Quédese a dormir, amigo Policarpo. Le invito a hacer penitencia. Allí está su catre. Tenemos mucho que conversar de aquellos güenos tiempos de antes. Volvió a guardar la manta en el baúl. Contra las sombras del techo revolaban chillaban los ratones orejudos de don Mateo, cubiertas las caritas acalaveradas con puntillas de luto. Se sacó despacio la capa dejando al aire el esqueleto desnudo. ¿Qué he de hacer sino tomar el pelo de esos inocentes para hacer ropa a nuestro Padre? Acuéstese, Policarpo. Iba a soplar la vela. Me levanté. No, don Mateo, me voy a ir nomás. Ya hemos pasado un rato muy agradable. Me espera el comisionado. Creo que ya han agarrado a los cuatreros ladronicidas. Si es así habrá que fusilarlos al alba, y yo tengo que estar presente para firmar el acta. ¡Metan bala a esos bandidos!, dijo el viejo soplando la vela. 1

Eres el charlatán más desaforado del mundo. Pajarraco que grazna todo el tiempo. Pajarraco para el cual la muerte ya vino; que va a morir de inmediato aunque poco a poco. No he conseguido hacer de ti un servidor decente. No encontrarás nunca materia suficiente para callarte. Con tal de no trabajar, inventas sucedidos que no han sucedido. ¿No crees que de mí se podría hacer una historia fabulosa? ¡Absolutamente seguro, Excelencia! ¡La más fabulosa, la más cierta, la más digna del altor majestativo de su Persona! No, Patiño, no. Del Poder Absoluto no pueden hacerse historias. Si se pudiera, El Supremo estaría de más: En la literatura o en la realidad. ¿Quién escribirá esos libros? Gente ignorante como tú. Escribas de profesión. Embusteros fariseos. Imbéciles compiladores de escritos no menos imbéciles. Las palabras de mando, de autoridad, palabras por encima de las palabras, serán transformadas en palabras de astucia, de mentira. Palabras por debajo de las palabras. Si a toda costa se quiere hablar de alguien no sólo tiene uno que ponerse en su lugar: Tiene que ser ese alguien. Únicamente el semejante puede escribir sobre el semejante . . Únicamente los muertos podrían escribir sobre los muertos. Pero los muertos son muy débiles. ¿Crees tú que podrías relatar mi vida antes de tu muerte, zarrapastroso amanuense? Necesitarías por lo menos el oficio y la fuerza de dos Parcas. ¿En, eh, compilador de embustes y falsificaciones? Recogedor de humo, tú que en el fondo odias al Amo. ¡Contesta! ¿Eh, eh? ¡Ah! ¡Vamos! Aun suponiendo a tu favor que me engañas para preservarme, lo que haces es quitarme pelo a pelo el poder de nacer y morir por mí mismo. Impedir que yo sea mi propio comentario. Concentrarse en un solo pensamiento es tal vez la única manera de hacerlo real: Esa manta invisible que teje Mateo Fleitas; que no llegará a cubrir mis huesos. ¡Yo la he visto, Excelencia! No es suficiente. Tu ver no es todavía saber. Tu ver-de-vista borronea los contornos de tu rejuntativa memoria. Por ello se te hace imposible descubrir, entre otras cosas, a los pasquinistas. Supongamos que estás con uno de ellos. Suponte que yo mismo soy un autor de pasquines. Hablamos de cosas muy graciosas. Me cuentas cuentos. Hago mis cuentas. Cierras los ojos y caes en la irresistible tentación de creer que eres invisible. Al levantar los párpados te parece que todo sigue como antes. Estornudas. Todo ha cambiado entre dos estornudos. Ésta es la realidad que no ve tu memoria.

Señor, con su licencia, yo digo, un decir, siento que sus palabras, por más pobremente copiadas que estén por estas manos que se va a comer la tierra, siento que copian lo que Vuecencia me dicta letra por letra, palabra por palabra. No me has entendido. Abre el ojo bueno, cierra el malo. Tiende tus orejas al sentido de lo que te digo: Por más que excedas a los animales en memoria bruta, en palabra bruta, nunca sabrás nada si no penetras en lo íntimo de las cosas. No te hace falta la lengua para esto; al contrario, te estorba. Por lo que, además de la palangana en que enfrías los pies para despejar el caletre, voy a mandar que te pongan una mordaza. Si no te ahorcan antes, según la amable promesa de nuestros enemigos, yo mismo te haré mirar fijamente el sol cuando llegue tu minuto de hora. En el momento en que sus rayos calcinen tus pupilas, recibirás la orden de estirar la lengua con los dedos. La colocarás entre los dientes. Te darás un puñetazo en la quijada. La lengua saltará al suelo, culebreando igual que la cola de una iguana trozada por la mitad. Entregará a la tierra tu saludo. Sentirás que te has librado de un peso inútil. Pensarás: Soy mudo. Lo cual es una silenciosa manera de decir: No soy. Sólo entonces habrás alcanzado un poco de sabiduría.

Voy a dictarte una circular a mis fieles sátrapas. Quiero que también ellos se regalen con la promesa reservada a sus méritos.

A los Delegados, Comandantes de Guarnición

y de Urbanos,

Jueces Comisionados, Administradores,

Mayordomos, Receptores Fiscales, Alcabaleros

y demás autoridades:

La copia del infame pasquín que va adjunta es un nuevo testimonio de los crecientes desafueros que están cometiendo los agentes de la subversión. No es uno más en la multitud de panfletos, libelos y toda especie de ataques que vienen lanzando anónimamente casi todos los días desde hace algún tiempo, en la errónea creencia de que la edad, la mala salud, los achaques ganados en el servicio de la Patria me tienen postrado. No es una más de las escandalosas diatribas e invectivas de los convulsionarios.

Reparen atentamente en un primer hecho: No sólo se han avanzado a amenazar de muerte infamante a todos los que conllevamos la pesada carga del Gobierno. Se han atrevido ahora a algo mucho más pérfido: Falsificar mi firma. Falsificar el tono de los Decretos Supremos. ¿Qué persiguen con ello? Aumentar en la gente ignorante los efectos de esta inicua burla.

Segundo hecho: El anónimo fue encontrado hoy clavado en el pórtico de la catedral, sitio hasta ahora respetado por los agentes de la subversión.

Tercer hecho: La amenaza de la mofa decretoria establece claramente la escala jerárquica del Gobierno; en consecuencia, la punitiva. A ustedes que son mis brazos, mis manos, mis extremidades, les ofrecen horca y fosa común en potreros de extramuros sin cruz ni marca que memore sus nombres. A mí, que soy la cabeza del Supremo Gobierno, me obsequian mi autocondena a decapitación. Exposición en la picota por tres días como centro de festejos populares en la Plaza. Por último, lanzamiento de mis cenizas al río como culminación de la gran función patronal.

¿De qué me acusan estos anónimos papelarios? ¿De haber dado a este pueblo una Patria libre, independiente, soberana? Lo que es más importante, ¿de haberle dado el sentimiento de Patria? ¿De haberla defendido desde su nacimiento contra los embates de sus enemigos de dentro y de fuera? ¿De esto me acusan?

Les quema la sangre que haya asentado, de una vez para siempre, la causa de nuestra regeneración política en el sistema de la voluntad general. Les quema la sangre que haya restaurado el poder del Común en la ciudad, en las villas, en los pueblos; que haya continuado aquel movimiento, el primero verdaderamente revolucionario que estalló en estos Continentes, antes aún que en la inmensa patria de Washington, de Franklin, de Jefferson; inclusive antes que la Revolución francesa.

Es preciso reflexionar sobre estos grandes hechos que ustedes seguramente ignoran, para valorar en todos sus alcances la importancia, la justeza, la perennidad de nuestra Causa.

Casi todos ustedes son veteranos servidores. La mayoría sin embargo no ha tenido tiempo de instruirse a fondo sobre estas cuestiones de nuestra Historia, atados a las tareas del servicio. Los he preferido leales funcionarios, que no hombres cultos. Capaces de obrar lo que mando. A mí no me preocupa la clase de capacidad que posee un hombre. Únicamente exijo que sea capaz. Mis hombres más hombres no son más que hombres. Aquí en el Paraguay, antes de la Dictadura Perpetua, estábamos llenos de escribientes, de doctores, de hombres cultos, no de cultivadores, agricultores, hombres trabajadores, como debiera ser y ahora lo es. Aquellos cultos idiotas querían fundar el Areópago de las Letras, las Artes y las Ciencias. Les puse el pie encima. Se volvieron pasquineros, panfleteros. Los que pudieron salvar el pellejo, huyeron. Escaparon disfrazados de negros. Negros esclavos en las plantaciones de la calumnia. En el extranjero se hicieron peores aún. Renegados de su país, piensan en el Paraguay desde un punto de vista no paraguayo. Los que no lograron emigrar, viven migrando en la oscuridad de sus cubiles. Convulsionarios engreídos, viciosos, ineptos, no tienen cabida en nuestra sociedad campesina. ¿Qué pueden significar aquí sus hazañas intelectuales? Aquí es más útil plantar mandioca o maíz, que entintar papeluchos sediciosos; más oportuno desbichar animales atacados por la garrapata, que garrapatear panfletos contra el decoro de la Patria, la soberanía de la República, la dignidad del Gobierno. Cuanto más cultos quieren ser, menos quieren ser paraguayos. Después vendrán los que escribirán pasquines más voluminosos. Los llamarán Libros de Historia, novelas, relaciones de hechos imaginarios adobados al gusto del momento o de sus intereses. Profetas del pasado, contarán en ellos sus inventadas patrañas, la historia de lo que no ha pasado. Lo que no sería del todo malo si su imaginación fuese pasablemente buena. Historiadores y novelistas encuadernarán sus embustes y los venderán a muy buen precio. A ellos no les interesa contar los hechos sino contar que los cuentan.

Por ahora la posteridad no nos interesa a nosotros. La posteridad no se regala a nadie. Algún día retrocederá a buscarnos. Yo sólo obro lo que mucho mando. Yo sólo mando lo que mucho puedo. Mas como Gobernante Supremo también soy vuestro padre natural. Vuestro amigo. Vuestro compañero. Como quien sabe todo lo que se ha de saber y más, les iré instruyendo sobre lo que deben hacer para seguir adelante. Con órdenes sí, mas también con los conocimientos que les faltan sobre el origen, sobre el destino de nuestra Nación.

Siempre hay tiempo para tener más tiempo.

Cuando nuestra Nación era aún parte de estas colonias o Reinos de Indias como se llamaban antes, un funcionario de la corte con cargo de fiscal oidor en la Audiencia de Charcas, José de Antequera y Castro, vio al llegar a Asunción la piedra de la desgracia pesando sobre el Paraguay hacía más de dos siglos. No se anduvo con muchas vueltas. La soberanía del Común es anterior a toda ley escrita, la autoridad del pueblo es superior a la del mismo rey, sentenció en el Cabildo de Asunción. Pasmo general. ¿Quién es este joven magistrado caído de la luna? ¿Es que ahora la Audiencia se ha convertido en una casa de orates? No le hemos oído bien, señor oidor.

1 Don Mateo Fleitas, primer «fiel de fechos» de El Supremo, le sobrevivió más de medio siglo. Murió en Ka'asapá, a la edad de ciento seis años, rodeado de hijos y nietos, del respeto y cariño de todo el pueblo. Un verdadero patriarca. Lo llamaban T o moiypy


. (Abuelo-primero). Ancianos de su época a quienes consulté, negaron rotundamente, algunos con verdadera indignación, el cuento del «sombrero coronado de velas», así como la vida de reclusión maniática de don Mateo, según el relato de Policarpo Patino. «Son calumnias de ese deslenguado que se ahorcó de puro malo y traicionero», sentencia desde la banda grabada la voz cadenciosa pero aún firme del actual alcalde de Ka'asapá, don Pantaleón Engracia García, también centenario.

A propósito de mi viaje al pueblo de Ka'asapá, no me parece del todo baladí referir un hecho. Al regreso, cruzando a caballo el arroyo Pirapó desbordado por la creciente, se me cayeron al agua el magnetófono y la cámara fotográfica. El alcalde don Panta, que me acompañaba con una pequeña escolta, ordenó de inmediato a sus hombres que desviaran el curso del arroyo. No hubo ruego ni razones que le hicieran desistir de su propósito. «Usté no se irá de Ka'asapá sin sus trebejos -gruñó indignado-. ¡No voy a permitir que nuestro arroyo robe a los arribeños alumbrados que vienen a visitarnos!» Anoticiada del suceso, la población acudió en pleno a colaborar en el desagotamiento del arroyo. Hombres, mujeres y niños trabajaron con el entusiasmo de una «minga» transformada en festividad. Hacia el atardecer entre el barro del cauce, aparecieron los objetos perdidos, que no habían sufrido mayor daño. Hasta la madrugada se bailó después con la música de mis «cassettes».A la salida del sol seguí camino, saludado largo trecho por los gritos y vítores de esa gente animosa y hospitalaria, llevando la voz y las imágenes de sus ancianos, hombres, mujeres y niños; de su verde y luminoso paisaje. Cuando consideró que ya no tendría inconvenientes, el alcalde se despidió de mí. Lo abracé y besé en ambas mejillas. «Muchas gracias, don Pantaleón», le dije con un nudo en la garganta. «¡Lo que ustedes han hecho no tiene nombre!» Me guiñó un ojo y me hizo crujir los huesos de la mano. «No sé si tiene nombre o no -dijo-. Pero estas pequeñas cosas, desde el tiempo de El Supremo, para nosotros son una obligación que hacemos con gusto cuando se trata del bien del país.» (N. del C.)



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