Además, el Wicher, como único destructor, algunos torpederos anteriormente alemanes de la Marina Imperial, y aquellos seis dragaminas de la clase Czaika, que desarrollaban dieciocho nudos, estaban equipados con un cañón de proa de siete coma cinco y cuatro ametralladoras sobre plataformas giratorias, y que según datos oficiales llevaban veinte minas a bordo, de modo que lo mismo las sembraban que las dragaban.
Y uno de aquellos botes de ciento ochenta y cinco toneladas se había construido expresamente para Mahlke. La guerra naval duró en la Bahía de Danzig del primero de setiembre al dos de octubre y rindió, después de la capitulación de la Península de Hela, el siguiente resultado puramente externo: las unidades polacas Gryf, Wicher, Baltyk y tres barcos de la clase Czaika, el Mewa, el Jaskolka y el Czapla, ardieron y se hundieron en los puertos, en tanto que el destructor alemán Leberecht Maas fue averiado por varios disparos de artillería y el dragaminas M 85 chocó al nordeste de Heisternest con una mina polaca contra submarinos y se hundió perdiendo un tercio de su tripulación.
Sólo fueron capturados los otros tres barcos, ligeramente averiados, de la clase Czaika, y mientras el Zuraw y el Czaika pudieron ser incorporados poco después al servicio alemán con los nombres de Oxthöft y Westerplatte, el tercero, el Rybitwa, al ser remolcado de Hela a Neufahrwasser, empezó a hacer agua, a hundirse y a esperar a Joaquín Mahlke, ya que fue éste quien el verano siguiente llevó a la superficie las plaquitas de latón que llevaban grabado el nombre de Rybitwa. Más adelante se dijo que un oficial polaco y un cabo de mar, que servían el timón bajo vigilancia alemana, hundieron el bote conforme al procedimiento bien conocido de Scapa Flow.
El caso es que, por una u otra razón, se hundió a un lado del canal y de la boya de entrada de Neufahrwasser, y pese a que estaba varado favorablemente en uno de las numerosos bancos de arena no fue puesto nuevamente a flote, sino que siguió emergiendo de la superficie con las superestructuras del puente, los restos de la borda, los ventiladores abollados y la plataforma giratoria del cañón desmontado de proa, primero cual una visión extraña que no tardó, con todo, en hacerse familiar, proporcionándote a ti, Joaquín Mahlke, un objetivo; de modo análogo a como aquel otro barco de guerra, el Gneisenau, que fue hundido en febrero del cuarenta y cinco a la entrada del puerto de Gdynia, proporcionó un objetivo a los escolares polacos.
Aunque nunca se sabrá si entre los jóvenes polacos que buceaban en el Gneisenau y lo saqueaban habría alguno que se sumergiera con el mismo fanatismo que Mahlke.
III
No tenía nada de hermoso.
Para ello hubiera debido hacerse reparar la nuez. Es posible que todo residiera en ese cartílago. Sin embargo, la cosa tenía sus compensaciones.
Por otra parte, tampoco ha de pretenderse demostrarlo todo con arreglo a las proporciones. Y en cuanto a su alma, nunca me fue presentada.
Nunca oí lo que pensara. En definitiva, quedan su cuello y los numerosos contrapesos del mismo. E incluso el hecho de que se llevara a la escuela y al establecimiento de baños montañas de emparedados de margarina y los devorara durante la clase o poco antes de meterse al agua, sólo ha de tomarse como otro indicio relativo a su nuez, porque lo probable es que aquel ratón participara en la comida, sin hartarse nunca.
Queda además su devoción, sus rezos ante el altar de la Virgen.
El Crucificado no le interesaba particularmente. Llamaba la atención que aquel subir y bajar de su cuello no llegara a pararse por completo cuando juntaba las puntas de los dedos para la oración; sin embargo, al rezar tragaba con disimulo, y mediante la posición exageradamente estilizada de sus manos llegaba en tales momentos a desviar la atención respecto de aquel ascender que, por encima del cuello de su camisa y de los apéndices consistentes en cordel, cordonera y cadenita, funcionando siempre.
Por lo demás, las muchachas no parecían interesarle mucho. Si hubiera tenido una hermana… Mis primas tampoco lograron ayudarlo.
En cuanto a su relación con Tula Pokriefke, no hay que tomarla en cuenta, ya que era de un carácter particular y, como número de circo -si se piensa que él quería ser payaso-, no hubiera dejado de tener lo suyo, porque la Tula de marras, un espárrago de muchacha con unas piernas como palillos, lo mismo hubiera podido ser muchacho.
En todo caso, esa frágil niña que hacia el final de nuestras segundas vacaciones sobre el bote nadaba con nosotros cuando se le antojaba, nunca sintió el menor reparo cuando nos despojábamos de nuestros taparrabos y, de puro aburrimiento, nos despatarrábamos en cueros sobre la herrumbre.
La cara de Tula se podría reproducir con un mero punto y coma. Por la facilidad con que se movía en el agua, daba la impresión de tener membranas natatorias entre los dedos de las manos y entre los de los pies.
Olía siempre a cola de carpintero, incluso en el bote y a pesar de las algas, las gaviotas y el olor ácido de la herrumbre, porque su padre trabajaba con cola en la ebanistería de su tío.
Era toda pellejo, huesos y curiosidad. Tranquila y con la barbilla apoyada en la palma de la mano, miraba cuando Winter o Esch, sin poder ya contenerse, pagaban su tributo. Acurrucábase, con la espalda encorvada y los huesos de la columna vertebral muy marcados, frente a Winter, al que siempre le costaba mucho terminar, y murmuraba:
– ¡Caray, lo que cuesta!
Y cuando finalmente aquello venía y chasqueaba sobre la herrumbre, empezaba ella a animarse y agitarse; se tiraba de bruces, ponía unos ojos como de rata, y miraba, miraba, como queriendo descubrir quién sabe qué; volvía a acurrucarse, se ponía de rodillas, se levantaba y, cruzando las piernas, lo agitaba con el pulgar del pie, hasta verlo espumar y tomar el color rojizo del orín.
– ¡Fenomenal! Ahora hazlo tú, Atze.
Nunca se cansaba de este jueguecito, y se trataba efectivamente de algo totalmente inocente.
– Hazlo otra vez. ¿Quién no lo ha hecho hoy todavía? Ahora te toca a ti -insistía con su voz ligeramente gangosa.
Siempre había algún tonto o bonachón que pusiera manos a la obra, aun sin ganas, para que ella tuviera algo que mirar. El único que nunca se mezcló en ello hasta que Tula hubo encontrado la palabrita incitante adecuada -y ésta es la razón de que se describa aquí la olimpiada en cuestión- fue el gran nadador y buceador Joaquín Mahlke.
Así, pues, mientras los demás nos dedicábamos a esa ocupación de que hay referencias ya en la Biblia, a solas o, como se dice en la Guía del confesor, en común, Mahlke no se quitaba nunca el taparrabo y miraba fijamente en dirección de Hela.
Estábamos seguros de que en su casa, entre la blanca lechuza y la Madona Sixtina, practicaba sin duda el mismo deporte. Pero un día salió del agua, tiritando como de costumbre y sin nada que mostrarnos. Schilling había trabajado ya una vez para Tula.