Encendió un cigarrillo, expulsó el humo hacia el techo y echó la ceniza en una lata vacía de Coca-Cola.

No había razón alguna para tenerle cariño al piso. Se había ido a vivir allí con su madre y su hermana a la edad de cuatro años. Su madre dormía en el salón, mientras que ella y Camilla compartían el pequeño dormitorio. Con doce años, una vez ocurrido Todo Lo Malo, la metieron, en primer lugar, en una clínica infantil y luego, cuando cumplió quince, pasó por distintas familias deacogida. La casa fue alquilada por su tutor, Holger Palmgren, quien también se aseguró de que la vivienda volviera a manos de Lisbeth en cuanto cumpliera los dieciocho años y necesitara un techo.

Durante la mayor parte de su vida, el piso había constituido un punto fijo en la existencia de Lisbeth. Aunque ya no lo necesitara, simplemente no le apetecía la idea de abandonarlo. Eso significaría que personas desconocidas pisarían su suelo.

El problema logistico consistía en que todo su correo oficial -en el caso de que recibiera algo- llegaba a su domicilio de Lundagatan. Si dejaba el piso, se vería obligada a comunicar otra dirección. Lisbeth Salander no quería figurar oficialmente en ningún lugar. Su registro emocional era el de un paranoico y no tenía grandes motivos para confiar en las autoridades, ni tampoco, a decir verdad, en nadie más.

Miró por la ventana y se topó con la pared medianera que había visto toda su vida. De pronto se sintió aliviada por la decisión de abandonar la casa. Nunca se había sentido segura allí. Cada vez que enfilaba Lundagatan y se acercaba al portal -no importaba lo sobria o borracha que estuviera- se fijaba en los alrededores, en los coches aparcados o en los transeúntes. Estaba convencida, con razón, de que allí fuera había gente que quería hacerle daño, y lo más probable era que esas personas la atacaran al entrar a su casa o salir de ella.

Sin embargo, esos ataques habían brillado por su ausencia. Lo cual no quería decir que se relajara. La dirección de Lundagatan figuraba en todos los registros públicos y durante esos años nunca contó con los medios necesarios para incrementar la seguridad más allá de su propia y constante vigilancia. Ahora la situación era otra. En absoluto deseaba que alguien conociera su nueva dirección de Mosebacke. Su instinto la obligaba a permanecer lo más anónima posible.

Pero seguía sin resolver el problema de qué hacer con la casa. Reflexionó un rato y, acto seguido, cogió el móvil y llamó a Mimmi.

– Hola, soy yo.

– Hola, Lisbeth. No me puedo creer que esta vez me llames al cabo de tan sólo una semana.

– Estoy en Lundagatan.

– Muy bien.

– Me preguntaba si te gustaría quedarte con el piso.

– ¿Quedarme con el piso?

– Estás viviendo en una caja de zapatos.

– Pero me encuentro a gusto. ¿Te vas a mudar?

– Ya me he mudado. El piso está vacío.

Mimmi dudó al otro lado del teléfono.

– Y te preguntas si me gustaría quedarme con el piso. Lisbeth, no me lo puedo permitir.

– Es un piso de propiedad completamente pagado. Los gastos comunes ascienden a mil cuatrocientas ochenta coronas al mes, lo cual probablemente sea menos de lo que te cobran por esa caja de zapatos. Además, todo este año ya está pagado.

– Pero ¿lo vas a vender? Quiero decir, debe de valer más de un millón.

– Más de un millón y medio si te fías de los anuncios inmobiliarios.

– No puedo permitírmelo.

– No te lo estoy vendiendo. Puedes venirte esta misma noche y quedarte el tiempo que quieras; y no tendrías que pagar nada en un año. No me permiten alquilarlo pero sí hacer que figures en el contrato como mi pareja de hecho. Así te librarás de tener líos con los vecinos.

– Lisbeth: ¿me estás proponiendo matrimonio? -preguntó Mimmi, riéndose.

Lisbeth se puso más seria que un ministro.

– Yo no lo quiero para nada. Y no, no tengo intención de venderlo.

– O sea, ¿que puedo vivir allí gratis? ¿En serio?

– Sí.

– ¿Por cuánto tiempo?

– El que quieras. ¿Te interesa?

– Claro que me interesa. No recibo ofertas de un piso gratis en pleno Södermalm todos los días.

– Hay una pega.

– Lo suponía.

– Puedes quedarte el tiempo que quieras pero yo seguiré domiciliada aquí, de modo que las cartas te llegarán a ti. Todo lo que tienes que hacer es encargarte de mi correo y llamarme si hay algo de interés.

– Lisbeth, eres la tía más chiflada que conozco. ¿A qué te dedicas en realidad? ¿Dónde vas a vivir?

– Ya lo hablaremos -contestó Lisbeth evasivamente.

Acordaron verse esa misma tarde para que Mimmi pudiera echarle un vistazo a la casa. En cuanto colgó el teléfono, Lisbeth se sintió de mucho mejor humor. Consultó su reloj y constató que todavía le sobraba tiempo antes de que llegara Mimmi. Dejó el piso y bajó al Handelsbanken de Hornsgatan, donde cogió un número y esperó pacientemente su turno.

Se identificó y explicó que había pasado una temporada en el extranjero y que deseaba consultar el saldo de su cuenta corriente. Oficialmente, disponía de 82.670 coronas. La cuenta llevaba más de un año sin movimientos, a excepción de un ingreso de 9.312 coronas realizado durante el otoño: la herencia de su madre.

Lisbeth Salander sacó esa cantidad en metálico. Reflexionó un rato. Quería emplear el dinero en algo que hubiera hecho feliz a su madre. Algo apropiado. Se acercó hasta la oficina de correos de Rosenlundsgatan y, anónimamente, ingresó el importe en la cuenta de uno de los centros de acogida de mujeres maltratadas de Estocolmo. No supo muy bien por qué lo hizo.

Eran las ocho de la tarde del viernes cuando Erika apagó el ordenador y se estiró. Había pasado las últimas nueve horas ultimando el número de marzo de Millennium. Como Malin Eriksson trabajaba a tiempo completo con el número temático de Dag Svensson, se había visto obligada a ocuparse personalmente de gran parte de la edición. Henry Cortez y Lottie Karim la habían ayudado, pero ellos eran principalmente escritores e investigadores y no tenían mucha experiencia como editores.

Así que Erika Berger se sentía cansada y le dolía el culo, pero se encontraba satisfecha tanto con el día como con la vida en general. La economía de la revista era estable, los gráficos eran ascendentes, los textos entraban antes del deadline o, por lo menos, no se retrasaban demasiado, el personal estaba contento y, más de un año después, todavía seguían con el subidón de adrenalina que el caso Wennerström les produjo.

Tras haber dedicado un rato a masajearse el cuello, constató que necesitaba una ducha y pensó en usar el cuchitril que había detrás de la pequeña cocina. Pero le dio demasiada pereza y, en su lugar, puso los pies sobre la mesa. Dentro de tres meses cumpliría cuarenta y cinco años, y toda esa vida por delante, de la que todo el mundo hablaba, ya empezaba, cada día más, a formar parte de su pasado. En el contorno de los ojos y de la boca presentaba una fina red de pequeñas arrugas y líneas, pero sabía que todavía seguía siendo guapa. Dos veces por semana se sometía a unas infernales sesiones de gimnasio, pero había notado que, cuando navegaba con su marido, le resultaba cada vez más difícil trepar por el mástil del barco. Siempre le tocaba a ella. Greger tenía un vértigo terrible.

Erika constató también que sus primeros cuarenta y cinco años, a pesar de unos cuantos ups and downs, habían sido, en general, felices. Tenía dinero, estatus, una casa estupenda y un trabajo que le gustaba. Tenía un hombre cariñoso que la quería y del que, después de quince años de matrimonio, seguía enamorada. Y además, un agradable y, por lo visto, incansable amante, que si bien era cierto que no satisfacía su espíritu, sí lo hacía con su cuerpo cuando lo necesitaba.

Sonrió al pensar en Mikael Blomkvist. Se preguntó cuándo reuniría el coraje de confiarle el secreto de que se había enrollado con Harriet Vanger. Ninguno de los dos había dicho ni palabra sobre su relación, pero Erika no tenía ni un pelo de tonta. Fue en agosto, en la junta directiva, al reparar en una mirada que Mikael y Harriet se intercambiaron, cuando se dio cuenta de que había algo entre ellos. Por pura maldad, algo más tarde, esa misma noche, llamó tanto al móvil de Mikael como al de Harriet y se encontró, sin sorpresa alguna por su parte, con que los dos estaban apagados. Era cierto que eso no constituía ninguna prueba determinante, pero en las juntas directivas siguientes constató que, por las noches, el teléfono de Mikael tampoco se encontraba disponible. El otro día, después de la junta anual, casi le entró la risa al ver la rapidez con la que Harriet se levantó de la cena, con la tonta excusa de que quería ir al hotel para descansar. Erika ni pretendía husmear ni estaba celosa. Sin embargo, tenía en mente aprovechar alguna ocasión propicia para pincharlos con el tema.


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