Al final, Eriksson se disculpó y anunció que iba al baño. Le preguntó a Modig si quería que le trajera café. Ella negó con la cabeza.

Cuando Eriksson salió, Sonja se levantó y se puso la chaqueta. Cogió su bolso y se dirigió al despacho de Bublanski. Él le señaló la silla de visitas.

– Sonja, no me voy a rendir en este asunto a menos que me echen a mí también. Me parece inaceptable y pienso defenderlo hasta sus últimas consecuencias. De momento permanecerás en la investigación, bajo mis órdenes. ¿Comprendido?

Ella asintió con la cabeza.

– No te vas a marchar a casa ni te vas a tomar el resto de la semana libre, como ha dicho Ekström. Te ordeno que vayas a la redacción de Millennium para hablar de nuevo con Mikael Blomkvist. Después, le pides sin rodeos que te ayude con el disco duro de Dag Svensson. En Millennium tienen una copia. Nos podemos ahorrar un tiempo precioso si contamos con alguien que ya conozca el material y pueda ir eliminando las cosas superfluas.

Sonja Modig respiraba un poco mejor.

– No le he dicho nada a Niklas Eriksson.

– Yo me ocupo de él. Se unirá al grupo de Curt Svensson. ¿Has visto a Hans Faste?

– No. Salió nada más acabar la reunión.

Bublanski suspiró.

Mikael Blomkvist volvió del Södersjukhuset a eso de las ocho de la mañana. Tenía mucho sueño atrasado y, esa misma tarde, debía estar fresco para reunirse con Gunnar Björck en Smådalaro. Se desnudó, puso el despertador a las diez y media y disfrutó de más de dos horas de sueño reparador. Se duchó, se afeitó y eligió una camisa limpia. Acababa de pasar Gullmarsplan, cuando Sonja Modig lo llamó al móvil para hablar con él. Mikael le comentó que tenía prisa y que no podían encontrarse. Ella le explicó el motivo de su llamada y él la remitió a Erika Berger.

Sonja Modig fue a la redacción de Millennium. Examinó a Erika Berger y constató que le caía bien esa mujer segura de sí misma, algo dominante, con hoyuelos y un corto flequillo rubio. Parecía una versión algo más mayor de Laura Palmer de «Twin Peaks». Se preguntó, aunque estaba fuera de lugar, si Berger también sería lesbiana ya que, según Faste, todas las mujeres de la investigación parecían tener esas preferencias sexuales, pero recordó que en alguna parte había leído que estaba casada con el artista Greger Backman. Erika escuchó sus peticiones en relación al contenido del disco duro de Dag Svensson y puso cara de preocupación.

– Hay un problema -dijo Erika Berger.

– Tú dirás -contestó Sonja Modig.

– No se trata de que no queramos que se resuelvan los asesinatos o nos neguemos a prestar ayuda a la policía. Os hemos entregado todo el material del ordenador de Dag Svensson. Es una cuestión ética. Los medios de comunicación y los policías no funcionan muy bien juntos.

– Eso ya me ha quedado más claro esta mañana, te lo aseguro -sonrió Sonja Modig.

– ¿Por qué lo dices?

– Por nada. Sólo era una reflexión personal.

– Ah, bueno. Para salvaguardar la credibilidad, los medios de comunicación tienen que mantener una distancia manifiesta con las autoridades. Los periodistas que aparecen cada dos por tres en comisaría y colaboran en las investigaciones oficiales acaban siendo los chicos de los recados de la policía.

– Sí, he conocido a unos cuantos -dijo Modig-. Pero, según tengo entendido, también se da lo contrario: hay policías que se convierten en los chicos de los recados de cierto sector de la prensa.

Erika Berger se rió.

– Tienes razón. Por desgracia, tengo que reconocer que en Millennium no podemos permitirnos ese tipo de periodismo a golpe de talonario. Así de sencillo. Y en esta ocasión no se trata de que tú quieras interrogar a alguno de los colaboradores de Millennium, algo a lo que nos prestamos sin rechistar, sino que estás haciendo una petición formal para que nosotros colaboremos de forma activa con la investigación policial poniendo a vuestra disposición nuestro material periodístico.

Sonja Modig asintió con la cabeza.

– Hay que tener en cuenta dos cosas. En primer lugar, estamos hablando del asesinato de uno de nuestros colaboradores. Desde ese punto de vista, por supuesto que ayudaremos en todo lo que esté en nuestra mano, faltaría más. Pero el segundo aspecto es que hay cosas que no podemos compartir con la policía. Me refiero a nuestras fuentes.

– Puedo ser flexible, me comprometo a protegerlas. No tengo ningún interés en ellas.

– No se trata de si tus intenciones son sinceras o no, ni de nuestra confianza en ti, sino de que nosotros jamás revelamos una fuente, independientemente de las circunstancias.

– De acuerdo.

– A eso hay que añadirle que nosotros estamos llevando nuestra propia investigación, la cual debe ser considerada como un trabajo periodístico. Proporcionaremos información de los resultados a la policía cuando tengamos algo listo para publicar, pero no antes.

Erika Berger arrugó la frente y reflexionó un instante. Al final movió la cabeza, como dándose la razón.

– Bueno, también tengo que seguir siendo capaz de mirarme al espejo por las mañanas. Vamos a hacerlo de la siguiente manera. Puedes trabajar con nuestra colaboradora Malin Eriksson. Ella conoce a la perfección el material, será la responsable de establecer el límite. Su misión será guiarte por el libro de Dag Svensson, del que ya tenéis una copia. El objetivo es elaborar una lista de presuntos culpables.

Cuando cogió el tren de cercanías en Södra Station para ir a Södertälje, Irene Nesser no sabía nada de lo sucedido la noche anterior. Vestía un tres cuartos de cuero negro, pantalones oscuros y un recatado jersey de punto rojo. Llevaba unas gafas colocadas a modo de diadema en la cabeza.

Al llegar a Södertälje, caminó hasta la parada para coger el autobús que iba a Strängnäs. Al subir pidió un billete para Stallarholmen. Poco después de las once, se bajó al sur de Stallarholmen. Estaba en una parada desde donde no había ningún edificio a la vista. Visualizó el mapa en su cabeza. El lago Mälaren quedaba unos cuantos kilómetros al noreste. El campo estaba lleno de las típicas casas de vacaciones y unos cuantos chalés habitados todo el año. La vivienda del abogado Bjurman estaba situada en una zona de casas de recreo a casi tres kilómetros de la parada. Tomó un trago de agua de una botella de plástico y echó a andar. Llegó unos cuarenta y cinco minutos después.

Primero dio un paseo por el lugar examinando el vecindario. La casa de la derecha estaba a más de ciento cincuenta metros y no había nadie. A la izquierda, había un barranco. Dejó atrás dos casas de campo antes de llegar a una pequeña urbanización donde advirtió señales de vida; una ventana abierta y una radio encendida. Pero se encontraba a unos trescientos metros de la casa de Bjurman, de modo que podría trabajar relativamente tranquila.

Se había llevado las llaves que encontró en el piso de Bjurman. No tuvo problemas para abrir la puerta. La primera medida que tomó consistió en dejar abiertos los postigos de una ventana de la parte trasera de la casa, lo que le ofrecía una salida alternativa en caso de que surgiera algún percance en el porche. El problema potencial que visualizaba era que a algún policía se le ocurriera darse una vuelta por allí.

La casa de campo de Bjurman era una construcción antigua, compuesta por un cuarto de estar relativamente grande, un dormitorio y una pequeña cocina con agua corriente. Una rudimentaria letrina, sin instalación de agua ni luz situada al fondo del jardín, hacía las veces de cuarto de baño. Dedicó veinte minutos a registrar armarios, roperos y cómodas. No encontró ni un solo papel que pudiera tener algo que ver con Lisbeth Salander o con Zala.

Por último, salió al jardín y examinó el retrete y una leñera. Allí no había nada de valor ni ninguna documentación. El viaje había sido en vano.


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