Leisha no dijo nada. Se sentía tibia en los brazos de Alice, se sentía completa, como dos niñitas entrando y saliendo de la luz.
– Yo te ayudaré, Alice. Si Papá no lo hace.
Alice la empujó abruptamente:
– No necesito tu ayuda.
Se quedó parada. Leisha frotó sus brazos vacíos, con los dedos aferrados al codo opuesto. Alice pateó la maleta vacía y abierta que se suponía debía empacar para ir a la Universidad, y repentinamente sonrió, con una sonrisa que hizo que Leisha apartara la vista. Se preparó para más agresiones. Pero lo que Alice dijo fue:
– Que la pases bien en Harvard.
V
Le encantó Harvard.
A la primera vista del Massachusetts Hall, medio siglo más viejo que los Estados Unidos, Leisha sintió algo que le había estado faltando en Chicago: tiempo, raíces, tradición. Tocó los ladrillos de la Biblioteca Widener, las vitrinas del Museo Peabody, como si fueran el grial. Nunca había sido particularmente sensible al mito o al drama; la angustia de Julieta le parecía artificial, la de Willy Loman una pérdida de tiempo.
Sólo el Rey Arturo, luchando por crear un orden social mejor, le había interesado. Pero ahora, caminando bajo los enormes árboles otoñales, percibió un destello de una fuerza que podía abarcar generaciones, fortunas legadas para fomentar aprendizajes y logros que los benefactores nunca verían, el esfuerzo individual expandiéndose y dando forma a los siglos por venir. Se detuvo y miró el cielo por entre las hojas, miró los edificios deliberadamente sólidos. En ese momento pensó en Camden, torciendo la voluntad de todo un instituto de investigaciones genéticas para crearla a ella a imagen de lo que deseaba.
En un mes se había olvidado de semejantes disquisiciones.
El volumen de trabajo era increíble, aún para ella. En la Escuela Sauley fomentaban la exploración individual a su propio ritmo; en Harvard sabían lo que querían de ella, y marcaban el ritmo. En los últimos veinte años, bajo la dirección académica de un hombre que en su juventud había presenciado consternado la dominación económica japonesa, Harvard se había convertido en controvertido líder de un retorno al duro aprendizaje de los hechos, las teorías, las aplicaciones, la resolución de problemas, la eficiencia intelectual. La escuela aceptaba una de cada doscientas solicitudes de inscripción llegadas de todo el mundo. La hija del Primer Ministro Británico había fracasado en su primer año y la habían mandado de vuelta a casa.
Leisha tenía una habitación individual en un nuevo dormitorio. En un dormitorio porque había pasado tantos años aislada en Chicago que estaba ansiosa de compañía, pero individual para no molestar a nadie cuando trabajaba toda la noche. En su segundo día, un muchacho del corredor de abajo se dejó caer en su habitación y se encaramó en el borde de su escritorio.
– Así que tú eres Leisha Camden.
– Sí.
– Dieciséis años.
– Casi diecisiete.
– Y nos superarás a todos, tengo entendido, sin siquiera intentarlo.
A Leisha se le borró la sonrisa. El muchacho la miraba por debajo de un entrecejo fruncido y sonreía, con los ojos muy brillantes. Leisha había aprendido de Richard, Tony y los otros a reconocer la bronca disimulada.
– Sí -contestó fríamente Leisha-, eso haré.
– ¿Estás segura? ¿Con tu cabello de niñita linda y tu cerebro de niñita mutante?
– ¡Déjala en paz, Hannaway!
– dijo otra voz. Un alto muchacho rubio, tan delgado que sus costillas parecían onditas en arena dorada, apareció en vaqueros y descalzo, secándose el cabello-. ¿No te cansas de andar por ahí como un imbécil?
– ¿Y tú? -dijo Hannaway. Dejó el escritorio y se dirigió a la puerta. El rubio se apartó, y Leisha se interpuso.
– La razón por la que voy a superarlos -dijo tranquilamente- es que tengo ciertas ventajas. Incluyendo no dormir. De modo que después de "superarlos” con mucho gusto los ayudaré a estudiar para los exámenes, así también aprueban.
El rubio, secándose las orejas, rió. Pero Hannaway se quedó mirándola, mientras aparecía en sus ojos una expresión que hizo retroceder a Leisha. La empujó y salió corriendo.
– Estuvo bien, Camden -dijo el rubio-. Se lo merecía.
– Pero lo dije en serio -dijo Leisha-. Lo ayudaré a estudiar.
El rubio bajó la toalla y la miró fijamente.
– ¿En serio? ¿Realmente lo dijo en serio?
– ¡Sí! ¿Por qué todos lo ponen en duda?
– Bueno -dijo el muchacho-.
Yo no. Puede ayudarme si me meto en problemas -sonrió repentinamente-. Pero no sucederá.
– ¿Por qué no?
– Porque soy tan bueno en todo como usted, Leisha Camden.
Lo estudió: -No es uno de los nuestros. No es insomne.
– No lo necesito. Sé lo que puedo hacer. Hacer, ser, crear, intercambiar.
– ¡Eres un yagaísta! -exclamó ella, encantada.
– ¡Por supuesto! -le tendió la mano-. Stewart Sutter. ¿Qué te parecería una hamburguesa de pescado en el Yard?
– Grandioso -dijo Leisha.
Salieron juntos, charlando animadamente. Ella trataba de no hacer caso cuando la gente se la quedaba mirando. Allí estaba, en Harvard, con un mundo que se le abría, con tiempo para aprender y gente como Stewart Sutter, que la aceptaba y la estimulaba.
En todas sus horas de vigilia.
Se absorbió totalmente en sus estudios. Roger Camden vino una vez, se paseó con ella, escuchando, sonriendo. Estaba más en su ambiente de lo que ella esperaba: conocía al padre de Stewart Sutter, al abuelo de Kate Addams. Hablaron de Harvard, de negocios, de Harvard, del Instituto de Economía Yagai, de Harvard. Una vez Leisha le preguntó "¿Cómo está Alice?", pero Camden dijo que no sabía, que se había mudado y no quería verlo. Le hacía llegar una pensión por su abogado. Dijo todo esto con el rostro sereno.
Leisha fue al Baile de Bienvenida con Stewart, que también estudiaba el preparatorio de derecho pero estaba dos años más adelante. Se fue un fin de semana a París con Kate Addams y otras dos amigas, tomando el Concorde III. Tuvo una disputa con Stewart sobre si la metáfora de la superconductividad podía aplicarse al yagaísmo, una pelea estúpida que ambos sabían que era estúpida pero igual la tuvieron, y luego se convirtieron en amantes. Tras las torpes exploraciones sexuales con Richard, Stewart resultaba hábil, experimentado, sonriendo ligeramente cuando le enseñaba cómo tener un orgasmo por sí sola o con él. Leisha estaba deslumbrada. "Es tan divertido", dijo, y Stewart la miró con una ternura que ella sabía que tenía algo de turbación, pero no entendía por qué.