Un barco de cabotaje estaba precisamente entrando en el puerto por sus propios medios.
– Hazlo otra vez -suplicaba Tula, porque Schilling era el que más podía.
En la rada no se veían barcos.
– No después del baño. Mañana será otro día -contestó el otro en son de consuelo.
Tula giró sobre sus talones y balanceándose sobre los dedos de los pies se enfrentó a Mahlke, quien como de costumbre tiritaba a la sombra de la bitácora pero no se había sentado todavía. Un remolcador de altura, con un cañón de proa, salía en aquel momento del puerto.
– ¿Y tú, puedes también? Hazlo, por favor. ¿O es que no puedes? ¿O no quieres? ¿O no te atreves?
Mahlke salió a medias de la sombra y le dio a Tula en la pequeña cara comprimida, a izquierda y derecha, con el dorso y la palma de la mano. El ratón de su nuez perdió el control. También el destornillador se movía agitadamente.
Por supuesto, Tula no derramó una sola lágrima, sino que se echó a reír balando, con la boca cerrada como una cabra; arqueó sin esfuerzo su cuerpo de caucho formando un puente, y por entre sus piernas esqueléticas miró a Mahlke hasta que éste, que ya había vuelto a la sombra en tanto que el remolcador viraba a noroeste, dijo:
– Bueno. Para que te calles la boca.
Tula se descontorsionó inmediatamente y, mientras Mahlke se bajaba el taparrabo hasta las rodillas, se puso, como de costumbre, en cuclillas.
Todos nos maravillamos como los niños en un teatro de títeres: unos breves movimientos con la muñeca derecha, y su miembro adquirió tal volumen que la punta emergió de la sombra de la bitácora y quedó directamente expuesta a los rayos del sol.
Sólo cuando entre todos formamos un semicírculo el dominguillo de Mahlke se encerró nuevamente en la sombra.
– ¿Me dejas hacértelo a mí, sólo un poquitín?
Tula estaba boquiabierta. Mahlke hizo que sí con la cabeza y apartó la mano, aunque sin abandonar la posición encorvada de los dedos. Las manos siempre arañadas de Tula se pusieron a palpar torpemente aquella cosa, la cual, bajo las yemas tentadoras de los dedos, fue aumentando en volumen hasta hinchársele las venas y amoratársele la punta.
– Mídesela! -gritó Jürgen Kupka.
Tula hubo de extender su mano una vez por entero, faltándole poco para otra. Alguien y luego alguien más murmuró:
– Por lo menos treinta centímetros. -Lo cual era sin duda exagerado.
Schilling, que era quien de todos nosotros tenía el miembro más largo, hubo de sacar el suyo, llevarlo a erección y ponerlo al lado del otro. En primer lugar, el de Mahlke era un número más grueso; en segundo lugar, era más largo en una caja de cerillas, y en tercer lugar se veía mucho más adulto, peligroso y digno de adoración.
Una vez más nos había mostrado de qué era capaz, y nos lo mostró de nuevo, acto seguido, al sacarse dos veces consecutivas algo de la palma, como decíamos nosotros.
Con las rodillas no totalmente tendidas, Mahlke estaba de pie junto a la borda abollada, detrás de la bitácora, y miraba fijamente en dirección de la boya de entrada del puerto de Neufahrwasser, siguiendo acaso con la vista el humo horizontal del remolcador de altura que se iba alejando y sin dejarse distraer por un torpedero de la clase Gaviota que salía en aquel momento.
Así estaba, mostrando por entero su perfil, desde los dedos de los pies que sobresalían ligeramente del borde, hasta la divisoria de las aguas de su raya partida y, cosa rara, el largo de su miembro compensaba la protuberancia normalmente llamativa de su nuez, confiriendo a su cuerpo una armonía poco común, sin duda, pero equilibrada.
Apenas hubo efectuado la primera descarga por la borda, Mahlke volvió a empezar de nuevo. Winter tomaba el tiempo con su reloj hermético de pulsera: aproximadamente el mismo número de segundos que necesitó el torpedero para ir de la punta de la escollera hasta la boya de entrada.
Cuando el barco pasó la boya, Mahlke soltó su segunda descarga, exactamente igual a la primera. Nos doblamos de risa al ver que las gaviotas se precipitaban sobre aquel escupitajo que se balanceaba en el terso oleaje -sólo ocasionalmente encrespado- y chillaban pidiendo más.
No tuvo Mahlke necesidad de repetir ni de superar tales exhibiciones, ya que ninguno de nosotros -en todo caso no después del nadar y el bucear extenuantes- logró nunca igualar su marca. Porque, hiciéramos lo que hiciéramos, lo hacíamos en todo caso como deportistas y respetábamos las reglas.
Tula Pokriefke, a la que sin duda alguna había impresionado más directamente, anduvo tras él por algún tiempo, sentándose siempre cerca de la bitácora y sin quitarle la vista del taparrabo. Un par de veces hasta le rogó, pero él se negó a todo, aunque sin encolerizarse.
– ¿Tienes que confesarte de ello?
Mahlke asintió con la cabeza y, para desviar su mirada, jugueteaba con el destornillador que le colgaba de la cordonera.
– ¿No quieres llevarme abajo alguna vez? Sola no me atrevo. Estoy segura de que allí debe haber todavía algún muerto.
Probablemente por razones pedagógicas, Mahlke se llevó a Tula a la proa. La tuvo abajo mucho más tiempo de lo que era prudente, porque al subir se la veía amarillo-verdosa y él tenía que sostenerla en sus brazos, de modo que tuvimos que poner boca abajo aquel cuerpo ligero y totalmente liso. A partir de aquel día, Tula Pokriefke ya sólo nos acompañó raras veces, y aun cuando fuera más valiente que las demás muchachas de su edad, nos irritaba una y otra vez con su eterno disparatar a propósito del marinero muerto del bote.
Pero era su tema favorito. "Al que me lo suba, le dejo probarlo conmigo", prometía en son de recompensa. Puede que sin confesárnoslo anduviéramos todos buscando -nosotros en la proa y Mahlke en el cuarto de máquinas- a un marinero polaco medio mareado, no porque deseáramos probar a aquella mocosa, sino porque sí, simplemente porque sí.
Pero ni siquiera Mahlke encontró nada, excepto algunos trapos medio descompuestos y recubiertos de algas, de los que los gasterósteos salían disparados, hasta que las gaviotas se daban cuenta y decían ¡buen provecho!
No, Mahlke no le hacía mucho caso a Tula, aunque más adelante se dijera que había algo entre ellos. A él no le daba por las muchachas, ni siquiera por la hermana de Schilling. Y en cuanto a mis primas de Berlín, su manera de mirarlas recordaba la de un pescado.
Si por algo le daba, era más bien por los muchachos, con lo cual no quiero decir que Mahlke fuera del otro lado. Porque en aquellos años en que hacíamos regularmente el péndulo entre el establecimiento de baños y el bote varado, ninguno de nosotros llegamos a saber exactamente si éramos machos o hembras.
En realidad -y pese a que más adelante se dieran rumores y evidencias en contrario-, lo cierto es que para Mahlke no había otra mujer que la católica Virgen María. Sólo por ella llevaba a la capilla de Santa María, colgando del cuello, todo lo que se podía llevar y mostrar.