José de Antequera se puso a estampar a fuego en la letra, en los hechos, su sentencia de juez pesquisidor: Los pueblos no abdican su soberanía. El acto de delegarlo no implica en manera alguna el que renuncien a ejercerla cuando los gobiernos lesionan los preceptos de la razón natural, fuente de todas las leyes. Únicamente los pueblos que gustan de la opresión pueden ser oprimidos. Este pueblo no es de ésos. Su paciencia no es obediencia. Tampoco podéis esperar, señores opresores, que su paciencia sea eterna como la bienaventuranza que le prometéis para después de la muerte.
El juez pesquisidor vino no con la fe del carbonero que se santigua. Llegó, vio, pesquisó todo muy a fondo. Le sublevó lo que vio. La corrupción absolutista había acabado por infestarlo todo. Los gobernadores traficaban con sus cargos. La corte hacía manga ancha con los que le hacían la corte, a trueque de seguir recibiendo sus doblones. ¿Les puedo yo vender a ustedes el cargo de Dictador Perpetuo? Los veo mover hipócritamente la cabeza gacha. Pues bien, Diego de los Reyes Balmaceda compró la gobernación del Paraguay por unos patacones. De un puntapié Antequera expulsó al crápula Reyes que fue a quejarse al virrey de Buenos Aires. Así estaban de corrompidos estos Reinos de Indias.
Los paquetes oligarcones de las villas empaquetaban carne de indio en las encomiendas. Inmenso cuartel de sotana el de los jesuítas. Imperio dentro de otro imperio con más vasallos que el rey.
En el califato fundado por Irala, cuatrocientos sobrevivientes de los que habían venido en busca de El Dorado, en lugar de la Ciudad-resplandeciente encontraron el sitio de los sitios. Aquí. Y levantaron un nuevo Paraíso de Mahoma en el maizal neolítico. Tacha esta palabra que todavía no se usa. Millares de mujeres cobrizas, huríes las más hermosas del mundo, a su completo servicio y placer. El Alcorán y la Biblia ayuntados en la media luna de la hamaca indígena.
El somatén antequerino levantó a los comuneros contra realistas-absolutistas. Blasfemias. Lamentaciones. Rogativas. Cabildeos. Conjuras. Libelos, sátiras, panfletos, caricaturas, pasquines, repitieron entonces lo que está ocurriendo hoy. Los jesuitas acusaron a Antequera de la pretensión de hacerse rey del Paraguay bajo el título de José I. Poco antes habían querido monarquizar su imperio comunista coronando al indio Nicolás Yapuguay bajo el nombre de Nicolás I, rey del Paraguay y emperador de los mamelucos. Perdón, Señor, no he oído bien eso de los reyes del Paraguay. No es que no oyes. Por tiempos no entiendes lo que escuchas. Pídele al negro Pilar que te cuente la historia. Los reyes del Paraguay no eran otra cosa que fábulas como las de Esopo, Patiño. El negro Pilar te las contará. Señor, como usted sabe, el negro José María Pilar ya no está. Es decir está, pero bajo tierra. No importa; dile que te cuente esas fábulas. Son justamente para ser contadas bajo tierra, escuchadas a caballo sobre una sepultura. Ya la contó, Señor, aunque de otra manera en el Aposento de la Verdad bajo los azotes. A mí me pareció pura parada de su ex paje a mano y ex ayuda de cámara. Desafinancias que arranca el tormento. El propio juez instructor don Abdón Bejarano me dijo que no anotara aquella disconveniencia en el sumario. ¿Qué dijo el negro infame? Declaró, juró, perjuró, Señor, que a él se lo castigaba y se lo iba a ajusticiar nada más porque había querido ser rey del Paraguay con el nombre de José I. Eso dijo con cara de risa y corazón de diablo entre sus mocos y sus lágrimas. Agregó otras zafadurías que tampoco anoté en el sumario por orden de don Abdón. Malagüerías del disconfidente reo. Locura del juicio. ¿No has aprendido aún, actuario, que la locura dice más verdades que la confesión voluntaria? ¿No será que el falsario trató de sobornarte con el cargo de fiel de fechos en su negra monarquía? ¡Por Dios, Señor, no! ¿No será que prometió hacerte cónsul de su ínsula barataría? Señor, si es así debimos de ser dos los Cónfules de la ínfula, Bejarano y yo. Dos cónfules, Pompeyo y César, como lo fueron Su Excelencia y el infame traidor bajo el naranjo, junto con los demás complotados en la conspiración.
¿No será que tú también fábulas hacerte algún día rey del Paraguay? ¡Ni por un queso, Señor! Usted mismo suele decir que eso sólo valdría la pena si el pueblo y el soberano fueran una misma persona; pero para eso no hace falta ser rey sino un buen Gobernante Supremo, como es Su Excelencia. Sin embargo tú ves que aquí como en el resto de América, desde la Independencia, ha quedado flotando en el aire el virus de la monarquía, tanto o más que el del garrotillo o la mancha que apesta al ganado. Los ayudas de cámara, los fiel-de-fechos, los doctores, los militares, los curas. Todos sufren de calentura por ser reyes.
¿Dónde habíamos quedado? En el común, Señor. Tú siempre andas por las ramas, te paseas por las tripas. Te pregunto dónde terminaba el último párrafo, bribón. Leo, Señor: Acusaron a Antequera de la pretensión de hacerse rey del Paraguay bajo el título de José I. ¡No, que no y no! No es eso de ninguna manera lo que dije. Has trabucado como siempre lo que dicto. Escribe despacio. No te apures. Haz cuenta de que dispones de ocho días más de vida. Si son ocho días pueden ser ochenta años. No hay como poner plazos largos a las dificultades. Mejor aún si no tienes más que una hora. Entonces esta hora tiene la ventaja de ser corta e interminable a la vez. Quien tiene una hora buena no las tiene todas malas. Se hace más en esa hora que en un siglo. Feliz del condenado a muerte, que por lo menos tiene la certeza de saber la hora exacta en que ha de morir. Cuando estés en tal situación lo sabrás. La pasión de tu apuro proviene de creer que siempre estás en presente. Malinformado aquel que se proclame su propio contemporáneo. ¿Vas entendiendo, Patiño? Para decirle toda la verdad, no mucho, Señor. Mientras escribo lo que me dicta no puedo agarrar el sentido de las palabras. Ocupado en formar con cuidado las letras de la manera más uniforme y clara posible, se me escapa lo que dicen. En cuanto quiero entender lo que escucho me sale torcido el renglón. Se me traspapelan las palabras, las frases. Escribo a reculones. Usted, Señor, va siempre avante. Yo, al menor descuido, me ataranto, me atoro. Caen gotas. Se forman lagunas sobre el papel. Luego con toda justicia Vuecencia se enoja. Hay que comenzar de nuevo. Ora que si leo el escrito una vez firmado por Su Excelencia, echada la arenilla a la tinta, me resulta siempre más claro que la misma claridad.
Alcánzame el libro del teatino Lozano. Nada mejor que destacar la verdad de los hechos comparándola con las mentiras de la imaginación. Bien pérfida la de este otro majadero tonsurado. El más testarudo calumniador de José de Antequera. Su Historia de las Revoluciones del Paraguay, contraria al movimiento comunero, contraria a su jefe. Ése ya no podía defenderse de tales bellaquerías porque lo habían asesinado dos veces. El padre Pedro Lozano pretendió hacerlo por tercera vez recopilando los infundios, imposturas e infamias que se tejieron contra el jefe comunero. Lo mismo que obran y obrarán contra mí los anónimos panfletistas. Alguno de esos escritorzuelos emigrados se animará sin embargo, en la impunidad de la distancia, a estampar cínicamente su firma al pie de tales truhanerías.
Tráeme el libro. No está aquí, Señor. Lo dejó usted guardado en el Cuartel del Hospital. Ténganlo pues a pan y agua; que le den una purga diariamente hasta que muera o arroje al sumidero todas sus mentiras. El Paí Lozano no está aquí, Señor; no estuvo nunca, que yo sepa. Te he pedido que me alcances las Revoluciones del Paraguay. Están en el Cuartel del Hospital, Señor. La Historia, bribón. La Historia está en el Hospital, Señor, guardada bajo llave en el almario. La dejó usted allá cuando su internación.
Quedamos en la primera interrupción de la Colonia. Un siglo atrás José de Antequera llega, brega, no se entrega. El gobernador de Buenos Aires, el ínclito mariscal de campo Bruno Mauricio de Zabala invade el Paraguay con cien mil indios de las Misiones. Barbilla hundida, bucles enrulados, se pone a la cabeza de la expedición represora. Cinco años de batallas. Colosal carnicería. Desde los tiempos de Fernando III, el santo, y de Alfonso X, el sabio, no se ha visto lucha más cruenta. Con retardo de siglos la Edad Me dia entra a talar las selvas, los hombres, los derechos de la provincia del Paraguay.
En la gran pelotera, cada uno sólo ve la rueda de hechura de sol de oro muy fino, tamaño de una rueda de carreta. Los sarracenos de Buenos Aires, los padres del imperio jesuítico, los encomenderos godo-criollos, descabezan, destripan la rebelión. Antequera es llevado a Lima. También Juan de Mena, su alguacil mayor en Asunción. Son arcabuceados en las mulas que los llevan al cadalso, antes de que el pueblo amotinado pueda libertarlos. Para mayor seguridad arrojan sus cadáveres sobre el tablado. El verdugo troncha las cabezas. Las dos primeras cabezas que ruedan por la independencia americana. Gorgorito de historiador. Lo que no impide que aquello haya ocurrido. Visto y oído lo cual aprendí a ser desconfiado. Cien años en un día. Un día antes del siglo rematé la vuelta de aquel levantamiento proclamando, yo a mi vez en estas colonias, que el poder español había caducado. No solamente los derechos realengos del borbón. También los usurpados por la cabeza del virreinato donde el despotismo monárquico había sido reemplazado por el despotismo criollo bajo disfraz revolucionario. Lo que resultaba dos veces peor.
Igual aquí en el Paraguay. Asunción no era mejor que Buenos Aires en este sentido. Asunción ciudad-capital. Fundadora de pueblos. Amparo-reparo de la conquista, la estigmatizaron cédulas reales. Honor deshonorante.
Los oligarcones querían seguir viviendo hasta el fin de los tiempos de la cría de su dinero y de sus vacas. Vivir haciendo el no hacer nada. Prole de los que traicionaron el levantamiento comunero. Aristócratas-iscariotes. Los que vendieron a Antequera por la maldición de los Treinta Dineros. Bando de los contrabandos. Bando de los escamoteadores de los derechos del Común. Bastar- dos de aquella región de encomenderos. Mancebos de la tierra y del garrote. Eupátridas que se autotitulaban patricios. Pon una nota al pie: Eupátrida significa propietario. Señor Feudal. Dueño de tierras, vidas y haciendas. No, mejor tacha la palabra eupátrida. No la entenderán. Empezarán a meterla en sus oficios sin ton ni son. Les alucina todo lo que no entienden. ¿Qué saben ellos de Atenas, de Solón? ¿Has oído tú algo de Atenas, de Solón? Lo que Vuecencia ha dicho de ellos, nomás. Continúa escribiendo: Por otra parte aquí en el Paraguay esta palabra nada significa. Si alguna vez hubo eupátridas, ya no los hay. Difuntados o emparedados están. Pese a que los genes de la gens testarudos tarados engendran: La gens godo-criolla reproduciéndose sin cesar en la cadena de los genes-iscariotes. Éstos han sido, continúan siendo los judis-cariotes que pretenden erigirse en judiscatarios del Gobierno. Desde hace un siglo han traicionado la causa de nuestra Nación. Los que traicionan una vez traicionan siempre. Han tratado, seguirán tratando de venderla a los porteños, a los brasileños, al mejor postor europeo o americano.