CAPITULO 1

La muerte estaba trabajando. La muerte era una seria tarea para el asesino, la víctima, para los sobrevivientes. Y para aquellos que se mantenían de la muerte. Algunos hacían el trabajo devotamente, otros con descuido.

Y para algunos, el asesinato era un trabajo de amor.

Cuando dejó su condominio en Park Avenue para su regular paseo matutino, Walter C. Pettibone era plenamente feliz, sin tener conciencia de que estaba en sus últimas horas de vida. Era un robusto sesentón y un astuto hombre de negocios que había incrementado su ya considerable fortuna familiar a través de las flores y el sentimentalismo.

Era rico, saludable, y justo alrededor de un año atrás había adquirido una esposa joven y rubia que tenía el apetito sexual de un doberman ardiente y el cerebro de un repollo.

Su mundo, en la opinión de Walter C. Pettibone, era exactamente como quería.

Había deseado y tenido dos hijos de su primer matrimonio los que un día llevarían adelante el negocio que él había heredado de su padre. Mantenía una razonablemente amistosa relación con su ex, una mujer fina y sensible, y su hijo e hija eran individuos agradables e inteligentes que lo hacían sentir orgulloso y satisfecho.

Tenía un nieto que era la luz de sus ojos.

En el verano de 2059, “El mundo de las flores” era una empresa intergaláctica mayor con floristas, horticultores, oficinas y viveros dentro y fuera del planeta.

Walter amaba las flores. Y no sólo por su margen de beneficios. El amaba sus olores, los colores, las texturas, la belleza del follaje y la flor y el simple milagro de su existencia.

Cada mañana debía visitar a un puñado de floristas, controlar la existencia, los arreglos, y sólo olfatear y conversar y perder tiempo entre las flores y la gente que las amaba.

Dos veces a la semana se levantaba antes del amanecer para acudir a los mercados de jardinería fuera de la ciudad. Ahí podía vagar y entretenerse, hacer los pedidos o criticar.

Era una rutina que raramente variaba en el curso de un medio siglo, y de la que nunca se cansaba.

Hoy, después de una hora o más entre los macizos de flores, entró en las oficinas de su corporación. Le dedicó más tiempo de lo usual a los pedidos para darle a su esposa el tiempo y el espacio para terminar los preparativos de su propia fiesta de cumpleaños sorpresa.

Lanzó una risita al pensar en eso.

Su corazoncito no podría mantener un secreto a menos que le abrocharan los labios juntos. El había sabido de la fiesta por semanas, y estaba esperando la noche con el regocijo de un niño.

Naturalmente actuaría sorprendido y había incluso practicado expresiones atónitas en su espejo solo esta mañana.

Entonces Walter entró en su rutina diaria con una sonrisa en las esquinas de su boca sin tener idea de cómo iba a ser sorprendido.

Eve dudaba de haberse sentido mejor en su vida. Descansada, recargada, segura y liberada, se preparaba para su primer día de regreso al trabajo después de dos semanas de vacaciones maravillosamente libres de exigencias donde las más fastidiosas tareas que había enfrentado habían sido comer o dormir.

Una semana en la villa en México, la segunda en una isla privada. Y en ambos lugares no habían faltado oportunidades de sol, sexo y siestas.

Roarke había tenido razón otra vez. Ellos necesitaban un tiempo juntos. Fuera. Ambos necesitaban un período de descanso. Y si la forma en que se sentía esa mañana era alguna indicación, habían hecho su trabajo.

Ella se paró frente a su guardarropas, frunciendo el ceño ante la jungla de ropas que había adquirido desde su casamiento. No quiso pensar que su confusión se debía al hecho de que había pasado la mayor parte de los últimos catorce días desnuda o casi. A menos que estuviera muy equivocada, el hombre había organizado poner disimuladamente más ropa en él.

Extrajo una larga falda azul en un tipo de material que parecía chisporrotear y destellar al mismo tiempo. -Había visto esto antes?

– Es tu guardarropas. -En el área de sillones del dormitorio, Roarke revisaba los reportes financieros en la pantalla de pared, mientras disfrutaba de una taza de café. Pero le lanzó una mirada. -Si estás planeando vestir eso hoy, el elemento criminal de la ciudad va a quedar muy impresionado.

– Hay más cosas aquí de las que había hace dos semanas atrás.

– En serio? No imagino como fue que sucedió.

– Debes parar de comprarme ropa.

El se agachó para levantar a Galahad, pero el gato volvió la nariz en el aire. Se había mostrado ofendido desde el momento en que retornaran la noche anterior. -Porque?

– Porque es embarazoso. -Murmuró y se metió adentro para encontrar algo razonable para vestir.

El sólo le sonrió, observando como ella extraía un top sin mangas y pantalones para deslizarlos sobre el cuerpo largo y esbelto que nunca paraba de desear.

Estaba bronceada, de un oro pálido, y el sol había intensificado los mechones rubios en su corto cabello castaño. Se vistió rápida y económicamente, con el aire de una mujer que nunca pensaba en la moda. Sería por eso, supuso él, que nunca podía resistirse a apilar moda sobre ella.

Ella había descansado en el tiempo que pasaron juntos afuera, pensó. Había visto hora tras hora, día tras día, como las nubes de fatiga y preocupación se deslizaban fuera de ella. Ahora había luz en sus ojos color Whisky, y un brillo saludable en su rostro estrecho y de finos huesos.

Y cuando se puso el arnés con el arma, hubo un gesto en su boca, amplia y generosa, que le dijo a él que la teniente Eve Dallas estaba de regreso. Y lista para patear algunos culos.

– Porque será que una mujer armada me excita?

Ella le disparó una mirada, buscando en el armario una chaqueta liviana. -Córtala. No voy a llegar tarde a mi primer día de regreso porque tienes alguna calentura residual.

Oh, sí, pensó él levantándose. Ella estaba de regreso. -Querida Eve. -El contuvo, apenas, una mueca de dolor. -Esa chaqueta no.

– Que? -Ella se detuvo en el acto de meter su brazo en una manga. -Es un verano pesado, esto cubre mi arma.

– Eso no va con esos pantalones. -Se detuvo en el guardarropas, buscó y extrajo otra chaqueta del mismo material que los pantalones caqui. -Esta es la correcta.

– No estoy planeando hacer un video de tiros. -Pero se la cambió porque era más fácil que discutir.

– Aquí. -Después de otra incursión en el guardarropa, él salió con un par de botas cortas de rico cuero marrón claro.

– De donde vinieron esas?

– Las hadas del guardarropa.

Ella frunció el ceño a las botas, con sospecha, señalando los dedos de los pies. -No necesito botas nuevas. Las viejas no están rotas del todo.

– Es un término educado para lo que eran. Trata con éstas.

– Sólo voy a arruinarlas. -murmuró, pero se sentó en el brazo del sofá para ponérselas. Se deslizaron en sus pies como manteca. Eso hizo que lo mirara estrechamente. Probablemente las había mandado a hacer a mano para ella en una de sus innumerables fábricas y seguramente costaban más de lo que un policía de homicidios de New York ganaba en dos meses. -Mira esto. Las hadas del guardarropa parecen conocer mi número de zapato.

– Una cosa asombrosa.

– Supongo que es inútil decirle que un policía no necesita botas tan caras que probablemente hayan sido cosidas a mano por alguna pequeña monja italiana, cuando esté trabajando contra reloj en el campo escarbando o golpeando puertas.

– Ellas tienen sus propias ideas. -Le deslizó la mano a través de su pelo, tirando lo suficiente para pegar la cara de ella a la de él. -Y te adoran.

Hizo que su estómago cayera escuchándolo decir eso, viendo su rostro cuando lo hacía. Ella a menudo pensaba porque no se ahogaba en esos ojos, en todo ese salvaje y perverso azul.

– Eres tan malditamente hermoso. -No había pensado decirlo en voz alta, por lo que casi saltó ante el sonido de su propia voz. Y observó el destello de su sonrisa, rápida como un disparo cruzar por el rostro que parecía una pintura o un grabado en piedra, con sus huesos fuertes y su seductora boca de poeta.

Joven Dios irlandés, supuso que podría ser el título. No habían sido los dioses seductores, implacables y protegidos por su propio poder?

– Tengo que irme. -Ella se paró con rapidez, él también se puso de pie por lo que sus cuerpos chocaron. -Roarke.

– Sí, es volver a la realidad para ambos. Pero… -Su manos bajaron por los costados de ella, en un movimiento largo y posesivo que la hizo recordar, demasiado claramente, justo lo que aquellos rápidos y hábiles dedos eran capaces de hacerle a su cuerpo. -Creo que podemos tomarnos un momento para me des un beso de despedida.

– Quieres que te de un beso de despedida?

– Lo quiero, sí. -Había un toque de diversión y de irlandés en el tono que hizo que ella sacudiera la cabeza.

– Seguro. -En un movimiento tan rápido como su sonrisa, tomó puñados del negro cabello que casi caía hasta los hombros, tironeando, y luego estampó su boca contra la de él.

Sintió que el corazón de él saltaba como lo hacía el suyo. Un golpe de calor, de reconocimiento, de unidad. Y ante el sonido de placer que él emitió, ella se volcó entera en el beso, llevándolos a ambos rápido y profundo con una pequeña guerra de lenguas, un rápido pellizco de dientes.

Luego lo empujó hacia atrás, poniéndose ágilmente fuera de su alcance. -Nos vemos, as. -le gritó mientras atravesaba la habitación.

– Que tengas un buen día, teniente. -El lanzó un largo suspiro, y luego se sentó en el sofá. -Ahora, -le dijo al gato- cuanto me va a costar para que volvamos a ser amigos?

En la Comisaría Central, Eve trepó a un deslizador hacia Homicidios. E inspiró hondo. No tenía nada contra los dramáticos precipicios del oeste de México o las calmadas brisas de las islas tropicales, pero había extrañado el aire de ahí: el olor a sudor, café malo, recios desinfectantes y por encima de todo, las poderosas energías que se formaban del enfrentamiento entre policías y criminales.

El tiempo fuera sólo le había afilado los sentidos ante el estruendo sordo de demasiadas voces hablando a la vez, el todavía tranquilo y discordante pitido y zumbido de los enlaces y comunicadores, el apuro de la gente haciendo algo importante para quien fuera.

Escuchó a alguien gritando obscenidades tan rápido que cayeron juntas en un vicioso guiso de palabras que era música para sus oídos.

Bienvenida a casa, pensó alegremente.


Перейти на страницу:
Изменить размер шрифта: