En primaria había aprendido a sumar y restar. La multiplicación, la división y la geometría se le antojaban una prolongación natural de esas operaciones. Podía hacer la cuenta en un restaurante, emitir una factura y calcular la trayectoria de una granada de artillería lanzada a cierta velocidad y con un determinado ángulo. Eran obviedades. Antes de leer aquel artículo en Popular Science, nunca, ni por un momento, le habían fascinado las matemáticas, ni siquiera había reflexionado sobre el hecho de que las tablas de multiplicar fueran matemáticas. Para ella era una cosa que memorizó en el colegio en tan sólo una tarde, por lo que no entendió el motivo de que el profesor se pasara un año entero dándoles la lata con lo mismo.
De repente intuyó la inexorable lógica que sin duda debía de ocultarse tras aquellas fórmulas y razonamientos, lo cual la condujo a la sección de matemáticas de la librería universitaria. Pero hasta que no se sumergió en Dimensions in Mathematics no se abrió ante ella un mundo completamente nuevo. En realidad, las matemáticas eran un lógico rompecabezas que presentaba infinitas variaciones, enigmas que se podían resolver. El truco no se hallaba en solucionar problemas de cálculo. Cinco por cinco siempre eran veinticinco. El truco consistía en entender la composición de las distintas reglas que permitían resolver cualquier problema matemático.
Dimensions in Mathematics no era estrictamente un manual para aprender matemáticas, sino un tocho de mil doscientas páginas sobre la historia de las matemáticas, que iba desde los antiguos griegos hasta los actuales intentos por dominar la astronomía esférica. Se le consideraba la Biblia del tema, y era comparable a lo que en su día representó (y en la actualidad lo seguía haciendo) la Arithmetica de Diofantos para los matemáticos serios. Cuando abrió por primera vez Dimensions en la terraza del hotel de Grand Anse Beach se vio transportada de inmediato al mágico mundo de los números gracias a un libro escrito por un autor que poseía no sólo dotes pedagógicas sino también la capacidad de entretener al lector con anécdotas y problemas sorprendentes. Así había podido seguir la evolución de las matemáticas desde Arquímedes hasta el actual Jet Propulsion Laboratory de California. Y entendió los métodos que usaban para resolver los problemas.
El teorema de Pitágoras (x2+y2=z2), formulado aproximadamente en el año 500 antes de Cristo, fue una experiencia reveladora. De repente comprendió el significado de lo que había memorizado en séptimo curso, en una de las pocas clases a las que había asistido. «En un triángulo rectángulo, el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos.» Le fascinaba el descubrimiento de Euclides (año 300 antes de Cristo) según el cual un número perfecto siempre es «un múltiplo de dos números, donde uno de los números es una potencia de 2 y el otro está compuesto por la diferencia que hay entre la siguiente potencia de 2 y 1.» Se trataba de un refinamiento del teorema de Pitágoras y ella se dio cuenta de sus infinitas combinaciones.
6 = 21 x (22 – 1)
28 = 22 x(23 – 1)
496 = 24 x(25 – 1)
8l28 = 26 x(27 – 1)
Y así podía seguir hasta el infinito sin encontrar ningún número que incumpliera la regla. Esa lógica encajaba en la atracción que Lisbeth Salander tenía por la idea de lo absoluto. Arquímedes, Newton, Martin Gardner y otros matemáticos clásicos fueron cayendo uno tras otro, página a página.
Luego llegó al capítulo sobre Pierre de Fermat, cuyo enigma matemático, el teorema de Fermat, llevaba siete semanas asombrándola, tiempo que, de todos modos, era más que modesto considerando que Fermat estuvo sacando de quicio a matemáticos durante casi cuatrocientos años, hasta que un inglés llamado Andrew Wiles, en una fecha tan reciente como la de 1993, consiguió resolver el rompecabezas.
El teorema de Fermat era un problema engañosamente sencillo.
Pierre de Fermat nació en 1601 en Beaumont-de-Lomagne, en el suroeste de Francia. Por irónico que pueda parecer, ni siquiera era matemático, sino un funcionario que, en su tiempo libre, se dedicaba a las matemáticas como una especie de extraño hobby. Aun así se le consideraba uno de los más dotados matemáticos autodidactas de todos los tiempos. Al igual que a Lisbeth Salander, le gustaba resolver rompecabezas y enigmas. Le divertía especialmente tomar el pelo a otros matemáticos planteándoles problemas sin darles después la solución. El filósofo Descartes se refería a él con una serie de despectivos epítetos, mientras que su colega inglés John Wallis lo llamaba «ese maldito francés».
En la década de 1630 apareció una traducción francesa del libro Arithmetica de Diofantos, que contenía una relación completa de las teorías numéricas formuladas por Pitágoras, Euclides y otros matemáticos de la Antigüedad. Al estudiar el teorema de Pitágoras, Fermat, en un arrebato de genialidad, planteó su inmortal problema. Formuló una variante del teorema de Pitágoras. Fermat transformó el cuadrado (x2 + y2 = z2) en un cubo (x3 + y3 = z3).
El problema residía en que la nueva ecuación no parecía poder resolverse con números enteros. Lo que Fermat había hecho, por consiguiente, era convertir, mediante un pequeño cambio teórico, una fórmula que ofrecía una infinita cantidad de soluciones perfectas en otra que conducía a un callejón sin salida del que no se podía salir. Su teorema era precisamente ése: Fermat afirmaba que en todo el infinito universo de los números no había un número entero donde un cubo pudiera definirse como la suma de dos cubos, y que eso se extendía a todos los números cuya potencia fuera mayor de dos. Es decir, justamente el teorema de Pitágoras.
Los otros matemáticos no tardaron en admitir que, en efecto, así era. A través del trial and error pudieron constatar que resultaba imposible encontrar un número que refutara la afirmación de Fermat. Sin embargo, el problema era que, aunque continuaran contando hasta el fin del mundo, no podrían probar con todos los números existentes -pues son infinitos- y por lo tanto, los matemáticos no podrían estar seguros al cien por cien de que el siguiente número no echara por tierra el teorema de Fermat. Porque, en matemáticas, las afirmaciones han de ser comprobadas matemáticamente y expresadas con una fórmula universal y científicamente correcta. El matemático tiene que ser capaz de subirse a un podio y pronunciar las palabras «es así porque…».
Fermat, fiel a su costumbre, se burló de sus colegas. El genio emborronó uno de los márgenes de su ejemplar de Arithmetica con el planteamiento del problema y terminó escribiendo unas líneas: «Cuius rei demonstrationem mirabilem sane detexi hanc marginis exiquitas non caperei». Estas palabras pasarían a convertirse en inmortales en la historia de la matemática: «Tengo una prueba verdaderamente maravillosa para esta afirmación, pero el margen es demasiado estrecho para contenerla».
Si su intención había sido que sus colegas montaran en cólera, lo logró a las mil maravillas. Desde 1637, prácticamente cualquier matemático que se preciara le había dedicado tiempo, a veces demasiado, a hallar la prueba de Fermat. Generaciones enteras de pensadores fracasaron, hasta que Andrew Wiles dio con la solución en 1993. Llevaba veinticinco años reflexionando sobre el enigma; los diez últimos casi a tiempo completo.
Lisbeth Salander estaba perpleja.
En realidad, no le interesaba nada la respuesta. Lo que la fascinaba era la forma de dar con ella. Cuando alguien le planteaba un enigma, ella lo solucionaba. Antes de comprender los principios de los razonamientos, tardaba lo suyo en resolver los misterios matemáticos, pero siempre deducía la respuesta correcta antes de mirar la solución.
De modo que, una vez leído el teorema de Fermat, sacó una hoja y se puso a emborronarla con números. Pero fracasó en su intento de dar con la prueba.