Capítulo 3
– Se lo aseguro -repetí-. Es Gil Pérez.
– El chico que murió con su hermana hace veinte años.
– Evidentemente, no murió -dije.
Estaba claro que no me creían.
– Puede que sea su hermano -dijo York.
– ¿Con el anillo de mi hermana?
– Ese anillo es muy común -dijo Dillon-. Hace veinte años estaban de moda. Creo que mi hermana tenía uno. Se lo regalaron al cumplir los diecisiete, creo. ¿Estaba grabado el de su hermana?
– No.
– Pues no podemos estar seguros.
Hablamos un rato, pero no había mucho más que añadir. La verdad es que yo no sabía nada. Dijeron que se mantendrían en contacto. Localizarían a la familia de Gil Pérez para que hicieran una identificación positiva. Yo no sabía qué hacer. Me sentía perdido, atontado y confundido.
Mi BlackBerry y mi móvil estaban enloquecidos. Ya llegaba tarde a una cita con el equipo de la defensa en el caso más importante de mi carrera. Dos ricos jugadores de tenis universitarios de la lujosa población de Short Hills acusados de violar a una afroamericana de dieciséis años de Irvington llamada -no, su nombre no ayudaba nada- Chamique Johnson. El juicio ya había empezado, se había aplazado y ahora esperaba poder cerrar un trato de condena en prisión antes de que volviera a empezar.
Los policías me acompañaron a mi oficina en Newark. Sabía que los abogados de la defensa pensarían que mi retraso no era más que una táctica, pero no podía remediarlo. Cuando entré en el despacho, los dos abogados de la defensa ya estaban sentados.
Uno de ellos, Mort Pubin, se levantó y se puso a aullar.
– ¡Hijo de puta! ¿Sabes la hora que es? ¿Lo sabes?
– Mort, ¿has adelgazado?
– No me vengas con esa mierda.
– Espera. No, no es eso. Estás más alto. Has crecido. Como un chico de verdad.
– Ya está bien, Cope. ¡Llevamos una hora esperando!
El otro abogado, Flair Hickory, siguió sentado con las piernas cruzadas, como si no tuviera ninguna preocupación en la vida. Era de Flair de quien yo estaba pendiente. Mort era ruidoso, mal hablado y exagerado. Flair era el abogado defensor que yo más temía. No era lo que uno esperaba. De entrada, Flair (juraba que era su nombre real, aunque yo tenía mis dudas) era gay. Vale, no es para tanto. Hay muchos abogados gays, pero Flair era gay, muy gay, como el hijo natural de Liberace y Liza Minnelli, criado sólo a base de Streisand y musicales.
Y no lo disimulaba en los juzgados, más bien le sacaba partido.
Flair dejó que Mort se desahogara un rato, dobló los dedos y se miró las uñas. Pareció satisfecho. Después levantó la mano e hizo callar a Mort con un gesto elegante.
– Ya está bien -dijo Flair.
Llevaba una camisa de color púrpura. O puede que fuera berenjena o vincapervinca, un tono de ésos. No entiendo mucho de colores. La camisa era del mismo color que el traje. Y que la ancha corbata. El mismo que el pañuelo de bolsillo. El mismo -Dios nos ampare- que los zapatos. Flair reparó en que me estaba fijando en su ropa.
– ¿Te gusta? -preguntó Flair.
– El dinosaurio Barney se une a Village People -dije.
Flair hizo una mueca.
– ¿Qué pasa?
– Barney y Village People -dijo, apretando los labios-. ¿No se te ha ocurrido una referencia pop más anticuada y sobada?
– Iba a decir el teletubbie lila, pero no recordaba el nombre.
– Tinky Winky, y también está anticuado. -Se cruzó de brazos y suspiró-. Bueno, ahora que estamos todos en este despacho con una decoración tan hetero, ¿podemos dejar marchar a nuestros clientes y acabar de una vez?
Le miré a los ojos.
– Lo hicieron ellos, Flair.
No me lo negó.
– ¿De verdad vas a subir al estrado a esa prostituta stripper trastornada?
Iba a defenderla pero él ya conocía los hechos.
– Sí.
Flair intentó no sonreír.
– La destrozaré -dijo.
No dije nada.
La destrozaría, y yo lo sabía. Y eso era lo que tenía su forma de actuar. Podía seccionar y desmenuzar, y aun así seguía cayéndote bien. Yo le había visto hacerlo. Se podía pensar que algunos miembros del jurado serían homófobos, y que le odiarían o le temerían.
Pero con Flair no funcionaba así. Las mujeres del jurado querían ir de compras con él y hablarle de los defectos de sus maridos. Los hombres no le consideraban un peligro y creían que no podía hacerles ningún daño.
Eso lo convertía en un defensor letal.
– ¿Qué estás buscando? -pregunté.
Flair sonrió.
– Estás nervioso, ¿verdad?
– Sólo quiero ahorrarle tu acoso a una víctima de violación.
– Moi ? -Se llevó una mano al pecho-. Me siento insultado.
Me limité a mirarlo. Mientras lo hacía se abrió la puerta y entró Loren Muse, mi investigadora jefe. Muse tenía la misma edad que yo, treinta y tantos, y había sido investigadora de homicidios con mi predecesor, Ed Steinberg.
Muse se sentó sin decir palabra, ni siquiera hizo un gesto.
Me volví a mirar a Flair.
– ¿Qué quieres? -volví a preguntar.
– Para empezar -respondió Flair-, quiero que la señora Chamique Johnson se disculpe por destruir la reputación de dos chicos estupendos.
Le miré un rato más.
– Pero nos conformaremos con que se retiren los cargos inmediatamente.
– Sigue soñando.
– Cope, Cope, Cope.
Flair meneó la cabeza y emitió ruiditos tranquilizadores con la boca.
– He dicho que no.
– Eres encantador cuando te pones machito, pero eso ya lo sabes, ¿no? -Flair miró a Loren Muse. Una expresión afligida cruzó su cara-. Cielos, ¿qué llevas puesto?
Muse se incorporó un poco.
– ¿Qué?
– Tu ropa. Es como un programa de telerrealidad de la Fox. Cuando las policías se visten ellas mismas. Por Dios. Y esos zapatos…
– Son prácticos -dijo Muse.
– Cariño, regla de moda número uno: Las palabras «zapatos» y «prácticos» nunca deben encontrarse en la misma frase. -Sin parpadear, Flair se volvió hacia mí-: Nuestros clientes se declaran culpables de una falta y salen libres con la condicional.
– No.
– ¿Puedo decirte dos palabras?
– Esas palabras no serán «zapatos» y «prácticos», ¿verdad?
– No, algo bastante más grave para ti, me temo: Cal y Jim.
Calló. Yo miré a Muse. Ella se agitó en la silla.
– Esos dos nombrecitos -siguió Flair con un tonillo cadencioso en la voz-, Cal y Jim. Música para mis oídos. ¿Sabes a qué me refiero, Cope?
No mordí el anzuelo.
– En la declaración de la supuesta víctima… has leído su declaración, supongo… en su declaración ella afirma claramente que sus violadores se llamaban Cal y Jim.
– Eso no significa nada -dije.
– Verás, cielo, intenta prestar atención porque me parece que esto podría ser importante para tu caso: nuestros clientes se llaman Barry Marantz y Edward Jenrette. Ni Cal ni Jim. Barry y Edward. Repetid conmigo. Venga, adelante. Barry y Edward. A ver, ¿esos nombres se parecen en algo a Cal y Jim?
Mort Pubin respondió a la pregunta. Sonrió y dijo:
– No, no se parecen, Flair.
Seguí callado.
– Y ya ves, ésa es la declaración de tu víctima -siguió Flair-. Es maravilloso, ¿no crees? Espera que te lo busque. Me encanta leerlo. Mort, ¿lo tienes? Espera, aquí está. -Flair llevaba puestas gafas de lectura con cristales de media luna. Se aclaró la garganta y cambió de voz-. Los dos chicos que lo hicieron se llamaban Cal y Jim.
Dejó el papel y nos miró como si esperara un aplauso.
– Encontraron semen de Barry Marantz en ella -dije.
– Ah, sí, pero Barry era un chico guapo, todo hay que decirlo, y los dos sabemos que eso influye: él mismo admite un acto sexual consensuado con tu joven y ansiosa señora Johnson aquella tarde. Todos sabemos que Chamique estuvo en su fraternidad, eso no se discute, ¿no?
No me gustó, pero dije:
– No, eso no se discute.
– De hecho, los dos sabemos que Chamique Johnson había trabajado allí como stripper la semana anterior.
– Bailarina exótica -corregí.
Él se limitó a mirarme.
– Y por eso volvió. Sin que hubiera intercambio de dinero. En eso también estamos de acuerdo, ¿no? -No se molestó en esperar que contestara-. Y puedo presentar cinco o seis chicos que dirán que se comportó afectuosamente con Barry. Vamos, Cope. Tú ya has pasado por esto. Es una stripper. Es menor. Se coló en una fiesta de una fraternidad. Se ligó al chico rico y guapo. Él se la quitó de encima, no la llamó o lo que fuera. Y ella se enfadó.
– Y se llevó un montón de moratones -dije.
Mort golpeó la mesa con un puño que parecía capaz de aplastar un animal.
– Sólo busca ganar dinero -repuso Mort.
– Ahora no, Mort -dijo Flair.
– ¡Cómo que no! Todos sabemos de qué va esto. Les está acosando porque están forrados. -Mort me dedicó su mejor mirada pétrea-. Sabes que la puta tiene antecedentes, ¿no? Chamique -alargó su nombre de una forma burlona que me sacó de quicio- también tiene su abogado para exprimir a nuestros chicos. Para esa zorra esto sólo es como un día de cobro. Nada más. Un puto día de cobro.
– ¿Mort? -dije.
– ¿Qué?
– Calla y deja que hablen los adultos.
Mort me miró despreciativamente.
– No eres mejor que ella, Cope.
Esperé.
– La única razón que tienes para procesarlos es que son ricos. Y lo sabes. Estás jugando a esa mierda de ricos contra pobres ante los medios. No finjas que no lo haces. ¿Sabes qué es lo que da más asco? ¿Sabes lo que realmente me jode?
Aquella mañana ya le había tocado las pelotas a alguien, y ahora había jodido a un abogado. Menudo día llevaba.
– Dime, Mort.
– Que en nuestra sociedad está aceptado -dijo.
– ¿El qué?
– Odiar a los ricos. -Mort levantó las manos, indignado-. No paro de oírlo. «Le odio, es tan rico.» Fíjate en Enron y todos esos escándalos. Ahora es un prejuicio fomentado, odiar a los ricos. Si yo dijera que odio a los pobres, me lincharían. Pero ¿insultar a los ricos? Adelante, vía libre. Todo el mundo es bienvenido para odiar a los ricos.
Le miré.
– Tal vez deberían crear un grupo de apoyo.
– A la mierda, Cope.
– No, en serio. Trump, los chicos de Halliburton. El mundo no ha sido justo con ellos, caramba. Un grupo de apoyo. Eso es lo que se merecen. Tal vez un maratón televisivo o algo por el estilo.
Flair Hickory se levantó. Teatralmente, por supuesto. Casi me esperaba que hiciera una reverencia.