Nos convirtió en un par de chiquillos confundidos que, con las narices goteando, permanecían manifiestamente al margen de la situación. Y a partir de entonces y aun durante el camino de regreso, las muchachas ya sólo nos trataron, a Schilling y a mí, con cierto aire de condescendencia.
Mahlke se quedó; quería terminar su agujero y asegurarse de que había acertado exactamente el lugar arriba de la escotilla.
Cierto que no dijo: "Quedaos hasta que termine", pero, con todo, cuando estábamos ya sobre la pared de hielo, retardó nuestra partida por unos cinco minutos hablando a media voz, no hacia nosotros, sino más bien en dirección de los cargueros aprisionados en el hielo de la rada, y sin enderezarse nunca por completo.
Nos rogó que le ayudáramos. ¿O fue más bien que nos lo ordenó en forma cortés? Lo cierto es que nos pidió que soltáramos nuestras aguas en su ranura, que tenía forma de cuña, con objeto de derretir el hielo con nuestra orina caliente, o de ablandarlo por lo menos. Y antes de que Schilling o yo pudiéramos decir: "No tenemos con qué", o bien: "Ya lo hicimos al venir", mis primas exclamaron jubilosas y con deseos de colaborar: "¡Oh, sí! Pero tenéis que mirar a otro lado, y usted también, señor Mahlke".
Después que Mahlke les hubo explicado dónde debían agazaparse -el chorro, decía, tenía que dar siempre en el mismo lugar, porque si no no servía de nada-, se encaramó a la pared y se volvió, con nosotros, hacia la playa. Y mientras a nuestra espalda las dos fuentes brotaban a un tiempo formando un dúo sonoro entre risas sofocadas y murmullos, nosotros contemplábamos el negro hormigueo frente a Brösen y el muelle helado.
Los álamos del Paseo Marítimo se veían cubiertos, en número de diecisiete, de azúcar. La cúpula dorada del Monumento al Soldado, que emergía cual un obelisco del bosquecillo de Brösen, nos hacía unas señas excitadas. Era domingo por todas partes.
Una vez que los pantalones de esquiar de las muchachas hubieron vuelto a subir y que nosotros estuvimos nuevamente abajo con las puntas de los zapatos alrededor de la ranura, el círculo seguía fumando, sobre todo en aquellos dos lugares donde Mahlke, sirviéndose del hacha, había marcado precavidamente con una cruz. El agua se veía amarillo-pálida en el foso y se iba filtrando con un ligero crujir. Los bordes de la ranura se habían teñido de un oro verdoso.
El hielo resonaba lloronamente. Persistía un olor penetrante, porque no había otro alguno que lo contrarrestara, y se hizo más fuerte cuando Mahlke volvió a cavar con el hacha en la ranura, sacando casi tanta sémola de hielo como para llenar un balde corriente. Logró sobre todo perforar dos pozos en los lugares señalados, ganando así profundidad. Cuando la capa blanca se hallaba ya amontonada a un lado, endureciéndose rápidamente por efecto del frío, Mahlke marcó otros dos lugares. Las muchachas hubieron de volverse, en tanto que nosotros nos desabrochamos y le ayudamos reblandeciendo varios centímetros más de la capa de hielo y perforándola con dos nuevos agujeros, que, sin embargo, no resultaron ser lo bastante profundos.
En cuanto a él, ni soltó sus aguas ni nosotros lo invitamos a hacerlo, temiendo, antes bien, que lo hicieran las muchachas. Así que hubimos terminado y aun antes de que las muchachas pudieran abrir la boca, Mahlke nos despidió.
Cuando ya estábamos de nuevo en lo alto de la pared y nos volvimos, vimos que, sin desabrigarse por ello el cuello, se había tapado la barbilla y la nariz con la bufanda, que seguía ostentando el imperdible. Con lo que, entre la bufanda y el cuello del abrigo, sus bolas o borlas de lana salpicadas en rojo y blanco pudieron airearse. Volvía ya a cavar en aquella ranura, que sin duda murmuraría algo acerca de nosotros y de las muchachas, con la espalda encorvada tras los tenues velos de un vaho de lavadero en los que el sol hurgaba.
Durante el camino de regreso a Brösen ya sólo fue cuestión de él. Las dos primas formulaban preguntas, alternativa o simultáneamente, que no siempre podíamos contestar. Pero cuando la más joven quiso saber por qué Mahlke llevaba la bufanda hasta la barbilla, a manera de una venda, y la otra insistió en lo mismo, Schilling aprovechó la pequeña oportunidad que se nos ofrecía y empezó a describir la nuez de Mahlke como si se tratara de un bocio.
Practicó también movimientos exagerados de deglución, imitó a Mahlke masticando, se quitó la gorra de esquiar, se partió alusivamente la raya con los dedos en el centro de la cabeza y consiguió, finalmente, que las muchachas se rieran y hallaran a Mahlke cómico y no muy bien de la cabeza. Sin embargo, pese a esta pequeña victoria a expensas tuyas -también yo aporté mi óbolo e imité tu relación con la Virgen María-, mis primas regresaron a Berlín una semana más tarde sin que nosotros, aparte del besuqueo obligado en el cine, hubiéramos logrado sacar de ellas nada en limpio.
No debo silenciar, aquí, que al día siguiente fui temprano a Brösen en el tranvía, corrí sobre el hielo a través de una densa niebla costera, faltando poco para que no diera con el bote, y encontré terminado el agujero arriba de la proa. Rompí penosamente con el tacón del zapato y con un bastón provisto de punta de hierro de mi padre, que precavidamente había llevado conmigo, la nueva capa gruesa de hielo que se había formado durante la noche. Luego introduje el bastón por el agujero gris-negro del hielo.
Bajó casi hasta el puño; ya casi el agua me cubría el guante, cuando de repente topó la punta con la proa o, mejor dicho, no: primero di en el vacío, y no fue sino al mover el bastón lateralmente a lo largo del agujero cuando me encontré también abajo con resistencia.
Dejé correr el hierro junto al hierro, y resultó que se trataba exactamente de la escotilla abierta de proa. Lo mismo que un plato queda debajo del otro cuando se ponen dos platos juntos, así quedaba la escotilla debajo del agujero practicado en el hielo.
Pero miento: no, no quedaba exactamente debajo, porque nada se produce exactamente, sino que la escotilla era algo mayor, o era algo mayor el agujero; sin embargo, la escotilla se abría bastante exactamente debajo de aquél, y sentí a cuenta de Joaquín Mahlke un orgullo tan dulce como un bombón de crema, y de buena gana te hubiera regalado mi reloj de pulsera.
Permanecí allí unos buenos diez minutos, sentado sobre la tapa circular de hielo, de unos cuarenta centímetros de espesor, que se encontraba al lado del agujero. Alrededor de la parte inferior del segundo tercio del témpano veíase aquella traza amarillo-pálida de la orina del día anterior. Habíamos podido ayudarle, aunque Mahlke también habría llevado a cabo él agujero sin nosotros. ¿Podía Mahlke prescindir del público en nada de lo que hiciera? ¿Había algo que sólo se mostrara a sí mismo? Porque ni siquiera las gaviotas habrían admirado tu agujero sobre la escotilla de proa si yo no hubiera venido para admirarte.
Tenía siempre algún público. Y si digo que "siempre", y que incluso cuando estaba solo en el bote y practicaba su agujero en el hielo, tenía delante o detrás a la Virgen María, que contemplaba entusiasmada el ir y venir de su hacha, la Iglesia debería darme de hecho la razón; pero aunque la Iglesia no pueda ver en la Virgen María a la admiradora constante de hazañas de Mahlke, lo cierto es que ella seguía con atención todos sus movimientos, y esto bien lo sé yo, que fui monaguillo: primero con el reverendo Wiehnke en la iglesia del Sagrado Corazón, y luego con Gusewski en la capilla de Santa María.