No se metía en los asuntos de faldas de Mikael, pero esperaba que su relación con Harriet no derivara en futuros problemas para la junta. Aunque tampoco le quitaba el sueño. Mikael contaba con una larga serie de relaciones a sus espaldas, tras las cuales seguía manteniendo una amistad con la mujer en cuestión. Sólo en muy contadas ocasiones tuvo algún que otro quebradero de cabeza.

Erika Berger estaba enormemente contenta de ser amiga y confidente de Mikael. En ciertos aspectos, era tonto de remate, pero en otros se mostraba tan perspicaz que más bien parecía un oráculo. En cambio, Mikael no entendía el amor que Erika sentía por su marido. Simplemente nunca había comprendido por qué ella consideraba a Greger como un ser fascinante, cariñoso, interesante, generoso y, sobre todo, desprovisto de los típicos defectos masculinos que ella tanto odiaba. Greger era el hombre con el que deseaba envejecer. Le habría gustado tener niños con él, pero no había sido posible y ya resultaba demasiado tarde. Sin embargo, como compañero de vida no podía imaginar una alternativa mejor y más estable: una persona en quien confiar completa e incondicionalmente que siempre estaba cuando ella lo necesitaba.

Mikael era diferente. Se trataba de un hombre con tantas y tan variopintas facetas que a veces parecía presentar múltiples personalidades. En su trabajo era cabezota y siempre estaba centrado en su tarea, casi patológicamente. Cogía una historia y no la dejaba hasta que rozaba la perfección y ataba todos los cabos sueltos. En sus mejores momentos resultaba brillante, y en los peores era mucho mejor que la media. Parecía poseer un talento prácticamente intuitivo para olfatear en qué historia había gato encerrado y en cuál un simple artículo sin ningún tipo de interés. Erika Berger jamás se arrepintió de empezar a colaborar con Mikael.

Tampoco de haberse convertido en su amante.

La única persona que entendía la pasión sexual que Erika Berger sentía por Mikael Blomkvist era su marido, y la entendía porque ella se había atrevido a hablarle de sus necesidades. No se trataba de infidelidad sino de deseo. El sexo con Mikael Blomkvist le daba un subidón que ningún otro hombre era capaz de darle, incluido Greger.

Para Erika Berger el sexo era importante. Perdió su virginidad cuando tenía catorce años y dedicó gran parte de su adolescencia a buscar satisfacción, sin conseguirla. Lo probó todo, desde magreos con compañeros de clase y una relación complicada con un profesor mayor, hasta sexo por teléfono y sexo suave, de terciopelo, con un neurótico. Del mundo del erotismo experimentó casi todo lo que le interesaba. Coqueteó con el bondage y fue miembro del Club Extreme, que organizaba fiestas no del todo aceptadas socialmente. En varias ocasiones tuvo experiencias sexuales con otras mujeres, constatando, decepcionada, que no era lo suyo y que éstas no eran capaces de excitarla ni una mínima parte de lo que lo hacía un hombre. O dos. Junto con Greger había explorado el sexo con dos hombres -uno de ellos un destacado galerista- y descubrió no sólo que su marido presentaba marcadas inclinaciones bisexuales y que ella misma casi se paralizó de placer al sentir cómo dos hombres la acariciaban y satisfacían simultáneamente, sino también que experimentaba una sensación placentera difícil de interpretar al ver cómo su marido era acariciado por otro hombre. Repitieron el trío con el mismo éxito con un par de personas a las que empezaron a recurrir con regularidad.

Su vida sexual con Greger, por tanto, no resultaba ni aburrida ni insatisfactoria; lo que sucedía era que con Mikael Blomkvist la experiencia se le antojaba completamente diferente.

Él tenía talento. Aquello, simplemente, era SJB. Sexo Jodidamente Bueno.

Tan bueno que ella lo vivía como si hubiese alcanzado el equilibrio óptimo entre Greger como marido y Mikael como amante, según sus necesidades. No podía vivir sin ninguno de los dos y no pensaba elegir.

Y su marido lo entendía. Por muy ingeniosos que fueran los acrobáticos ejercicios que él realizara en el jacuzzi, ella tenía una necesidad que iba más allá de lo que él podía ofrecerle.

Lo que más le gustaba a Erika de su relación con Mikael era el prácticamente inexistente control que Mikael ejercía sobre ella. No era en absoluto celoso y -aunque a ella le entraran varios ataques de celos cuando empezaron a salir, hacía ya veinte años- Erika había descubierto que con él no tenía por qué mostrarse celosa. Lo suyo se basaba en la amistad, y la lealtad de Mikael como amigo carecía de límites. Se trataba de una relación que podía superar las pruebas más difíciles.

Erika Berger era consciente de que pertenecía a un grupo de personas cuyo modo de vida no tendría mucho éxito entre los miembros de la asociación cristiana de amas de casa de Skövde. No le preocupaba. Ya en su adolescencia, decidió que lo que ella hiciera en la cama y cómo viviera su vida no concernía a nadie más que a ella. Pero, aun así, la irritaba que muchos de sus conocidos siempre cuchichearan y cotillearan a sus espaldas sobre su relación con Mikael Blomkvist.

Mikael era un hombre; podía ir de cama en cama sin que nadie arqueara una ceja. Ella era una mujer y el hecho de que tuviera un amante -contando, incluso, con la bendición de su marido y considerando, además, que llevaba veinte años siéndole fiel a su amante- daba lugar a unas interesantísimas conversaciones de sobremesa.

Fuck you all. Reflexionó un rato y luego descolgó el teléfono para llamar a su marido.

– Hola, cariño. ¿Qué haces?

– Estoy escribiendo.

Greger Backman no era sólo un artista; sobre todo era profesor universitario de historia del arte y autor de varios libros sobre el tema. A menudo participaba en debates públicos y era contratado por grandes empresas de arquitectura. El último año lo había dedicado a trabajar en un libro que versaba sobre la importancia de la decoración artística de los edificios y de por qué la gente se encontraba a gusto en unos sí y en otros no. La obra se estaba convirtiendo en una diatriba contra el funcionalismo, algo que -sospechaba Erika- iba a crear cierta inquietud en el panorama de debates sobre estética.

– ¿Cómo va?

– Bien. Va. ¿Y tú?

– Acabo de terminar el último número. El jueves irá a imprenta.

– Enhorabuena.

– Me siento completamente vacía.

– Suena como si tuvieras algo en mente.

– ¿Tenías algo planeado para esta noche? ¿Te cabrearías mucho si no voy a dormir?

– Dile a Blomkvist que está tentando al destino -respondió Greger.

– No creo que le importe mucho.

– De acuerdo. Dile que eres una bruja imposible de satisfacer y que va a envejecer prematuramente.

– Eso ya lo sabe.

– Entonces, sólo me queda suicidarme. Estaré escribiendo hasta que me duerma. Que lo pases bien.

Se despidieron y, acto seguido, Erika llamó a Mikael. Estaba en Enskede, en casa de Dag Svensson y Mia Bergman, ultimando unos intrincados detalles del libro de Dag. Ella le preguntó si estaba ocupado esa noche y si le importaría darle un masaje a una dolorida espalda.

– Tienes las llaves -dijo Mikael-. Siéntete en tu casa.

– De acuerdo -contestó ella-. Te veo dentro de una hora.

Tardó diez minutos en ir andando hasta Bellmansgatan. Se desnudó, se duchó y se preparó un espresso en su magnífica cafetera. Luego se metió entre las sábanas de la cama de Mikael y lo esperó desnuda y ansiosa.

Para ella, la satisfacción óptima sería probablemente un triángulo con su marido y Mikael Blomkvist, algo que, casi con toda seguridad, nunca ocurriría. El problema era que Mikael era muy straight, pero ella solía pincharle tachándolo de homófobo. Su interés por los hombres era cero. En fin, no se podía tener todo en la vida.

Irritado, el gigante rubio frunció el ceño mientras -con sumo cuidado y a poco más de quince kilómetros por hora- conducía el coche por una pista forestal que se hallaba en tan mal estado que por un momento pensó que no se había enterado bien de las instrucciones para llegar. Empezaba a oscurecer cuando el camino se ensanchó y pudo, por fin, vislumbrar la casa de campo. Aparcó, apagó el motor y echó un vistazo a su alrededor. Le quedaban unos cincuenta metros.


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