Pero ella se lo podía permitir.

Dejó de soñar delante del espejo y se puso unas bragas y un sujetador. Dos días después de abandonar la clínica, por primera vez en sus veinticinco años de vida, visitó una tienda de lencería íntima y compró esa prenda de la que nunca antes había tenido necesidad. Ahora había cumplido veintiséis y llevaba el sujetador con cierta satisfacción.

Se vistió con unos vaqueros y una camiseta negra con el texto Consider this a fair warning. Encontró las sandalias y su sombrero de playa y se colgó del hombro una bolsa negra de nailon.

De camino a la salida reparó en el murmullo de un pequeño grupo de clientes que se hallaba junto a la recepción. Aminoró el paso y aguzó el oído.

– Just how dangerous is she? -preguntó en voz alta una mujer negra con acento europeo.

Lisbeth la reconoció como miembro del grupo del charter de Londres que había llegado hacía diez días.

Freddie McBain, el canoso recepcionista que siempre solía saludar a Lisbeth Salander con una amable sonrisa, parecía preocupado. Explicó que iban a dar instrucciones a todos los clientes del hotel y que, si todos las seguían al pie de la letra, no había razón alguna para alarmarse. Su respuesta ocasionó un aluvión de preguntas.

Lisbeth Salander frunció el ceño y se dirigió al bar de fuera, donde encontró a Ella Carmichael tras la barra.

– ¿Qué pasa? -preguntó, señalando con el pulgar al grupo reunido junto a la recepción.

– Mathilda amenaza con visitarnos.

– ¿Mathilda?

– Mathilda es un huracán que se formó ante la costa brasileña hace un par de semanas y que esta mañana ha pasado por Paramaribo, la capital de Surinam. No está claro el rumbo que va a tomar; probablemente irá hacia el norte, hacia Estados Unidos. Pero si continúa por la costa con dirección oeste, Trinidad y Granada se encuentran en su camino. Vamos, que hará algo de viento.

– Pensé que la temporada de huracanes había acabado.

– Así es. Solemos tener avisos de huracanes en septiembre y octubre. Pero hoy en día hay tanto lío con el clima, el efecto invernadero y todo eso que uno no puede saber muy bien qué va a pasar.

– Vale. ¿Y cuándo se espera que llegue?

– Pronto.

– ¿Hay algo que deba hacer?

– Lisbeth, con los huracanes no se juega. Tuvimos uno en los años setenta que provocó una enorme destrucción. Yo tenía once años y vivía en un pueblo allí arriba, en Grand Etang, camino a Grenville. Jamás se me olvidará aquella noche.

– Mmm.

– Pero no te preocupes. Mantente cerca del hotel el sábado. Haz una maleta con las cosas que no desees perder (por ejemplo ese ordenador con el que sueles jugar) y cógela si recibimos órdenes de bajar al refugio. Eso es todo.

– De acuerdo.

– ¿Quieres beber algo?

– No.

Lisbeth Salander se fue sin decirle adiós. Ella Carmichael sonrió resignada. Le había llevado un par de semanas acostumbrarse a las rarezas de esa curiosa chica, y había llegado a entender que Lisbeth Salander no era borde, sólo diferente. Pagaba sus copas sin protestar, se mantenía razonablemente sobria, iba a lo suyo y nunca montaba broncas.

El transporte público de Granada estaba compuesto fundamentalmente por unos minibuses decorados con gran imaginación, que salían sin ninguna consideración por horarios u otras formalidades. Y aunque durante el día iban y venían sin parar, de noche resultaba prácticamente imposible desplazarse si no se disponía de un coche propio.

Lisbeth Salander sólo tuvo que esperar un par de minutos junto a la carretera de Saint George's antes de que uno de los autobuses parara delante de ella. El conductor era un rasta y en el sound system del autocar sonaba a todo volumen No Woman, No Cry. Lisbeth cerró los oídos, pagó su dólar y entró abriéndose camino entre una corpulenta señora de pelo cano y dos chicos con uniforme colegial.

Saint George's estaba ubicado en una bahía con forma de «U» que conformaba The Carenage, el puerto interior. En torno a él se alzaban empinadas colinas con viviendas, viejos edificios coloniales y una fortificación, Fort Rupert, asentada en la punta de una escarpada roca.

Saint George's era una ciudad que se había construido de manera extremadamente compacta y densa, con calles estrechas y muchos callejones. Las casas trepaban por las colinas y casi no había más superficie horizontal que la de una cancha de criquet, en la parte norte de la ciudad, que también hacía las veces de pista de carrera de caballos.

Lisbeth se bajó en pleno puerto y caminó hasta Mac-Intyre's Electronics, que estaba en lo alto de una breve cuesta muy pronunciada. Con raras excepciones, todos los productos que se vendían en Granada venían directamente de Estados Unidos o Inglaterra, de modo que costaban el doble que en otros lugares. Pero, a cambio, en la tienda había aire acondicionado.

Por fin habían llegado las baterías de repuesto que había pedido para su Apple PowerBook, un G4 de titanio con una pantalla de 17 pulgadas. En Miami se había hecho con un ordenador de mano Palm, con teclado plegable, que le permitía leer el correo electrónico y que resultaba más fácil de transportar en su bolsa de nailon que su PowerBook, pero era un pésimo sustituto de la pantalla de 17 pulgadas. Sin embargo, el rendimiento de las baterías originales de éste había ido mermando: sólo duraban poco más de media hora, cosa que le resultaba muy engorrosa cuando quería sentarse en la terraza de la piscina. Por si fuera poco, el suministro eléctrico de Granada dejaba bastante que desear. Durante las semanas que llevaba en la isla habían sufrido dos apagones. Pagó con una tarjeta de crédito de Wasp Enterprises, metió las baterías en la bolsa de nailon y volvió a salir al calor del mediodía.

Pasó por la oficina de Barclays Bank, sacó trescientos dólares en efectivo y luego bajó al mercado y compró un manojo de zanahorias, media docena de mangos y una botella de litro y medio de agua mineral. La bolsa de nailon se hizo considerablemente más pesada, y cuando regresó al puerto tenía hambre y sed. Al principio pensó en ir al The Nutmeg, pero la entrada al restaurante parecía estar completamente taponada por los clientes. Continuó hasta The Turtleback, más tranquilo, en el otro extremo del puerto, donde se sentó en la terraza y pidió un plato de calamares con patatas salteadas y una botella de Carib, la cerveza del lugar. Cogió un ejemplar del Grenadian Voice, el periódico local, y lo ojeó durante un par de minutos. El único artículo interesante era una dramática advertencia ante la posible llegada de Mathilda. El texto estaba ilustrado con una foto en la que se veía una casa destrozada, un recuerdo de los estragos causados por el último huracán que azotó el país.

Dobló el periódico, tomó un trago de Carib directamente de la botella y cuando se reclinó en la silla vio al hombre de la habitación 32, quien, desde el interior del bar, salía a la terraza. Llevaba un maletín marrón en una mano y un vaso grande de Coca-Cola en la otra. Sus ojos barrieron el lugar y pasaron por encima de ella sin reconocerla. Se sentó en el extremo opuesto y se puso a contemplar el mar.

Lisbeth Salander examinó al hombre que ahora tenía de perfil. Parecía completamente ausente y permaneció inmóvil durante siete minutos antes de levantar el vaso y darle tres largos tragos. Dejó a un lado la bebida y continuó con la mirada fija en el mar. Al cabo de unos instantes, Lisbeth abrió su bolsa y sacó su Dimensions in Mathematics.

A Lisbeth siempre la habían entretenido los rompecabezas y los enigmas. A la edad de nueve años, su madre le regaló un cubo de Rubik. Puso a prueba su capacidad lógica durante casi cuarenta frustrantes minutos antes de darse cuenta, por fin, de cómo funcionaba. Luego no le costó nada colocarlo correctamente. Jamás había fallado en los test de inteligencia de los periódicos: cinco figuras con formas raras y a continuación la pregunta sobre la forma que tendría la sexta. La solución siempre le resultaba obvia.


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