Se negó a mirar la respuesta y, consecuentemente, se saltó el pasaje donde se presentaba la solución de Andrew Wiles. En su lugar terminó el Dimensions y constató que ningún otro problema de los que se presentaban en el libro le había supuesto una gran dificultad. Luego, día tras día, volvió al enigma de Fermat, con una creciente irritación, mientras cavilaba sobre la «maravillosa prueba» a la que podría haberse referido Fermat. No hacía más que entrar en un callejón sin salida tras otro.
Alzó la vista cuando el hombre de la habitación 32 se levantó de improviso y se dirigió a la salida. Lisbeth consultó de reojo su reloj y comprobó que llevaba más de dos horas y diez minutos sentado en el mismo sitio.
Ella Carmichael le puso la bebida en la barra y verificó que esas cursiladas de cócteles color rosa con ridiculas sombrillitas no iban con Lisbeth Salander. Ella siempre pedía lo mismo: ron con Coca-Cola. Excepto una sola noche en la que Salander estaba algo rara y cogió tal borrachera que Ella tuvo que pedirle a un ayudante que la llevara en brazos a la habitación, su consumición habitual consistía en caffè latte, alguna que otra copa, o Carib, la cerveza local. Como ya venía siendo habitual, se sentó en el extremo derecho de la barra, apartada de los demás, y abrió un libro con peculiares fórmulas matemáticas, cosa que, a ojos de Ella Carmichael, constituía una extraña elección literaria para una chica de su edad.
También se percató de que Lisbeth Salander no tenía el más mínimo interés por ligar. Los pocos hombres que se le habían acercado con esa intención habían sido rechazados amablemente pero con determinación, aunque en una ocasión despachó a uno de forma poco educada. Sucedió con Chris McAllen, quien, a decir verdad, no era más que un gamberro que se merecía que alguien le diera una buena paliza. De modo que Ella no se mostró demasiado indignada por el hecho de que, de alguna misteriosa manera, hubiera tropezado y se cayera a la piscina después de haberse pasado la noche entera incordiando a Lisbeth Salander. En favor de MacAllen había que añadir, no obstante, que no era rencoroso. Regresó la noche siguiente, sobrio, e invitó a Lisbeth Salander a una cerveza que ella, tras una breve vacilación, aceptó. A partir de entonces, se saludaban educadamente cuando se cruzaban en el bar.
– ¿Todo bien? -preguntó Ella.
Lisbeth Salander asintió con la cabeza y cogió su copa.
– ¿Alguna novedad sobre Mathilda? -inquirió Lisbeth.
– Viene hacia aquí. Tal vez pasemos un fin de semana desagradable.
– ¿Cuándo lo sabremos?
– Hasta que haya pasado no hay forma de saberlo. Puede dirigirse hacia Granada y girar hacia el norte justo al llegar.
– ¿Tenéis huracanes a menudo?
– Van y vienen. En general, pasan de largo. Si no, la isla no existiría. Pero no tienes de qué preocuparte.
– No estoy preocupada.
De repente oyeron una risa algo alta y volvieron la cabeza hacia la señora de la habitación 32, que parecía divertirse con lo que su marido le contaba.
– ¿Quiénes son ésos?
– ¿El doctor Forbes y su mujer? Son unos norteamericanos de Austin, Tejas.
Ella Carmichael pronunció la palabra «norteamericanos» con cierto desprecio.
– Ya sé que son norteamericanos. Pero ¿qué hacen aquí? ¿Él es médico?
– No, no es de esa clase de doctores. Está aquí por la Fundación Santa María.
– ¿Y eso qué es?
– Financian la educación de niños superdotados. Es un hombre bueno. Está negociando con el Ministerio de Educación la construcción de un nuevo colegio en Saint George's.
– Es un hombre bueno que pega a su mujer -dijo Lisbeth Salander.
Ella Carmichael se calló y le echó a Lisbeth una incisiva mirada antes de acercarse al otro extremo de la barra para servirles unas Carib a unos clientes.
Lisbeth se quedó en el bar durante diez minutos inmersa en Dimensions. Ya antes de entrar en la pubertad, se había dado cuenta de que tenía memoria fotográfica y de que con ello se diferenciaba notablemente de sus compañeros. Nunca le había revelado a nadie esa característica personal, salvo a Mikael Blomkvist, en un momento de debilidad. Ya se sabía de memoria el texto de Dimensions, pero lo llevaba consigo porque representaba un contacto visual con Fermat, como un talismán.
Pero esa noche no era capaz de concentrarse ni en Fermat ni en su teorema. En su lugar vio ante sí la imagen del doctor Forbes sentado inmóvil en The Carenage con la mirada fija en el mar.
No podía explicar por qué sintió de repente que había algo que no encajaba.
Al final cerró el libro y volvió a su habitación, donde encendió su PowerBook. Ni pensar en navegar por Internet. El hotel no disponía de banda ancha, pero ella tenía un módem integrado que podía conectar con su móvil Panasonic y que le permitía enviar y recibir correo electrónico. Le redactó rápidamente uno a ‹plague_xyz666@hotmail.com›:
No tengo banda ancha. Necesito información sobre un tal doctor Forbes, de la Fundación Santa María, y su esposa, residentes ambos en Austin, Tejas. Pago 500 dólares al que investigue. Wasp.
Adjuntó su clave PGP oficial, encriptó el correo con la clave PGP de Plague y pulsó la tecla de enviar. Luego miró el reloj y constató que eran poco más de las siete y media de la tarde.
Apagó el ordenador, cerró la habitación con llave y bajó hasta la playa, donde caminó unos cuatrocientos metros. Cruzó la carretera que iba hasta Saint George's y llamó a la puerta de un cobertizo que había detrás de The Coconut. George Bland tenía dieciséis años y era estudiante. Pensaba hacerse médico o abogado, o posiblemente astronauta, y era, más o menos, tan flaco y casi tan bajo como Lisbeth Salander.
Lisbeth lo conoció en la playa durante la primera semana, un día después de haberse instalado en Grand Anse. Había estado paseando y se sentó a la sombra de unas palmeras, donde se puso a mirar a unos niños que jugaban al fútbol en la orilla. Había abierto Dimensions y estaba absorta en el libro cuando llegó él y se sentó a tan sólo unos metros delante de ella, sin reparar, aparentemente, en su presencia. Ella lo observaba en silencio. Un chico delgado con sandalias, pantalones negros y camisa blanca.
Al igual que ella, abrió un libro en el que se enfrascó. Y lo mismo que en su caso, se trataba de un libro de matemáticas: Basics 4. Leía concentradamente y empezó a escribir en un cuaderno. Pasaron unos cinco minutos antes de que Lisbeth carraspeara y él advirtiera su presencia y, presa del pánico, se levantara a toda prisa. Pidió disculpas por haberla molestado. Ya se estaba alejando de allí cuando Lisbeth le preguntó si el libro planteaba unos problemas muy complicados.
Algebra. Dos minutos más tarde, ella le había señalado un error fundamental en sus cálculos. Al cabo de treinta minutos ya habían hecho los deberes. Una hora después ya habían repasado el siguiente capítulo del libro y ella le había explicado pedagógicamente los trucos que se escondían tras las operaciones matemáticas. Él la contemplaba con un respeto reverencial. Al cabo de dos horas ya le había contado que su madre vivía en Toronto, Canadá, que su padre vivía en Grenville, en la otra punta de la isla, y que él vivía en un cobertizo al final de la playa. Era el pequeño de la familia; tenía tres hermanas mayores que él.
Lisbeth Salander halló su compañía extrañamente relajante. La situación era poco habitual. Ella casi nunca solía iniciar un diálogo por el simple hecho de hablar. No se trataba de timidez. Para ella la conversación tenía una función práctica: «¿cómo voy a la farmacia?», o, «¿cuánto cuesta la habitación?». Aunque también una función profesional. Cuando trabajó para Dragan Armanskij como investigadora en Milton Security, no tuvo problema alguno en mantener largas entrevistas para obtener información.
En cambio, odiaba esas charlas personales que siempre pretendían hurgar en lo que ella consideraba asuntos privados. «¿Cuántos años tienes?» «Adivina.» «¿Te gusta Britney Spears?» «¿Quién?» «¿Te gustan los cuadros de Carl Larsson?» «Nunca me lo he planteado.» «¿Eres lesbiana?» «No es asunto tuyo.»