– Nunca estuve enferma -dijo Leisha.

– Sí. Tuviste varicela y tres resfríos leves a los cuatro años -precisó Susan-. Pero en general erais todos un grupo muy sano. De modo que a los investigadores nos quedó la teoría alternativa para el refuerzo inmunológico durante el sueño: que el aumento de la actividad inmune existe como contrapartida de una mayor vulnerabilidad del cuerpo a las enfermedades durante el sueño, probablemente conectada a las fluctuaciones de la temperatura corporal durante el sueño REM. En otras palabras, que el sueño causaba la vulnerabilidad que contrarrestaban los pirógenos endógenos como el IL-1. El sueño era el problema y el estímulo inmunológico la solución.

Sin sueño no existiría el problema. ¿Me sigues?

– Sí.

– Por supuesto. Pregunta tonta. -Susan se apartó el cabello de la cara. Estaba encaneciendo en las sienes, y tenía una pequeña mancha de vejez junto a la oreja derecha.

– En estos años reunimos miles (o puede que cientos de miles) de tomografías cerebrales tuyas y de los demás chicos, además de interminables electroencefalogramas, muestras de fluido cerebroespinal y todo lo demás. Pero no podíamos ver realmente dentro de vuestros cerebros, saber qué pasaba allí.

Hasta que Bernie Kuhn se dio ese topetazo.

– Susan -dijo Leisha-, dímelo directamente, sin más vueltas.

– No envejecerás.

– ¿Qué?

– Bueno, cosméticamente sí: canas, arrugas, flaccidez. Pero la ausencia de péptidos del sueño y todo lo demás afecta los sistemas de restauración de tejidos de una forma que no entendemos. Bernie Kuhn tenía un hígado perfecto. Pulmones perfectos, corazón perfecto, nódulos linfáticos perfectos, páncreas perfecto, médula oblongada perfecta. No sólo sanos o jóvenes; perfectos. Hay un estímulo de la regeneración de tejidos que deriva claramente del funcionamiento del sistema inmunológico pero que es radicalmente distinto de lo que hubiéramos sospechado. Los órganos no muestran desgaste alguno, ni siquiera el mínimo esperable a los diecisiete. Se auto reparan… una y otra vez.

– ¿Por cuánto tiempo? -musitó Leisha.

– ¿Y quién diablos lo sabe?

Bernie Kuhn era joven… puede que haya un mecanismo compensatorio que lo interrumpe en algún punto y os vengáis abajo de golpe, como una jodida galería de Dorian Grays. Pero no lo creo.

Tampoco creo que siga por siempre; una regeneración de tejidos no puede hacer eso. Pero mucho, mucho tiempo.

Leisha se quedó contemplando los reflejos borrosos en el parabrisas del automóvil. Vio la cara de su padre contra el satén azul del féretro, rodeada de rosas blancas. Su corazón, que no se regeneraba, había fallado.

– El futuro es sólo especulación en este caso. Sabemos que las estructuras péptidas que inducen al sueño en las personas normales recuerdan los componentes de paredes celulares bacterianas. Puede que haya una conexión entre el sueño y la receptividad patógena. No sabemos.

Pero la ignorancia nunca detuvo a los periódicos. Quería prepararte porque los llamarán superhombres, homo perfectus, y quién sabe qué más. Inmortales.

Las dos mujeres permanecieron en silencio. Finalmente Leisha dijo:

– Voy a informar a los demás.

Por nuestra red de datos. No te preocupes por la seguridad. Kevin Baker diseño la red del Grupo, y nadie se entera de lo que no queremos que se enteren.

– ¿Ya están tan bien organizados?

– Sí.

Susan pareció decir algo para sí y apartó la vista de Leisha.

– Mejor entremos, o perderás tu vuelo.

– Susan…

– ¿Qué?

– Gracias.

– De nada -dijo Susan, y Leisha notó en su voz lo que antes había visto en su expresión sin poder ubicar: ansiedad.

Regeneración de tejidos. Mucho, mucho tiempo, canturreaba la sangre en los oídos de Leisha durante su viaje a Boston. Regeneración de tejidos. Y, eventualmente: inmortales. No, eso no, se decía severamente. Eso no. Pero la sangre no escuchaba.

– ¡Qué sonrisa! -dijo su vecino de asiento de la primera clase del avión, un hombre en viaje de negocios que no la había reconocido-. ¿Viene de alguna gran fiesta en Chicago?

– No, de un funeral.

El hombre pareció asombrado, y luego disgustado. Leisha miró por la ventanilla hacia el suelo, allá lejos. Ríos como microcircuitos, campos como prolijas fichas de archivo. Y en el horizonte esponjosas nubes blancas, como masas de flores exóticas, capullos de un invernadero lleno de luz.

La carta no era más gruesa que cualquier envío en papel, pero era tan raro que cualquiera de ellos recibiera una carta con la dirección a mano que Richard estaba nervioso.

– Podría ser un explosivo.

Leisha miró la carta en la repisa del vestíbulo: "SRA. LIESHA CAMDEN", letras imprenta mayúsculas, mal escrito.

– Parece escritura infantil -dijo.

Richard permanecía en pie, con la cabeza baja y los pies separados. Pero su expresión era solamente preocupada.

– Tal vez sea deliberadamente infantil. Pueden haber pensado que desconfiarías menos.

– ¿Quienes? ¿Nos estamos volviendo tan paranoides, Richard?

La pregunta no lo hizo desistir.

– Sí. Por el momento.

Una semana antes la Revista de Medicina de Nueva Inglaterra había publicado el cuidadoso y sobrio artículo de Susan. Una hora más tarde las emisoras y redes explotaban en especulaciones, drama, furia y temor. Junto con los demás miembros del Grupo, habían aislado e individualizado cada uno de estos cuatro componentes, buscando la reacción dominante: especulación ("Los insomnes pueden vivir siglos, y esto podría llevar a que…"); drama ("Si un insomne se casa sólo con durmientes, su vida puede alcanzar a una docena de matrimonios, y varias docenas de hijos, una confusa familia mixta…"); furia ("El ir contra las leyes de la naturaleza sólo nos ha aportado esta supuesta gente antinatural que vivirá con la ventaja tramposa del tiempo: tiempo para acumular más capacidad, más poder, más propiedades como el resto nunca podremos ni imaginar…"); y temor ("¿En cuánto tiempo nos dominará la super-raza?").

– Todos son temor, de uno u otro tipo -dijo finalmente Carolyn Rizzolo, y la Red dejó de clasificar.

Leisha estaba dando los exámenes finales de su último año en la escuela de leyes. Los comentarios la acompañaban cada día en el campus, por los corredores, en clase; cada día los olvidaba en el trajín de los exámenes, donde todos los estudiantes quedaban reducidos al mismo status de suplicantes ante la gran universidad. Luego, temporalmente exhausta, caminaba silenciosamente a casa hacia Richard y la Red del Grupo, consciente de las miradas de la gente en la calle, consciente de su guardaespaldas, Bruce, entre ella y los demás.


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