Capítulo 7 Sábado, 29 de enero – Domingo, 13 de febrero

A eso de las once de la mañana del sábado, un gigante rubio entró en el pueblo de Svavelsjö, situado entre Järna y Vagnhärad. La localidad se componía de unas quince casas. Se detuvo junto al último edifìcio, a unos ciento cincuenta metros fuera de la población propiamente dicha. Se trataba de una deteriorada nave industrial que en su día albergó una imprenta y que ahora lucía con orgullo un letrero que daba fe de que allí se ubicaba la sede del club de motoristas Svavelsjö MC. A pesar de que el tráfico era inexistente, miró cautelosamente a su alrededor antes de abrir la puerta y bajar del coche. Hacía frío. Se puso unos guantes de cuero marrones y sacó del maletero una bolsa de deporte negra.

No le preocupaba mucho que lo vieran. La vieja imprenta estaba situada de tal manera que resultaba prácticamente imposible que alguien aparcara en las inmediaciones sin ser visto. Si alguna autoridad estatal quisiera tener el edificio bajo vigilancia, debería pertrechar a sus colaboradores con ropa militar de camuflaje y colocarlos en una de las cunetas que quedaban al otro lado de los campos, provistos de telescopios. Algo en lo que en un plazo de tiempo no demasiado largo repararían los habitantes del lugar y que se convertiría en tema de cotilleo, y que, además -puesto que tres de las casas del pueblo pertenecían a miembros del Svavelsjö MC-, pronto se sabría en el club.

Sin embargo, no quería entrar en el edificio. En algunas ocasiones, la policía había efectuado registros en el club, de modo que ya nadie podía estar seguro de que no hubiesen instalado algún discreto equipo de escucha. Eso significaba que las conversaciones cotidianas del club sólo versaban sobre coches, chicas y cerveza, y, de vez en cuando, sobre las acciones en las que sería bueno invertir. Pero raras veces versaban sobre secretos de vital importancia.

En consecuencia, el gigante rubio esperó pacientemente hasta que Carl-Magnus Lundin salió al patio. Magge Lundin, de treinta y seis años, era del Club President. En realidad, su constitución ósea era bastante fina pero, con los años, había ido ganando tantos kilos que ahora lucía una acentuada tripa cervecera. Tenía el pelo rubio recogido en una coleta y llevaba botas, vaqueros negros y una buena cazadora de invierno. En su curriculum contaba con cinco condenas. Dos de ellas por delitos menores relacionados con drogas, una por receptación de artículos robados y otra por robar un coche y conducir en estado de embriaguez. La quinta condena, la más severa, le había valido un año de cárcel por malos tratos graves, cuando -encontrándose bajo los efectos del alcohol, unos años antes-, provocó una reyerta y armó una buena en un bar de Estocolmo.

Magge Lundin y el gigante se estrecharon la mano y pasearon tranquilamente a lo largo de la valla que cercaba el patio.

– Han pasado muchos meses -dijo Magge.

El gigante rubio movió afirmativamente la cabeza.

– Tenemos un negocio en marcha. Tres mil sesenta gramos de metanfetamina.

– ¿El mismo acuerdo que la última vez?

– Fifty-fifty.

Magge Lundin se hurgó el bolsillo de la pechera y sacó un paquete de tabaco. Asintió. Le gustaba hacer negocios con ese gigante rubio. El precio que la metanfetamina adquiría en la calle oscilaba entre las ciento sesenta y las doscientas treinta coronas por gramo, dependiendo de la oferta. Tres mil sesenta gramos equivalían a algo más de seiscientas mil coronas. Svavelsjö MC distribuiría los tres kilos entre sus revendedores habituales en paquetes de unos doscientos cincuenta gramos. En esa fase el precio bajaría a unas ciento veinte o ciento treinta coronas por gramo, cosa que reduciría los ingresos totales.

Para Svavelsjö MC se trataba de un negocio muy rentable. A diferencia de otros proveedores, con el gigante rubio nunca hubo líos: jamás exigió el pago por adelantado ni un precio fijo. Entregaba la mercancía y pedía el cincuenta por ciento, lo que era sumamente razonable. Sabían, más o menos, lo que un kilo de metanfetamina les reportaba; la cantidad exacta dependía de los beneficios que Magge Lundin fuera capaz de obtener en la venta. La cantidad estimada podía oscilar unos cuantos miles de coronas arriba o abajo, pero, una vez efectuada la venta, el gigante rubio aparecería para cobrar unas ciento noventa mil coronas. Svavelsjö MC se quedaría con una suma igual.

A lo largo de los años habían realizado muchos negocios, siempre con el mismo sistema. Magge Lundin sabía que el gigante rubio podría doblar sus ingresos encargándose él mismo de la distribución. También sabía por qué aceptaba un beneficio más bajo: así podría permanecer oculto mientras Svavelsjö MC asumía todos los riesgos. El gigante rubio obtenía unos ingresos más modestos pero relativamente seguros. Y a diferencia de todos los demás proveedores de los que había oído hablar a lo largo de su vida, se trataba de una relación basada en los principios de los negocios: el crédito y la buena voluntad. Ni una palabra más alta que otra, ni una chulería, ni una amenaza.

Incluso una vez en la que una entrega de armas se fue al garete, el gigante rubio llegó a tragarse unas pérdidas de casi cien mil coronas. Magge Lundin no conocía a nadie más en ese mundo que asumiera unas pérdidas tan grandes. Había sentido verdadero terror cuando fue a rendirle cuentas de lo ocurrido. Le explicó con detalle las causas por las que el negocio había fracasado y cómo había sido posible que un policía del Centro Nacional para la Prevención de la Delincuencia hubiera efectuado una redada en casa de un miembro de la Hermandad Aria de la provincia de Värmland. Pero el gigante ni siquiera arqueó las cejas. Más bien se mostró comprensivo; eran cosas que podían pasar. Magge Lundin tampoco obtuvo beneficio alguno. El cincuenta por ciento de cero era cero. Asunto concluido.

Magge Lundin no era tonto. Entendía que obtener un beneficio menor pero relativamente exento de riesgos constituía un buen negocio.

Nunca jamás se le había ocurrido engañar al gigante rubio. No estaría bien. El gigante rubio y sus socios aceptaban un beneficio más bajo siempre y cuando las cuentas cuadraran y fueran honestas. Si engañara al gigante, éste le haría una visita, y Magge Lundin sabía perfectamente que no sobreviviría a ella. Por lo tanto, la cosa estaba clarísima.

– ¿Cuándo puedes hacer la entrega?

El gigante rubio dejó la bolsa de deporte en el suelo.

– Ya está hecha.

Magge Lundin no se molestó en abrir la bolsa para comprobar su contenido. En su lugar extendió la mano como señal de que tenían un acuerdo que él iba a cumplir sin rechistar.

– Otra cosa -dijo el gigante.

– ¿Qué?

– Nos gustaría contratarte para un trabajo especial.

– Tú dirás.

El gigante rubio extrajo un sobre del bolsillo interior de su cazadora. Magge Lundin lo abrió y sacó una foto de pasaporte y una hoja con algunos datos personales. Arqueó las cejas de forma inquisitiva.

– Se llama Lisbeth Salander y vive en Lundagatan, en Södermalm, Estocolmo.

– Muy bien.

– Lo más seguro es que se encuentre en el extranjero pero tarde o temprano aparecerá.

– Vale.

– Mi cliente quiere una conversación privada con ella sin que nadie los moleste. Así que hay que entregarla viva. Por ejemplo, en el almacén de Yngern. Luego necesitamos que alguien lo limpie todo después de la entrevista. Ella debe desaparecer sin dejar rastro.

– No te preocupes. ¿Cómo nos enteraremos de que ha vuelto a casa?

– Ya te avisaré cuando llegue la hora.

– ¿Y la pasta?

– ¿Qué te parecen diez de los grandes? Es un trabajo bastante sencillo. Te vas a Estocolmo, la recoges y me la entregas.

Se volvieron a estrechar la mano.

En su segunda visita a Lundagatan, Lisbeth se sentó en el viejo y raído sofá, y se puso a pensar. Tenía que tomar una serie de decisiones estratégicas y una de ellas consistía en determinar si quedarse con el apartamento o no.


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