– Mírelo de la siguiente manera -dijo Peter Teleborian-: Lisbeth Salander me llegó justo cuando ella iba a cumplir trece años. Era psicótica, tenía algunas obsesiones y sufría de una manifiesta manía persecutoria. Fue mi paciente durante dos años, mientras estuvo recluida a la fuerza en Sankt Stefan. Su internamiento se debió a que ella había manifestado durante toda su infancia un comportamiento sumamente violento contra sus compañeros de colegio, sus profesores y sus conocidos. En repetidas ocasiones fue denunciada por malos tratos. Pero en todos esos casos la violencia se dirigió a personas de su entorno, o sea, a alguien que dijo o hizo algo que ella percibió como una ofensa. Por eso creo que hay algún vínculo entre ella y la pareja de Enskede. No nos consta que haya atacado nunca a una persona completamente desconocida.

– Excepto aquella agresión que cometió en el metro cuando tenía diecisiete años -precisó Hans Faste.

– Supongo que ahí podemos considerar que fue a ella a quien atacaron y que no hizo más que defenderse -respondió Teleborian-. La persona en cuestión era un conocido delincuente sexual. Pero también constituye un buen ejemplo de su manera de reaccionar. Podría haberse alejado de allí o buscado protección entre los demás pasajeros del vagón. En su lugar, optó por atacarlo. Cuando se siente amenazada reacciona con una desmesurada violencia.

– ¿Qué es en realidad lo que tiene? -preguntó Bublanski.

– Como ya he dicho, carecemos de un verdadero diagnóstico. Yo diría que sufre de esquizofrenia y que se encuentra constantemente al límite de una psicosis. Carece de empatía y, en muchos sentidos, podría describirse como una sociópata. Tengo que reconocer que me parece sorprendente que se las haya apañado tan bien desde que cumplió los dieciocho años. Quiero decir que, aunque sometida a tutela administrativa, ha estado suelta durante ocho años sin cometer ningún acto que haya conducido a una denuncia policial o a un arresto. Pero su pronóstico…

– ¿Su pronóstico?

– Durante todo este tiempo no ha recibido tratamiento alguno. Mi teoría es que esa enfermedad, que quizá podríamos haber vencido y tratado hace diez años, ahora es parte integrante de su personalidad. Yo vaticino que en cuanto sea detenida, no la condenarán a prisión. Deben tratarla.

– Entonces, ¿cómo diablos pudo el tribunal ponerla de patitas en la calle? -murmuró Hans Faste.

– Supongo que habría que verlo como una combinación de tres cosas: un abogado con mucha labia, una manifestación más de los recortes presupuestarios y de una constante liberalización. De todas maneras, fue una decisión a la que me opuse cuando los médicos forenses me consultaron. Pero no me hicieron caso.

– Pero ese pronóstico del que está hablando es una conjetura, ¿no? -intervino Sonja Modig-. Quiero decir… realmente no sabe nada de su vida desde que tenía dieciocho años.

– Es más que una conjetura. Es mi experiencia.

– ¿Es autodestructiva? -preguntó Sonja Modig.

– ¿Se refiere a si es capaz de suicidarse? No, lo dudo. Es más bien una psicópata egomaníaca. Lo importante es ella. Todas las demás personas de su entorno carecen de importancia.

– Ha dicho que puede reaccionar con un exceso de violencia -comentó Hans Faste-. En otras palabras, ¿debemos considerarla peligrosa?

Peter Teleborian se quedó observándolo durante unos instantes. Luego inclinó la cabeza y se frotó la frente antes de contestar.

– No pueden imaginar lo difícil que resulta determinar exactamente cómo va a reaccionar una persona. No quiero que a Lisbeth Salander le pase nada cuando la detengan… pero sí, en este caso yo me aseguraría de que la detención se lleve a cabo con la mayor cautela posible. Si va armada, el riesgo de que use el arma es muy elevado.

Capítulo 1 8 Martes, 29 de marzo – Miércoles, 30 de marzo

Las tres investigaciones de los asesinatos de Enskede siguieron su curso. La investigación del agente Burbuja contaba con las ventajas de la administración estatal. Visto superficialmente, la resolución parecía inminente: había una sospechosa y un arma homicida que la relacionaba con el crimen. En el caso de la primera víctima poseían una prueba irrefutable; en el de las otras dos, un posible vínculo, vía Mikael Blomkvist. Para Bublanski no se trataba más que de encontrar a Lisbeth Salander y encerrarla en la prisión preventiva de Kronoberg.

La investigación de Dragan Armanskij estaba subordinada a la investigación policial oficial, pero a la par seguía su propia agenda. Su intención personal era defender, de alguna manera, los intereses de Lisbeth Salander: encontrar la verdad; preferentemente una verdad con alguna circunstancia atenuante.

La investigación de Millennium era la más complicada. La revista carecía de los recursos con los que contaban tanto las fuerzas del orden como la organización de Armanskij. Sin embargo, a diferencia de la policía, Mikael Blomkvist no estaba concentrado en determinar el motivo por el que Lisbeth Salander fue a Enskede y mató a dos de sus amigos. En un momento dado, durante las vacaciones de Pascua, decidió, sin más, no creer en esa historia. Si Lisbeth Salander estuviese involucrada en los asesinatos de alguna manera, no le cabía duda de que las causas serían completamente diferentes a las barajadas en la investigación oficial; o bien otra persona empuñaba el arma o bien ocurrió algo que se hallaba fuera del control de Lisbeth Salander.

Durante el trayecto en taxi desde Slussen hasta Kungsholmen, Niklas Eriksson permaneció en silencio. El hecho de que, y sin previo aviso, hubiera ido a parar a una investigación policial de verdad lo había dejado aturdido. Miró de reojo a Sonny Bohman, que estaba leyendo el informe de Armanskij una vez más. De pronto, una sonrisa se dibujó en los labios de Niklas Eriksson.

La misión le brindaba la inesperada posibilidad de materializar una ambición que ni Armanskij ni Sonny Bohman conocían y que ni siquiera imaginaban: de repente se le presentaba la ocasión de vengarse de Lisbeth Salander. Esperaba poder contribuir a que la detuvieran. Esperaba que la condenaran a cadena perpetua.

Todo el mundo sabía que Lisbeth Salander no era una persona popular en Milton Security; casi todos los colaboradores que alguna vez habían tenido que trabajar con ella la consideraban una peste. Pero ni Bohman ni Armanskij podían figurarse cuan profundo era el odio que Niklas Eriksson sentía hacia Lisbeth Salander.

La vida había sido injusta con Niklas Eriksson. Era un hombre atractivo. Estaba en la flor de la vida y además, era inteligente. Aun así, el destino le había negado la posibilidad de convertirse en lo que siempre había querido ser: policía. Su problema fue un microscópico orificio en el pericardio que le causaba un soplo y que conllevaba el debilitamiento de la pared de un ventrículo. Le operaron y el problema quedó subsanado, pero la existencia de una lesión cardíaca congénita le convirtió para siempre en un excluido, un ser humano de segunda clase.

Cuando se le presentó la oportunidad de empezar a trabajar en Milton Security, aceptó. Lo hizo, no obstante, sin el menor entusiasmo. A sus ojos, la empresa era un vertedero de viejas glorias: policías demasiado mayores que ya no daban la talla. Y ahora él había pasado a formar parte de esos desechos. Pero no era culpa suya.

Uno de sus primeros cometidos en Milton fue analizar para la unidad operativa la seguridad de la protección personal de una cantante, internacionalmente conocida y de cierta edad, que había sido objeto de amenazas por parte de un ferviente admirador que, para más inri, resultó ser un interno que se había fugado del manicomio. El trabajo constituyó parte de su formación inicial en Milton Security. La cantante vivía sola en un chalé de Södertörn donde Milton instaló equipos de vigilancia y alarmas; durante algún tiempo, incluso contó con un guardaespaldas las veinticuatro horas del día. Una noche, el exacerbado admirador intentó entrar. El guardaespaldas redujo en el acto al intruso, al que, tras ser condenado por amenazas ilegales y allanamiento de morada, volvieron a internar en el manicomio.


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