El sarao del cumpleaños se inició con una misa del padre Mendoza, carreras de caballos y una corrida de toros, en la que el mismo Diego hizo varios pases de capa, antes de que el matador profesional entrara al ruedo; siguió con un espectáculo de acróbatas itinerantes, y culminó con fuegos artificiales y baile. Hubo comida por tres días para quinientas personas, separadas por clases sociales: los españoles de pura cepa en las mesas principales con manteles bordados en Tenerife, bajo un parrón cargado de uvas, la gente de razón con sus mejores galas en las mesas laterales a la sombra, la indiada a pleno sol en los patios, donde se asaba la carne, se tostaban las tortillas y hervían las ollas de chile y mole.
Los invitados acudieron desde los cuatro puntos cardinales y por primera vez en la historia de la provincia hubo congestión de carruajes en el Camino Real. No faltó ni una sola niña de familia respetable, porque todas las madres tenían en la mira al único heredero de Alejandro de la Vega, a pesar de su cuarto de sangre india. Entre ellas se contaba Lolita Pulido, sobrina de don Juan Alcázar, una criatura de catorce años, suave y coqueta, muy diferente a su primo Carlos Alcázar, quien estaba enamorado de ella desde la infancia. A pesar de que Alejandro de la Vega detestaba a Juan Alcázar desde el incidente con los indios, debió invitarlo con toda su familia, porque era uno de los hombres notables del pueblo.
Diego no saludó al ranchero ni a su hijo Carlos, pero fue atento con Lolita porque consideró que la niña no tenía la culpa de los pecados de su tío. Además ella llevaba un año enviándole recados de amor con su dueña, que él no había contestado por timidez y porque prefería mantenerse lo más lejos posible de cualquier miembro de la familia Alcázar, aunque fuese una sobrina.
Las madres de las doncellas casaderas se llevaron un chasco al comprobar que Diego no estaba ni remotamente listo para pensar en novias, era mucho más niño de lo que sus quince años hacían suponer. A la edad en que otros hijos de dones cultivaban el bigote y daban serenatas, Diego todavía no se afeitaba y perdía la voz delante de una señorita.
El gobernador viajó desde Monterrey trayendo consigo al conde Orloff, pariente de la zarina de Rusia y encargado de los territorios de Alaska. Medía casi siete pies de altura, tenía los ojos de un azul imposible y se presentó ataviado con el vistoso uniforme de los húsares, todo de escarlata, con chaquetilla festoneada de piel blanca colgada al hombro, el pecho atravesado de cordones dorados y bicornio emplumado. Era, sin duda, el hombre más hermoso que se había visto nunca por esos lados. Orloff había oído hablar en Moscú de un par de osos blancos que Diego de la Vega había atrapado vivos y vestido con ropas de mujer cuando apenas tenía ocho años de edad.
A Diego no le pareció oportuno sacarlo de su error, pero Alejandro, con su innecesario afán de exactitud, se apresuró a explicar que no eran dos osos, sino uno y de color oscuro, no había de otros en California; que Diego no lo había cazado solo, sino con dos amigos; que le habían pegado un sombrero con brea, y que en esa época el rapaz tenía diez años y no ocho, como rezaba la leyenda.
Carlos y su banda, para entonces convertidos en matones notables, pasaron casi desapercibidos en la masa de invitados, pero no así García, quien se tomó varios tragos de más y lloraba públicamente de desconsuelo por la próxima partida de Diego.
En esos años el hijo del tabernero había acumulado más grasa que un búfalo, pero todavía era el mismo niño asustado de antes y seguía sintiendo por Diego el mismo deslumbramiento. La presencia del espléndido noble ruso y el despilfarro del ágape acallaron temporalmente las malas lenguas de la colonia.
Regina se dio el gusto de ver a las mismas empingorotadas personas que antes la desdeñaban, inclinarse para besarle la mano. Alejandro de la Vega, ajeno por completo a tales mezquindades, se paseaba entre los huéspedes ufano de su posición social, su hacienda, su hijo y, por una vez, orgulloso también de su mujer, quien se presentó a la fiesta vestida de duquesa con un traje de terciopelo azul y una mantilla de encaje de Bruselas.
Bernardo había galopado dos días montaña arriba a la aldea de su tribu para despedirse de Rayo en la Noche . Ella lo estaba esperando, porque el correo de los indios había repartido la noticia de su viaje con Diego de la Vega. Le tomó la mano y se lo llevó al río para preguntarle qué había más allá del mar y cuándo pensaba volver. El muchacho le hizo un burdo dibujo en el suelo con un palito, pero no pudo hacerle comprender las inmensas distancias que separaban su aldea de la España mítica, porque él mismo no lograba imaginarlas. El padre Mendoza le había mostrado un mapamundi, pero esa bola pintada no podía darle una idea de la realidad. En cuanto al regreso, le explicó con signos que no lo sabía con certeza, pero serían muchos años. «En ese caso, quiero que te lleves algo de mí como recuerdo», dijo Rayo en la Noche .
Con los ojos brillantes y una mirada de milenaria sabiduría, la muchacha se despojó de los collares de semillas y plumas, de la faja roja de la cintura, de sus botas de conejo, de su túnica de piel de cabrito, y quedó desnuda en la luz dorada que se filtraba a puntitos entre las hojas de los árboles. Bernardo sintió que la sangre se le convertía en melaza, que se ahogaba de asombro y agradecimiento, que el alma se le escapaba en suspiros. No sabía qué hacer ante esa criatura extraordinaria, tan diferente a él, tan hermosa, que se le ofrecía como el más extraordinario regalo. Rayo en la Noche le tomó una mano y la puso sobre uno de sus pechos, le tomó la otra y la puso en su cintura, luego levantó los brazos y empezó a deshacer la trenza de sus cabellos, que cayeron como una cascada de plumas de cuervo sobre sus hombros.
Bernardo lanzó un sollozo y murmuró su nombre, Rayo en la Noche , la primera palabra que ella escuchaba de él. La joven recogió con un beso el sonido de su nombre y siguió besando a Bernardo y bañándole la cara con lágrimas adelantadas, porque antes de que se fuera ya estaba echándolo de menos.
Horas más tarde, cuando Bernardo despertó de la dicha absoluta en que lo había sumido el amor y pudo volver a pensar, se atrevió a sugerirle a Rayo en la Noche lo impensable: que se quedaran juntos para siempre. Ella le contestó con una carcajada alegre y le hizo ver que todavía era un mocoso, tal vez el viaje le ayudaría a hacerse hombre.
Bernardo pasó varias semanas con su tribu y en ese tiempo sucedieron acontecimientos esenciales en su vida, pero no ha querido contármelos. Lo poco que sé sobre este asunto me lo dijo Rayo en la Noche . Aunque puedo imaginar el resto sin problemas, no lo haré, por respeto al temperamento reservado de Bernardo. No quiero ofenderlo.
Regresó a la hacienda a tiempo para ayudar a Diego a empacar sus cosas para la travesía en los mismos baúles enviados por Eulalia de Callís muchos años antes. Apenas apareció Bernardo ante él, Diego supo que algo fundamental había cambiado en la vida de su hermano de leche, pero cuando quiso averiguarlo se encontró con una mirada de piedra que lo atajó en seco. Entonces adivinó que el secreto estaba relacionado con Rayo en la Noche y no hizo más preguntas. Por primera vez en sus vidas había algo que no podían compartir.
Alejandro de la Vega había encargado a México un ajuar de príncipe para su hijo, que completó con las pistolas de duelo con incrustaciones de nácar y la capa negra forrada en seda con botones de plata toledana, regalos de Eulalia. Diego agregó su mandolina, instrumento muy útil en caso de que superara su timidez ante las mujeres, el florete que fuera de su padre, su látigo de piel de toro y el libro del maestro Manuel Escalante. Por contraste, el equipaje de Bernardo consistía en la ropa puesta, un par de mudas de recambio, una manta negra de Castilla y botas adecuadas para sus pies anchos, obsequio del padre Mendoza, quien consideró que en España no debía andar descalzo.
El día anterior a la partida de los jóvenes apareció Lechuza Blanca a despedirse. Se negó a entrar a la casa, porque sabía que Alejandro de la Vega se avergonzaba de tenerla por suegra y prefirió no darle un mal rato a Regina. Se reunió con los dos muchachos en el patio, lejos de oídos ajenos, y les entregó los presentes que había traído para ellos. A Diego le dio un frasco contundente del jarabe de la adormidera, con la advertencia de que sólo podía usarlo para salvar vidas humanas. Por su expresión, Diego comprendió que su abuela sabía que él le había robado la poción mágica cinco años antes y, rojo de vergüenza, le aseguró que podía estar tranquila, había aprendido la lección, cuidaría el brebaje como un tesoro y no volvería a robar.
A Bernardo la india le trajo una bolsita de cuero que contenía una trenza de cabello negro. Rayo en la Noche se la había enviado con un recado: que se fuera en paz y se hiciera hombre sin apuro, porque, aunque transcurrieran muchas lunas, a su regreso ella estaría esperándolo con el amor intacto. Conmovido hasta la médula, Bernardo le preguntó con gestos a la abuela cómo podía ser que la joven más linda del universo lo quisiera justamente a él, que era un piojo, y ella le contestó que no lo sabía, así de extrañas eran las mujeres. Luego agregó, con un guiño travieso, que cualquier mujer sucumbiría ante un hombre que sólo habla para ella. Bernardo se colgó la bolsita al cuello debajo de la camisa, cerca del corazón.
Los esposos De la Vega con sus criados y el padre Mendoza con sus neófitos acudieron a despedir a los muchachos en la playa. Los recogió un bote para llevarlos a la goleta Santa Lucía, de tres mástiles, bajo el mando del capitán José Díaz, quien había prometido conducirlos sanos y salvos a Panamá, primera parte del largo viaje a Europa. Lo último que vieron Diego y Bernardo antes de subir al barco fue la figura altiva de Lechuza Blanca, con su manto de piel de conejo y su pelo indómito al viento, diciéndoles adiós con la mano desde un promontorio de rocas, cerca de las cuevas sagradas de los indios.