Y seguí ayudando a misa todavía cuando, coincidiendo prácticamente con mi desarrollo, había perdido ya la fe en la magia del altar, y sólo me divertía todo aquel tejemaneje que se urdía alrededor.
No obstante, me esforzaba por hacerlo bien, y no arrastraba los pies como suelen hacerlo los monaguillos. Por otra parte, nunca estuve enteramente seguro, ni lo estoy hoy todavía, de si después de todo no habrá efectivamente algo, ya sea delante, o detrás, o tal vez en el mismo tabernáculo… Sea como fuere, el caso es que al reverendo Gusewski le gustaba siempre tenerme a mí a su lado como uno de los dos monaguillos, porque entre el Ofertorio y la Consagración yo nunca me dedicaba al intercambio de cromos de las cajetillas de cigarrillos, como era usual entre sus demás muchachos, ni dejaba vibrar la campanilla después de los toques, ni hacía negocio alguno con el vino de misa.
Porque, en verdad, los monaguillos son la peste: no sólo porque extienden sus baratijas usuales en las propias gradas del altar y apuestan entre sí monedas o cojinetes de bolas desgastadas, sino porque en aquella época no hacían más que conversar durante las oraciones graduales y en lugar de recitar el texto de la misa, o bien entre latín y latín, acerca de los detalles de los buques de guerra en servicio o hundidos:
"Introito ad altare Dei" ¿Qué año fue botado el crucero Eritrea? `En el treinta y seis. ¿Características?' Ad Deum qui laetificat iuventutem meam `Único crucero italiano en aguas del Africa Oriental. ¿Tonelaje?' Deus fortitudo mea `Dos mil ciento sesenta y dos. ¿Nudos?' Et introito ad altare Dei `No lo sé. ¿Artillería?' Sicut erat in principio `Seis de quince centímetros, cuatro de siete punto seis… ¡Falso! et nunc et semper `¡No, correcto! ¿Cómo se llaman los buques escuela alemanes?' et in saecule saeculorum, amen `Se llaman Brummer y Bremse'." Más adelante ya no seguía sirviendo regularmente en la capilla de Santa María, y sólo iba cuando el reverendo Gusewski me mandaba llamar, porque sus muchachos lo habían dejado plantado a causa de las marchas dominicales o para recoger fondos a beneficio del Socorro de Invierno.
Digo esto únicamente con objeto de describir mi puesto ante el altar mayor, porque era desde ahí desde donde tenía yo ocasión de observar a Mahlke cuando él se arrodillaba ante el de la Virgen María.
¡Y cómo rezaba! ¡Qué mirada de ternera la suya! Los ojos se le iban poniendo cada vez más vidriosos, y su boca, amargada, se movía sin cesar y sin la menor puntuación. Así es como suelen boquear, buscando aire, los peces arrojados a la playa.
Sirva esta imagen para ilustrar el descomedimiento con que Mahlke rezaba. Cuando el reverendo Gusewski y yo íbamos despachando a los comulgantes a lo largo del banco y llegábamos a Mahlke -el cual, visto desde el altar, se arrodillaba siempre en el lugar extremo de la izquierda-, teníamos ante nosotros a un individuo que, dejando de lado toda precaución, incluidos la bufanda y el imperdible, ponía unos ojos rígidos, echaba atrás la cabeza con su raya central, sacaba la lengua y dejaba al descubierto, en esa actitud, aquel ratón de su nuez que yo habría podido agarrar con la mano: ¡a tal punto quedaba el animalito expuesto e indefenso! Pero tal vez Mahlke se daba cuenta de que éste andaba suelto y hacía de las suyas, y hasta es posible que contribuyese deliberadamente a aumentar sus brincos exagerando en el tragar, con el propósito de atraer hacia sí los ojos de vidrio de la Virgen que quedaba a un lado.
Porque no puedo ni quiero creer que tú hicieras nunca nada, aun lo más mínimo, sin contar con algún espectador.
V
En la capilla de Santa María nunca lo vi con borlas. Por más que la moda de ellas empezara ya en realidad a extenderse entre los estudiantes, él se las ponía cada vez más raramente.
A veces, cuando dos de nosotros estábamos con él bajo el castaño de siempre en el patio de recreo y hablábamos todos y a la vez por encima de aquellas borlas absurdas, Mahlke se las quitaba del cuello, aunque luego, indeciso y a falta de algún contrapeso mejor, volvía a anudárselas después de la segunda señal del fin del recreo.
Cuando por vez primera vino del frente un ex alumno graduado de nuestra escuela, quien de paso había efectuado una visita al Cuartel General del Führer y llevaba ahora en el cuello la codiciada golosina, un toque especial del timbre nos llamó a todos al aula.
Y mientras el joven oficial en cuestión se mantenía de pie en el extremo superior de la sala, de espaldas a los tres grandes ventanales y delante de un fondo de macetones de hojas grandes y del semicírculo del cuerpo congregado de maestros, pero no detrás, sino al lado del viejo púlpito pardo, con la golosina colgando de su cuello y su boquita en forma de corazón hablando por encima de nuestras cabezas y acompañando ocasionalmente sus palabras con ademanes ilustrativos, pude observar que a Joaquín Mahlke, sentado una fila delante de mí y de Schilling, las orejas se le ponían transparentes y carmesíes; que se reclinaba rígido en el respaldo y, con la derecha y la izquierda, empezaba a tirar y aflojar algo de su cuello, tragando con gran esfuerzo y acabando por tirar algo bajo el banco.
Supongo que sería aquella lana: las borlas o bolitas tejidas de rojo y verde. El joven en cuestión, teniente de la Luftwaffe, había empezado ya a hablar, demasiado bajo al principio y atascándose e incluso ruborizándose de vez en cuando, con simpática torpeza, sin que hubiera allí nada de qué ruborizarse: "…bien, muchachos, no vayáis a creer ahora que esto es como una cacería de conejos, atacar, echarse a un lado y volver a atacar todo e tiempo.
A veces nada ocurre por espacio de varias semanas. Pero cuando fuimos al Canal… bueno, me dije para mí, o ahora o nunca. Y efectivamente, así fue.
Ya en la primera salida nos topamos con una formación protegida por cazas, y eso fue la rueda de nunca acabar, tan pronto arriba como abajo de las nubes: vuelo en curva. Trato de ganar altura, veo abajo tres Spitfires describiendo círculos, van a meterse en las nubes, ésta es la mía, me digo, no faltaría sino que, me lanzo desde arriba, ya lo tengo en la mirilla, y veo que me apunta; el tiempo justo de apoyarme en el ala izquierda de mi cesto, y ya tengo en la mira otro Spitfire que se me viene encima, me le lanzo directamente al encuentro, y él o yo, me digo; bueno, ya veis que fue a él a quien tocó ir al charco; y me digo, bueno, puesto que ya tienes dos, por qué no probar con el tercero, etcétera; con tal que no se me acabe la gasolina. Y veo que se deshace la formación y que siete de ellos tratan de escapársenos.
Y yo, con el buen sol siempre a la espalda, elijo a uno, le doy su bendición, repito el número, me sale bien también, aprieto la palanca hasta el fondo, y ya el tercero se me pone ante la jeringa: baja en espiral, he debido darle, lo sigo instintivamente, lo pierdo, nubes, ahí está otra vez, vuelvo a apretar el tubo, y allá va al charco, dando tumbos; pero también a mí poco me falta para tomar el baño. Francamente, ya no sabría decir cómo volví a levantar el cesto. En todo caso, cuando regreso a nuestro campo balanceándome sobre las alas -como sabéis seguramente, o lo habréis visto en el cine, cuando hemos derribado a alguno nos balanceamos sobre las alas-, no logro bajar el tren de aterrizaje: atascado.