia, su merced, pero ¿cómo puede usted permitir estos abusos? -balbuceó Diego, sofocado.
– Hablaré con don Juan Alcázar, pero dudo que me escuche -replicó Alejandro, moviendo una línea de sus soldaditos sobre el tablero.
Alejandro de la Vega cumplió su promesa. Hizo más que hablar con el ranchero, fue a quejarse al cuartel, escribió un informe al gobernador y envió la denuncia a España. Mantuvo a su hijo informado de cada gestión, porque lo hacía sólo por él. Conocía de sobra el sistema de clases como para albergar alguna esperanza de reparar el mal. Presionado por Diego, trató de ayudar a las víctimas, convertidas en miserables vagabundos, ofreciéndoles protección en su propia hacienda.
Tal como suponía, sus gestiones ante las autoridades de poco sirvieron. Juan Alcázar anexó las tierras de los indios a las suyas, la tribu desapareció sin rastro y no se volvió a hablar del asunto. Diego de la Vega nunca olvidó la lección; el mal sabor de la injusticia le quedó para siempre en lo más recóndito de la memoria y volvería a emerger una y otra vez, determinando el curso de su vida.
La celebración de los quince años de Diego originó la primera fiesta en la gran casa de la hacienda. Regina, quien se había opuesto siempre a abrir sus puertas, decidió que ésa era la ocasión perfecta para tapar la boca de la gentuza que se había dado el gusto de despreciarla por tantos años. No sólo aceptó que su marido invitara a quien le diera la gana, sino que ella misma se ocupó de organizar los festejos. Por primera vez en su vida visitó los barcos del contrabando para aperarse de lo necesario y puso a una docena de mujeres a coser y bordar.
A Diego no se le pasó que también era el cumpleaños de Bernardo, pero Alejandro de la Vega le hizo ver que, a pesar de que el chiquillo era como un miembro de la familia, no se podía ofender a los invitados sentándolos a la mesa con él. Por una vez Bernardo tendría que ocupar su puesto entre los indios del servicio, determinó.
No hubo necesidad de discutir más, porque Bernardo zanjó el asunto sin apelación escribiendo en su pizarra que pensaba visitar la aldea de Lechuza Blanca. Diego no trató de hacerle cambiar de opinión, porque sabía que su hermano quería ver a Rayo en la Noche , y tampoco podía estirar demasiado la cuerda con su padre, quien ya había aceptado que Bernardo viajara con él a España.
Los planes de enviar a Diego al colegio en México habían cambiado con la llegada de una carta de Tomás de Romeu, el más antiguo amigo de Alejandro de la Vega. En su juventud habían hecho juntos la guerra en Italia y durante más de veinte años se mantuvieron en contacto con esporádicas cartas. Mientras Alejandro cumplía su destino en América, Tomás se casó con una heredera catalana y se dedicó a vivir bien, hasta que ella murió al dar a luz, entonces no le quedó otra alternativa que sentar cabeza y hacerse cargo de sus dos hijas y de lo que quedaba de la fortuna de su mujer.
En su carta, Tomás de Romeu comentaba que Barcelona seguía siendo la ciudad más interesante de España y que ese país ofrecía la mejor educación para un joven. Se vivían tiempos fascinantes. En 1808 Napoleón había invadido España con ciento cincuenta mil hombres, había raptado al legítimo rey y lo había inducido a abdicar en favor de su propio hermano, José Bonaparte, todo lo cual a Alejandro de la Vega le parecía un inconcebible atropello, hasta que recibió la carta de su amigo.
Tomás explicaba que sólo el patriotismo de un populacho ignorante, azuzado por el bajo clero y por unos cuantos fanáticos, podía oponerse a las ideas liberales de los franceses, que pretendían acabar con el feudalismo y la opresión religiosa. La influencia de los franceses, decía, era como un viento fresco de renovación, que barría con instituciones medievales, como la Inquisición y los privilegios de nobles y militares.
En su carta, Tomás de Romeu ofrecía hospedar a Diego en su casa, donde sería cuidado y querido como un hijo, para que pudiera completar su educación en el Colegio de Humanidades, que a pesar de ser religioso -y él no era amigo de sotanas- tenía excelente reputación. Agregaba, como broche de oro, que el joven podría estudiar con el famoso maestro de esgrima Manuel Escalante, quien se había radicado en Barcelona después de recorrer Europa enseñando su arte.
A Diego le bastó lo último para suplicarle a su padre con tal tenacidad que le permitiera hacer el viaje, que al final Alejandro cedió más por cansancio que por convicción, ya que ningún argumento de su amigo Tomás podía disminuir la repugnancia de saber su patria invadida por extranjeros. Padre e hijo se cuidaron mucho de contarle a Regina que además España estaba asolada por las guerrillas, cruenta fórmula de lucha discurrida por el pueblo para combatir a las tropas de Napoleón, que si bien no servía para recuperar territorios, picaba como avispas al enemigo, agotándole los recursos y la paciencia.