Esta idea la paralizó por un momento. Pero siguió mirando a Camden, que le devolvía la mirada sin inmutarse, un hombre que aún en su lecho de muerte estaba seguro de tener razón.
Alice la tomó del codo, hablándole tan suavemente que nadie más pudo oírla.
– Ya pasó, Leisha. En un rato te sentirás bien.
Alice había dejado a su hijo en California, con el que era su esposo desde hacía dos años, Beck Watrous, un contratista de obras que había conocido cuando era camarera de un centro turístico de las Islas Artificiales.
Beck había adoptado a Jordan, el hijo de Alice.
– Antes de Beck pasé una mala temporada -dijo Alice con su voz distante-. ¿Sabes que cuando estaba embarazada solía soñar que Jordan sería insomne, como tú? Y me despertaba con mareos matinales por un bebé que sólo sería un estúpido como yo. Estuve con Ed (en Pennsylvania, ¿recuerdas?, viniste a verme allí una vez) dos años más. Me alegraba cuando me pegaba. Deseaba que Papá pudiera verlo. Al menos Ed me tocaba.
Leisha hizo un ruido con la garganta.
– Finalmente me fui porque tenía miedo por Jordan. Me fui a California, y no hice más que comer durante un año. Llegué a pesar más de ochenta kilos.
– Leisha calculó que mediría alrededor de un metro sesenta-.
Luego vine a casa a ver a Mamá.
– No me lo dijiste -intervino Leisha-. Sabías que estaba viva y no me lo contaste.
– Pasa la mitad del tiempo en un secadero -dijo Alice con brutal simplicidad-. No te hubiera visto aunque lo intentaras. Pero me vio a mí, y se babeaba llamándome su "verdadera” hija, y me vomitó encima. Yo me alejé de ella y miré mi vestido, y me di cuenta de que tenía que vomitarlo, de tan feo que era. Deliberadamente feo. Comenzó a gritar que Papá había arruinado su vida, y la mía, todo por ti. ¿Y sabes qué hice?
– ¿Qué? -dijo Leisha, con voz trémula.
– Volé a casa, quemé toda mi ropa, me conseguí un trabajo, comencé a estudiar, bajé veinte kilos y puse a Jordan en terapia de juego.
Las hermanas permanecieron sentadas en silencio. Tras la ventana el lago estaba oscuro, sin luna ni estrellas. Fue Leisha la que de pronto se estremeció, y Alice la que le palmeó el hombro.
– Dime… -No sabía qué quería que le dijera, pero quería oír la voz de Alice, su voz tal como era ahora, gentil y remota, ya no herida por el hecho hiriente de la mera existencia de Leisha. Su hiriente existencia-… cuéntame de Jordan. ¿Ya tiene cinco? ¿Cómo es?
Alice se volvió para mirar a Leisha a los ojos.
– Es un niño feliz y común.
Absolutamente común y corriente.
Camden murió una semana después.
Después del funeral, Leisha intentó ver a su madre en el Centro Brookfield de Adicción al Alcohol y a las Drogas. Le dijeron que Elizabeth Camden no veía a nadie más que a su única hija, Alice Camden Watrous.
Susan Melling, vestida de negro, llevó a Leisha al aeropuerto. Hablaba fluidamente, con determinación de los estudios de Leisha, de Harvard, de la Revista. Leisha le contestaba con monosílabos, pero ella persistía, preguntando, exigiendo respuestas. ¿Cuándo tendría sus exámenes? ¿Había pedido alguna entrevista para buscar trabajo? Gradualmente Leisha comenzó a salir del mutismo en que se había sumergido cuando bajaran a tierra el ataúd de su padre. Se dio cuenta de que el persistente interrogatorio de Susan era una amabilidad.
– Sacrificó a un montón de gente -dijo súbitamente.
– No a mí -dijo Susan, mientras entraba en el estacionamiento del aeropuerto-. Sólo durante un tiempo, cuando dejé mi trabajo para hacer el de él.
Roger no respetaba mucho el sacrificio.
– ¿Estaba equivocado en eso? -preguntó Leisha, con involuntaria desesperación.
Susan sonrió tristemente.
– No, no estaba equivocado.
No debería haber dejado nunca mis investigaciones. Me tomó mucho tiempo volver a ser yo misma después.
Hace eso con la gente, resonó en su mente. ¿Lo había dicho Susan?, ¿Alice? No lo recordaba.
Vio a su padre en el viejo invernadero, plantando y replantando las llamativas flores exóticas que tanto amaba.
Estaba cansada. Era fatiga muscular por la tensión, lo sabía; se recuperaría con veinte minutos de descanso. Le ardían los ojos por las desacostumbradas lágrimas. Los cerró, recostándose sobre la butaca del coche.
Susan estacionó el automóvil, apagó el motor y dijo: -Hay algo que quiero decirte, Leisha.
Leisha abrió los ojos.
– ¿Sobre el testamento?
Susan sonrió forzadamente.
– No. No tienes problemas con cómo dividió los bienes, ¿verdad? Te parece razonable. Pero no es eso. El equipo de investigación de Biotech y la Escuela de Medicina ha terminado los análisis del cerebro de Bernie Kuhn.
Leisha se volvió hacia ella.
Estaba intrigada por la complejidad de su expresión. Reflejaba determinación, satisfacción, enojo y algo más que Leisha no ubicaba.
– Lo publicaremos la semana próxima -dijo Susan-, en la Revista de Medicina de Nueva Inglaterra. Se cuidó increíblemente la seguridad; nada de filtraciones a la prensa popular. Pero quiero decirte ahora, personalmente, lo que encontramos. Para que estés preparada.
– Adelante -dijo Leisha.
Sentía una opresión en el pecho.
– ¿Recuerdas cuando tú y los otros chicos insomnes tomaron interleukin-1 para ver cómo era dormir, cuando tenías dieciséis?
– ¿Cómo lo supiste?
– Los vigilábamos mucho más de cerca de lo que pensaban.
¿Recuerdas el dolor de cabeza que les dio?
– Sí -ella, Richard, Tony, Carol, Jeanine… desde que la rechazaron en el Comité Olímpico, Jeanine no volvió a patinar.
Era maestra de jardín de infantes en Butte, Montana.
– Del interleukin-1 quería hablarte; al menos en parte. Es una de un grupo de sustancias que estimulan el sistema inmunitario. Aumentan la producción de anticuerpos, la actividad de los glóbulos blancos y muchas otras actividades inmunológicas. La gente normal tiene producción de IL-1 durante la fase de ondas lentas del sueño. Eso significa que tienen (tenemos) estimulación del sistema inmune durante el sueño. Una de las preguntas que los investigadores nos hicimos hace veintiocho años era: ¿enfermarán más seguido los niños insomnes, por no tener ese aporte de IL-1?