A lo largo de dos semanas, Niklas Eriksson, acompañado de otros empleados de Milton, visitó el chalé de Södertörn en numerosas ocasiones. La vieja cantante se le antojó una bruja altiva que sólo se dignó a mirarlo cuando él sacó a relucir sus encantos, para asombro de la mujer. Debería alegrarse de que hubiera admiradores que todavía se acordaban de ella.

Despreciaba el modo en que el personal de Milton le hacía la pelota a la vieja. Pero, claro está, no dejó trascender sus sentimientos.

Una tarde, poco antes de que fuese detenido el admirador, la cantante y dos empleados de Milton se encontraban junto a una pequeña piscina ubicada en la parte posterior del chalé mientras él deambulaba por la casa haciendo fotos de puertas y ventanas que tal vez debieran reforzar. Había repasado habitación tras habitación, y al llegar al dormitorio de la cantante no pudo resistir la repentina tentación de abrir el cajón de una cómoda. Halló una docena de álbumes de los años setenta y ochenta, su época gloriosa, cuando ella y su grupo estaban de gira por el mundo. También descubrió una caja de cartón con fotografías extremadamente íntimas de la cantante. Las instantáneas le parecieron más o menos inocentes pero, con un poco de imaginación, podrían considerarse «estudios eróticos». «Dios mío, qué imbécil es.» Eriksson sustrajo cinco de las fotos más atrevidas que debían de haber sido sacadas por algún amante y guardadas por razones sentimentales.

Hizo copias y luego devolvió los originales. Esperó unos cuantos meses antes de vendérselas a un tabloide inglés. Obtuvo nueve mil libras a cambio. Ocasionaron titulares sensacionales.

Todavía ignoraba cómo se enteró Lisbeth Salander. Poco después de la publicación de las fotos, ella lo visitó; sabía que había sido él quien las vendió. Lo amenazó con delatarlo ante Dragan Armanskij si volvía a ocurrir algo similar. Ya se lo habría dicho si hubiera podido documentar sus afirmaciones; algo que, por lo visto, no era capaz de hacer. Pero desde ese día, él se sintió vigilado. En cuanto se daba la vuelta, allí estaba Salander escuadrándolo con sus ojos de cerda.

Estaba estresado, frustrado. La única manera de devolverle el golpe consistía en minar su credibilidad poniéndola a parir ante los demás mientras tomaban café en los ratos de descanso. La estratagema no tuvo mucho éxito. No se atrevía a hacerse notar demasiado, ya que ella, por alguna inexplicable razón, contaba con la protección de Armanskij. Se preguntaba por dónde tendría agarrado Lisbeth al director ejecutivo de Milton, o si tal vez todo se reducía a que el viejo verde se la estaba tirando en secreto. Pero si bien en Milton nadie le tenía mucho aprecio a Lisbeth Salander, el respeto que mostraban por Armanskij era considerable. De modo que no les quedaba más remedio que aceptar la incómoda presencia de la joven. Cuando desapareció de escena y dejó de trabajar en Milton, Niklas Eriksson sintió un alivio monumental.

Ahora tenía la oportunidad de pagarle con la misma moneda. Ya no corría riesgos. Ella podría esgrimir las acusaciones contra él que quisiera: nadie la creería. Ni siquiera Armanskij aceptaría la palabra de una asesina psicópata.

El inspector Bublanski vio a Hans Faste salir del ascensor acompañado de Bohman y Eriksson, de Milton Security. Faste se había acercado a recoger a los nuevos colaboradores. A Bublanski no le entusiasmaba la idea de involucrar a gente de fuera en la investigación de un asesinato, pero la decisión venía de arriba… Al menos Bohman era un verdadero policía con muchas horas de vuelo. Y Eriksson había salido de la Academia, así que no debía de ser tan idiota. Bublanski señaló en dirección a la sala de conferencias.

Corría el sexto día de la caza de Lisbeth Salander y había llegado la hora de hacer un balance general. El fiscal Ekström no participaba en la reunión. El equipo estaba compuesto por los inspectores Sonja Modig, Hans Faste, Curt Svensson y Jerker Holmberg, y contaban con el refuerzo de cuatro colegas de la unidad de investigación de la policía criminal nacional. Bublanski empezó presentando a los nuevos colaboradores de Milton Security y preguntó si alguno de ellos deseaba añadir algo. Bohman carraspeó.

– Bueno, llevo ya bastante tiempo sin pisar este edificio, pero algunos de vosotros me conocéis y sabéis que fui policía durante muchos años antes de pasar al sector privado. Nuestra presencia se debe a que Lisbeth Salander trabajó para nosotros durante una época y a que, de alguna manera, nos sentimos responsables. Nuestro propósito es intentar contribuir, por todos los medios posibles, a que se detenga a Salander cuanto antes. Podemos aportar cierto conocimiento personal sobre ella. Así que no estamos aquí para complicar las cosas ni para entorpecer vuestro trabajo.

– ¿Cómo es trabajar con ella? -preguntó Faste.

– No es precisamente de las personas a las que les coges cariño -contestó Niklas Eriksson para, acto seguido, callarse al levantar Bublanski una mano.

– Tendremos ocasión de hablar más en detalle durante la reunión. Pero vayamos por orden para formarnos una idea de nuestra situación. Nada más acabar, vosotros dos tendréis que ir a ver al fiscal Ekström para firmar un documento jurado de secreto profesional. Empecemos por Sonja.

– Resulta frustrante. Hicimos un avance a las pocas horas del asesinato, cuando conseguimos identificar a Salander. Dimos con su domicilio (o, al menos, lo que creíamos que era su domicilio). Después de eso, ni rastro. Hemos recibido una treintena de llamadas de avistamientos pero hasta ahora todos han resultado ser falsos. Es como si se la hubiera tragado la tierra.

– Cuesta creerlo -comentó Curt Svensson-. Con su llamativo aspecto y sus tatuajes no debería ser difícil encontrarla.

– Ayer la policía de Uppsala acudió a un aviso pistola en mano. Le dieron un susto de muerte a un chico de catorce años que se parecía a Salander. Los padres estaban muy indignados.

– Supongo que perseguir a alguien que parece tener catorce años no nos favorece mucho. Puede pasar perfectamente desapercibida entre los adolescentes.

– Pero con la atención que ha recibido en los medios de comunicación, alguien debería haber visto algo -objetó Svensson-. Esta semana van a sacarla en el programa «Se busca», así que a ver si eso nos conduce a algo nuevo.

– No creo, teniendo en cuenta que ya ha salido en la portada de todos los periódicos de Suecia -dijo Hans Faste.

– Lo cual significa que tal vez debamos replanteárnoslo todo -dijo Bublanski-. Quizá haya conseguido salir del país, pero lo más probable es que esté escondida en algún sitio.

Bohman levantó una mano. Bublanski le hizo una seña con la cabeza.

– Por lo que sabemos, nada sugiere que sea una persona autodestructiva. Es una buena estratega; planifica cada uno de sus movimientos. No hace nada sin analizar las consecuencias. Eso es, al menos, lo que piensa Dragan Armanskij.

– Coincide con la evaluación que hace su anterior psiquiatra. Pero dejemos su perfil para más adelante -pidió Bublanski-. Tarde o temprano tendrá que moverse. Jerker, ¿con qué recursos cuenta?

– Ahora os voy a dar otra cosa a la que podréis hincarle el diente -dijo Jerker Holmberg-. Tiene una cuenta bancaria en Handelsbanken desde hace muchos años. Ése es el dinero que declara a Hacienda. O mejor dicho: el dinero que el abogado Bjurman declaraba. Hace un año en la cuenta había más de cien mil coronas. Durante el otoño de 2003 lo sacó todo.

– Ese otoño necesitó dinero. Según Armanskij, fue cuando dejó de trabajar en Milton Security -explicó Bohman.

– Es posible. La cuenta estuvo a cero durante más de dos semanas. Pero luego volvió a ingresar la misma cantidad.

– Tal vez pensara utilizar el dinero en algo, pero al final se arrepintió y lo ingresó de nuevo.

– Sí, podría ser. En diciembre de 2003 usó la cuenta para pagar facturas; entre otras cosas, los gastos del piso de los doce meses siguientes. El saldo descendió a setenta mil coronas. Luego la cuenta permaneció sin movimientos durante todo un año, exceptuando un ingreso de más de nueve mil coronas.


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