Las miradas de Lisbeth y Holger Palmgren se cruzaron.

– Ijstra. («Hijastra.»)

– Qué bien que le hayas hecho una visita. -«Traducción: ¿Dónde coño has estado todo este tiempo?» Lisbeth ignoró la crítica implícita. Se inclinó hacia delante y lo besó en la mejilla.

– Volveré a visitarte el viernes.

Holger Palmgren se levantó a duras penas de la silla de ruedas. Lisbeth lo acompañó hasta un ascensor. Se separaron. En cuanto las puertas del ascensor se cerraron, fue derecha a la recepción y preguntó si había alguna persona responsable de los pacientes y si podía hablar con él. La remitieron a un tal doctor A. Sivarnandan, a quien encontró en un despacho situado algo más al fondo del mismo pasillo. Se presentó ante él y le dijo que era la hijastra de Holger Palmgren.

– Quiero saber cómo está y qué va a ser de él.

El doctor A. Sivarnandan sacó el historial de Holger Palmgren y leyó las primeras páginas. Tenía la piel picada de viruelas y un fino bigote que irritó a Lisbeth. Al final levantó la vista. Para asombro de ella, hablaba con un fuerte acento finés.

– No me consta que el señor Palmgren tenga una hija o una hijastra. De hecho, su familiar más próximo parece ser un primo de ochenta y seis años que vive en Jämtland.

– Se ocupó de mí desde los trece años hasta que le dio la apoplejía. Entonces yo tenía veinticuatro.

Se hurgó el bolsillo interior de la cazadora y sacó un bolígrafo que le lanzó sobre la mesa.

– Me llamo Lisbeth Salander. Apunte mi nombre en el historial. Soy el familiar más cercano que tiene en el mundo.

– Es posible -contestó A. Sivarnandan, impertérrito-. Pero si eres su familiar más próximo, la verdad es que has tardado en darte a conocer. Que yo sepa sólo ha tenido visitas esporádicas de una persona que no pertenece a la familia pero a la que debemos avisar si su estado de salud cambia o si fallece.

– Seguro que es Dragan Armanskij.

El doctor A. Sivarnandan arqueó las cejas y movió la cabeza pensativamente.

– Así es. Veo que lo conoces.

– Puede llamarlo para comprobar mi identidad.

– No hace falta. Te creo. Me han comunicado que llevas dos horas jugando al ajedrez con el señor Palmgren. Pero aun así no puedo hablar de su estado de salud sin su consentimiento.

– Y un permiso así no se lo dará nunca jamás ese cabrón cabezota. Se le ha metido en la cabeza que no debe atormentarme con sus dolores y que me sigue teniendo bajo su responsabilidad, y no al revés. Verá, lo que sucede es que durante dos años he creído que estaba muerto. Justamente ayer me enteré de que estaba vivo. Si hubiera sabido que… es complicado explicarlo, pero quiero saber cuál es su pronóstico y si se va a recuperar.

El doctor A. Sivarnandan levantó el bolígrafo y escribió pulcramente el nombre de Lisbeth Salander en el historial de Holger Palmgren. Le pidió su número de identificación personal y el del teléfono.

– Vale, a partir de ahora eres formalmente su hijastra. Tal vez esto no sea del todo legal, pero teniendo en cuenta que eres la primera persona que lo visita desde Navidad, cuando el señor Armanskij se pasó por aquí… Ya lo has visto y has podido constatar con tus propios ojos que presenta problemas de coordinación y que le cuesta hablar. Sufrió una apoplejía.

– Ya lo sé. Fui yo quien lo encontró y llamó a la ambulancia.

– Ah, bueno. Entonces debes de saber que estuvo tres meses en la UVI. Permaneció inconsciente durante un largo período de tiempo. En general, los pacientes no se despiertan de un coma así, pero a veces ocurre. Obviamente, no le había llegado su hora. Al principio fue trasladado a la unidad de demencia para enfermos crónicos que son completamente incapaces de cuidar de sí mismos. En contra de todo pronóstico, mostró signos de mejoría y lo trasladaron aquí, a rehabilitación, hace nueve meses.

– ¿Qué futuro le espera?

El doctor A. Sivarnandan hizo un gesto con los brazos y se encogió de hombros.

– ¿Tienes una bola de cristal mejor que la mía? La verdad, no tengo ni idea. Lo mismo puede morir de un derrame cerebral esta misma noche como llevar una vida relativamente normal durante otros veinte años. No lo sé. Digamos que está en manos de Dios.

– ¿Y si vive veinte años más?

– Ha sido una dura rehabilitación, y hasta estos últimos meses no hemos advertido realmente una clara mejoría. Hace seis meses era incapaz de comer sin ayuda. Hace tan sólo un mes, apenas se levantaba de la silla, lo cual se debe, entre otras cosas, a que sus músculos se han atrofiado por haber pasado tanto tiempo en cama. Ahora, por lo menos, camina mal que bien y recorre cortas distancias.

– ¿Mejorará?

– Sí. Incluso considerablemente. Lo difícil fue la primera fase, pero ahora apreciamos progresos todos los días. Ha perdido casi dos años de su vida. Dentro de unos meses, para el verano, espero que sea capaz de dar paseos por el parque de aquí fuera.

– ¿Y el habla?

– El problema es que el derrame afectó también a la zona del habla del cerebro y a su motricidad. Durante mucho tiempo ha sido, en realidad, como un vegetal. Desde entonces se ha visto obligado a aprender a controlar su cuerpo y a volver a hablar. Le cuesta recordar qué palabras debe emplear y tiene que aprenderlas de nuevo. Aunque no es como cuando un niño aprende a hablar. Él entiende el significado de la palabra, pero no puede pronunciarla. Dale un par de meses más y ya verás como su habla habrá mejorado. Y lo mismo sucede con su sentido de la orientación. Hace nueve meses, le costaba diferenciar entre la izquierda y la derecha, o entre subir y bajar en el ascensor.

Lisbeth Salander asintió pensativamente. Reflexionó durante dos minutos. Descubrió que el doctor A. Sivarnandan, con su aspecto indio y su acento finés, le caía bien.

– ¿Qué significa la «A»? -preguntó de repente.

Él la contempló divertido.

– Anders. -¿Anders?

– Nací en Sri Lanka pero fui adoptado en Abo cuando sólo tenía unos meses.

– Muy bien, Anders. ¿Y cómo puedo ayudarlo?

– Visítalo. Estimúlalo mentalmente.

– Puedo venir todos los días.

– No quiero que vengas todos los días. Lo que quiero es, si te tiene aprecio, que espere con ansia tus visitas y que no se aburra.

– ¿Hay algún tratamiento especial que pueda mejorar sus condiciones? Yo corro con los gastos.

Sonrió a Lisbeth Salander pero en seguida se puso serio.

– Me temo que somos nosotros los que ofrecemos los tratamientos más especializados. Naturalmente, me gustaría contar con más recursos y poder hacer frente a los recortes, pero te aseguro que los cuidados que recibe son de muy alto nivel.

– Y si no tuviera que preocuparse de los recortes, ¿qué podría haberle ofrecido?

– Lo ideal para pacientes como Holger Palmgren sería, por supuesto, poner a su disposición un entrenador personal a tiempo completo. Pero en Suecia hace mucho que carecemos de ese tipo de recursos.

– Contrátelo.

– ¿Perdón?

– Que contrate a un entrenador personal para Holger Palmgren. Búsquele el mejor. Para mañana. Y asegúrese de proporcionarle todo lo que necesite: equipamiento técnico o lo que sea. Yo me ocuparé de que, a finales de esta misma semana, haya dinero en una cuenta corriente para pagarle un sueldo y el material que haga falta.

– ¿Me estás tomando el pelo?

Lisbeth le lanzó al doctor Anders Sivarnandan una fría e inexpresiva mirada.

Mia Bergman frenó y situó su Fiat frente a la boca de metro de Gamia Stan, junto al bordillo de la acera. Dag Svensson abrió la puerta y, con el coche en marcha, entró en el asiento del copiloto. Se acercó a Mia y le dio un beso en la mejilla. Ella se reincorporó al tráfico y se colocó detrás de un autobús de Stockholm Lokaltrafik.

– Hola -dijo sin desviar la mirada-. Te veo muy serio, ¿ha pasado algo?

Dag Svensson suspiró y se puso el cinturón de seguridad.


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