George Bland resultó ser torpe y con un alto concepto de sí mismo, pero era educado e intentaba mantener una conversación inteligente sin competir con ella y sin meterse en su vida privada. Al igual que Lisbeth, parecía encontrarse solo. Por curioso que pueda resultar, daba la impresión de que aceptaba que una diosa de las matemáticas hubiera bajado a Grand Anse Beach, y se mostraba contento con el hecho de que ella quisiera estar con él. Tras pasar varias horas en la playa, se levantaron cuando el sol alcanzó el horizonte. De camino al hotel de Lisbeth, él le señaló el cobertizo donde vivía durante el curso y, no sin cierta vergüenza, le preguntó si podía invitarla a tomar un té. Ella aceptó, lo cual pareció sorprenderlo.
La vivienda era muy sencilla; un cobertizo con una desvencijada mesa, dos sillas, una cama y un armario para su ropa y la de cama. La única iluminación provenía de una pequeña lámpara de escritorio conectada a un cable empalmado a la instalación de The Coconut. La cocina consistía en un hornillo de gas. La invitó a una cena a base de arroz y verduras que sirvió en platos de plástico. Incluso se atrevió a ofrecerle fumar la prohibida sustancia local, cosa que ella también aceptó.
Lisbeth se percató sin ninguna dificultad de que a él le afectaba su presencia y de que no sabía muy bien cómo comportarse. Ella tuvo el impulso de dejarse seducir. Eso se convirtió en un proceso dolorosamente complicado para él, que, sin duda, había entendido las señales emitidas por Lisbeth, pero no tenía ni idea de cómo debía actuar. Empezó a andarse con tantos rodeos que ella perdió la paciencia, lo tiró sobre la cama y, decidida, se quitó la ropa.
Era la primera vez que se mostraba desnuda ante alguien desde la operación que se hizo en Genova. Había abandonado la clínica con una leve sensación de pánico. Le llevó un buen rato darse cuenta de que ni una sola persona la estaba mirando. Normalmente, a Lisbeth Salander le importaba un bledo lo que los demás opinaran de ella, de modo que se quedó pensando por qué de repente se sentía tan insegura.
George Bland había sido un estreno perfecto para su nuevo yo. Cuando él (después de ciertas dosis de ánimo por parte de Lisbeth) consiguió finalmente quitarle el sujetador, apagó inmediatamente la lámpara de la mesilla antes de empezar a desvestirse. Lisbeth había comprendido su timidez pero encendió de nuevo la lámpara. Ella observó detenidamente sus reacciones cuando empezó a tocarla torpemente. No se relajó hasta bien entrada la noche, en cuanto constató que él veía sus pechos como completamente naturales. No obstante, no parecía muy ducho en la materia.
Ella no había venido a Granada con la idea de encontrar un amante adolescente. Aquello no fue más que un simple capricho y cuando esa noche lo abandonó ya tenía decidido no volver. Pero al día siguiente se encontraron de nuevo en la playa y lo cierto es que sintió que el torpe muchacho era una compañía agradable. Durante las siete semanas que llevaba en Granada, George Bland se había convertido en un punto fijo de su existencia. Durante el día no se veían, pero él siempre pasaba las tardes en la playa, hasta que el sol se ponía. Y por las noches estaba solo en su cobertizo.
Ella constató que cuando paseaban juntos parecían dos adolescentes. Sweet sixteen.
El probablemente considerara que la vida se había vuelto más interesante. Había conocido a una mujer que le daba lecciones de matemáticas y erotismo.
Abrió la puerta y le mostró una encantadora sonrisa.
– ¿Quieres compañía? -preguntó ella.
Lisbeth Salander dejó a George Bland poco después de las dos de la madrugada. Tenía una agradable sensación en el cuerpo y decidió pasear por la playa en vez de regresar al hotel Keys por el camino. Andaba sola en la oscuridad, consciente de que, a unos cien metros, George Bland la estaba siguiendo.
Siempre lo hacía. Lisbeth nunca se quedaba a dormir y él a menudo protestaba enérgicamente por el hecho de que una mujer fuera hasta su hotel en plena noche completamente sola, e insistía en que su deber era acompañarla. En especial porque a menudo se les hacía muy tarde. Lisbeth Salander solía escuchar sus explicaciones para luego zanjar la discusión con un simple no. «Yo voy por donde quiero cuando quiero. End of discussion. Y no, no quiero escolta.» La primera vez que se dio cuenta de que él la seguía, Lisbeth se irritó muchísimo. Pero ahora pensaba que su instinto de protección tenía cierto encanto; por eso hacía como si no supiera que iba detrás de ella y que no se daría la vuelta hasta que no la viera entrar por la puerta del hotel.
Lisbeth se preguntaba qué haría él si, de repente, una noche la atacaran.
Ella, por su parte, pensaba hacer uso del martillo que había comprado en MacIntyre's y que guardaba en el bolsillo exterior de su bolso. Había pocas amenazas que el uso de un martillo en condiciones no pudiera solucionar.
Era una noche de luna llena y rutilantes estrellas. Lisbeth levantó la vista e identificó a Regulus en la constelación de Leo, cerca del horizonte. Casi había llegado al hotel cuando se paró en seco. De pronto, algo más abajo, en la playa, divisó a una persona cerca de la orilla. Era la primera vez que veía un alma en la playa después de la caída de la noche. Aunque había unos cien metros de distancia, Lisbeth no tuvo ninguna dificultad en identificar al hombre a la luz de la luna.
Era el honorable doctor Forbes, de la habitación 32.
Se hizo rápidamente a un lado y permaneció quieta, oculta tras una fila de árboles. Cuando miró hacia atrás, no vio a George Bland. La silueta junto a la orilla deambulaba lentamente de un lado para otro. Estaba fumando un cigarrillo. A intervalos regulares se detenía y se inclinaba como si inspeccionara la arena. La pantomima continuó durante veinte minutos antes de que, de improviso, cambiara de dirección y, con pasos apresurados, se dirigiera a la entrada del hotel que daba a la playa para, acto seguido, desaparecer.
Lisbeth esperó un par de minutos antes de bajar al lugar donde el doctor Forbes había estado caminando. Examinó el suelo describiendo lentamente un semicírculo. Lo único que pudo ver fue arena, piedras y conchas. Dos minutos después abandonó su inspección y subió al hotel.
Salió al balcón, asomó el cuerpo por encima de la barandilla y miró de reojo el balcón de al lado. Todo estaba en silencio. Por lo visto, la pelea de esa noche ya había acabado. Al cabo de un rato fue por su bolso, buscó un papel y se preparó un porro con las provisiones que George Bland le había suministrado. Se sentó en una silla del balcón y dirigió la mirada hacia las oscuras aguas del mar Caribe mientras fumaba y reflexionaba.
Se sentía como un radar en estado de máxima alerta.
Capítulo 2 Viernes, 17 de diciembre
Nils Erik Bjurman, abogado, de cincuenta y cinco años de edad, dejó la taza de café y, sin fijarse en nadie en concreto, dirigió la mirada hacia el continuo río de gente que pasaba ante los ventanales del Café Hedon de Stureplan.
Pensó en Lisbeth Salander. Pensaba a menudo en Lisbeth Salander.
Pensar en ella le hizo hervir por dentro.
Lisbeth Salander le había destrozado la vida. Nunca olvidaría ese momento en el que ella asumió el mando y lo humilló. Lo maltrató de una manera que, literalmente, le dejó unas imborrables huellas en el cuerpo. En concreto, una marca de más de veinte centímetros cuadrados en el vientre, justo por encima de sus genitales. Lo encadenó a su propia cama, lo maltrató y le tatuó un texto que no daba lugar a malentendidos y que no podría borrarse fácilmente: «soy un sádico cerdo, un hijo de puta y un violador».
Lisbeth había sido declarada jurídicamente incapacitada por el Tribunal de Primera Instancia de Estocolmo. A él le asignaron la misión de actuar como su administrador, cosa que a ella la puso en una situación de total y absoluta dependencia respecto de él. Desde el mismo instante en el que la conoció empezó a tener fantasías con ella. No sabía explicar por qué, pero Lisbeth le excitaba.