Al cabo de un rato, Mikael la invitó a visitar su casa. Preparó café y estuvieron sentados en el embarcadero de delante conversando durante horas. Era la primera vez que hablaban en serio desde que ella volvió a Suecia. Mikael no tuvo más remedio que preguntar:

– ¿Qué hicisteis con lo que había en el sótano de Martin Vanger?

– ¿De verdad lo quieres saber?

Mikael asintió.

– Lo recogí yo misma. Quemé todo lo que se podía quemar. Mandé tirar la casa abajo. No podía vivir allí y tampoco quería venderla y dejar que otra persona la habitara. Para mí sólo estaba relacionada con el mal. Pienso construir una nueva casa en ese mismo terreno, una cabaña pequeña.

– ¿Nadie se sorprendió cuando ordenaste derribarla? Al fin y al cabo, se trataba de un chalé elegante y completamente moderno.

Sonrió.

– Dirch Frode difundió el rumor de que la casa tenía tantos problemas de humedad que iba a resultar más caro repararla.

Dirch Frode era el abogado de la familia Vanger.

– ¿Cómo está Frode?

– Va a cumplir setenta años dentro de poco. Lo mantengo ocupado.

Cenaron juntos y, de repente, Mikael se dio cuenta de que Harriet le estaba contando los detalles más íntimos y privados de su vida. Cuando la interrumpió para preguntarle por qué, ella meditó la respuesta durante un instante y contestó que, probablemente, él era la única persona en todo el mundo al que no querría ocultarle nada. Además, resultaba difícil resistirse a un pequeño mocoso del que había cuidado hacía más de cuarenta años.

En toda su vida sólo había mantenido relaciones sexuales con tres hombres. Primero su padre y luego su hermano. Mató al primero y huyó del segundo. Sin saber muy bien cómo, sobrevivió, conoció a un hombre y rehizo su vida.

– Era tierno y cariñoso. Seguro y honrado. Fui feliz con él. Pasamos juntos más de veinte años antes de que enfermara.

– No te has vuelto a casar. ¿Por qué no?

Se encogió de hombros.

– Era madre de dos niños en Australia y propietaria de una gran industria ganadera. No podía permitirme hacer una escapadita para pasar un fin de semana romántico. Pero nunca he echado en falta el sexo.

Permanecieron callados durante un rato.

– Es tarde. Debería regresar al hotel.

Mikael hizo un gesto de conformidad.

– ¿Quieres seducirme?

– Sí -contestó él.

Mikael se levantó, la cogió de la mano, entraron en la casita y subieron al loft. De repente ella lo detuvo.

– No sé muy bien cómo comportarme -dijo Harriet-. Esto no es algo que haga todos los días.

Pasaron el fin de semana juntos y luego se vieron una noche cada tres meses, coincidiendo con las reuniones de la junta de Millennium. No era una relación llevadera ni parecía que pudiera durar. Harriet Vanger trabajaba veinticuatro horas al día y se encontraba casi siempre de viaje. Uno de cada dos meses lo pasaba en Australia. Pero resultaba evidente que había llegado a apreciar los encuentros esporádicos e irregulares que mantenía con Mikael.

Dos horas más tarde, Mimmi estaba preparando café mientras Lisbeth yacía desnuda y sudorosa sobre las sábanas. Contemplando a Mimmi a través de la puerta abierta se fumó un cigarrillo. Envidiaba su cuerpo. Tenía unos músculos impresionantes. Iba al gimnasio tres días por semana, de los cuales uno lo dedicaba al boxeo thai o a alguna de esas mierdas parecidas al kárate, lo cual le había dado un cuerpo insultantemente bien musculado.

Simplemente, estaba buenísima. No era una belleza como la de las modelos, pero resultaba muy atractiva. Le encantaba provocar y desafiar. Cuando se vestía de fiesta podía hacer que cualquier persona se interesara por ella.

Lisbeth no entendía por qué Mimmi se tomaba la molestia de hacerle caso a una gallina enclenque como ella.

Pero se alegraba de que así fuera. El sexo con Mimmi era tan liberador que lo único que hacía Lisbeth era relajarse, disfrutar, dar y recibir.

Mimmi volvió con dos tazones que puso en un taburete. Se metió de nuevo en la cama, se inclinó y mordisqueó uno de los pezones de Lisbeth.

– Vale, no están mal -comentó.

Lisbeth no dijo nada. Miró los pechos de Mimmi, que tenía ante sí. También resultaban bastante pequeños pero, en su cuerpo, parecían completamente naturales.

– Sinceramente, Lisbeth, estás la hostia de buena.

– Es una tontería. Los pechos no cambian nada, pero ahora, por lo menos, tengo.

– Estás demasiado obsesionada con tu cuerpo.

– Habló la que se entrena como una loca.

– Porque disfruto con ello. Me da un subidón casi como el del sexo. Deberías probarlo.

– Yo boxeo -dijo.

– Chorradas. Tú solías boxear, como mucho, una vez cada dos meses porque te ponía darles una paliza a aquellos chavales bordes. Eso no es hacer ejercicio para encontrarse bien.

Lisbeth se encogió de hombros. Mimmi se sentó a horcajadas sobre ella.

– Lisbeth, tu fijación por tu ego y tu cuerpo no tienen límites. Entérate de que a mí me gustaba acostarme contigo no por tu aspecto sino por cómo te comportabas. Me pareces tremendamente sexy.

– Tú también a mí. Por eso he vuelto.

– ¿No por amor? -preguntó Mimmi con una fingida voz herida.

Lisbeth negó con la cabeza.

– ¿Sales con alguien?

Antes de asentir, Mimmi dudó un instante.

– Quizá. En cierto sentido, sí. Posiblemente. Es un poco complicado.

– No pretendo meter las narices donde no me llaman.

– Ya lo sé. Pero no me importa contártelo. Es una mujer de la facultad, algo mayor que yo. Está casada desde hace veinte años y nos vemos a espaldas del marido. Urbanización, chalé y todo eso. Una bollera dentro del armario.

Lisbeth asintió.

– Su marido viaja bastante, así que quedamos de vez en cuando. Llevamos desde el otoño y ya empiezo a aburrirme un poco. Pero está realmente buena. Y luego, por supuesto, salgo con la misma pandilla de siempre.

– Lo que me interesaba realmente era saber si podía volver a visitarte.

Mimmi asintió.:

– Me gustaría mucho.

– ¿Aunque volviera a desaparecer otros seis meses?

– Pero da señales de vida. Quiero saber si estás viva o no. Yo, por lo menos, me acuerdo de tu cumpleaños.

– ¿Sin exigencias?

Mimmi suspiró y sonrió.

– ¿Sabes?, lo cierto es que tú eres una bollera con la que podría vivir. Me dejarías en paz cuando quisiera.

Lisbeth guardó silencio.

– Aparte de que, en realidad, tú no eres bollera. Al menos no una auténtica bollera. Tal vez seas bisexual. Más que nada creo que eres sexual: te gusta el sexo y te importa una mierda el género. Eres un caótico factor entrópico.

– No sé lo que soy -dijo Lisbeth-. Pero he vuelto a Estocolmo y me van fatal las relaciones. Si he de serte sincera, aquí no conozco a nadie. Tú eres la primera persona con la que hablo desde mi regreso.

Mimmi la examinó con semblante serio.

– ¿En serio quieres conocer gente? Eres la persona más solitaria e inaccesible que conozco.

Permanecieron un instante en silencio.

– Pero tus nuevas tetas están de miedo.

Puso los dedos bajo un pezón y le estiró la piel.

– Te quedan bien. Ni demasiado grandes ni demasiados pequeñas.

Lisbeth suspiró aliviada al ver que, por lo menos, las críticas eran favorables.

– Y al tocarlas parecen auténticas.

Le apretó una con tanta fuerza que Lisbeth se quedó sin aliento y abrió la boca. Se miraron. Luego Mimmi se inclinó y le dio un profundo beso. Lisbeth respondió y la abrazó. El café se estaba enfriando.


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